Nuestro ego insaciable
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos. (Lc 4, 28)
Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio». Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino. Y bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y los sábados les enseñaba. (Lc 4, 24-30)
Procurándole un gran dolor, los nazarenos no aceptan el anuncio de Jesús, ya sea probablemente porque se sienten sus iguales por el hecho de ser sus conciudadanos, o porque, como para todos los pecadores, la Verdad resulta incómoda a sus oídos. El profeta es, efectivamente, el que anuncia la Verdad en nombre y por cuenta de Dios. A menudo el anuncio de la Verdad es desagradable porque parece restringir nuestra libertad. Si nos entregamos a Dios, seremos los artífices. Viceversa, si nos entregamos a una criatura, empezando por nosotros mismos y nuestro ego insaciable, estaremos siempre insatisfechos. Esforcémonos, entonces, en confiar en Jesús cada instante de nuestra vida.