«Ningún obispo tiene derecho a prohibir las misas con el pueblo»
«La Iglesia no está al servicio del Estado, debe defender su libertad y su independencia». El cardenal Muller habla ampliamente sobre libertad religiosa y derecho al culto a la Brújula Cotidiana : «Suspender las misas es abdicar de nuestro deber, que es leer también los sufrimientos de este periodo a la luz de la fe, del misterio de la Muerte y Resurrección de Jesús». «Jesús se ha hecho carne, nosotros creemos en la resurrección de la carne: por eso, la presencia corporal es indispensable». «La Eucaristía es la única verdadera forma de adoración de Dios, es la razón de la existencia de todas las demás formas litúrgicas. Es escandaloso que haya obispos que digan que la Eucaristía está sobrevalorada».
«Este virus ha significado una tragedia para mucha gente. Precisamente por esto la Iglesia tiene el deber de ofrecer una visión del sufrimiento y la existencia humanas en una perspectiva de vida eterna, a la luz de la fe. La suspensión de las misas con el pueblo es abdicar de nuestro deber, es reducir a la Iglesia a las dependencias del Estado. Es inaceptable». El cardenal Gerhard Müller, ex prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, con el que hablamos por teléfono, es muy claro en su juicio acerca de lo que está sucediendo en Italia y en muchos otros países.
Eminencia, para muchos fieles, al sufrimiento de la enfermedad se añade, ahora, el sufrimiento de la prohibición de participar en la misa, incluso la negación de celebrar los funerales y, sobre todo, la justificación de todo ello por parte de la jerarquía eclesiástica.
Es algo muy grave, es el pensamiento laicista que ha entrado en la Iglesia. Una cosa es tomar medidas cautelares para minimizar los riesgos de contagio, otra muy distinta es prohibir la liturgia. La Iglesia no es cliente del Estado, y ningún obispo tiene derecho a prohibir la Eucaristía de este modo. Incluso hemos visto a sacerdotes castigados por sus obispos por haber celebrado la misa con pocas personas: todo esto significa verse como funcionarios del Estado. Pero nuestro pastor supremo es Jesucristo, no Giuseppe Conte. El Estado tiene su tarea y la Iglesia la suya.
A muchos les parece difícil conciliar el deber hacia el Estado con la exigencia del culto público a Dios.
Hay que rezar también públicamente porque nosotros sabemos que todo depende de Dios. Dios es la causa universal; después tenemos la causa secundaria que pasa por nuestra libertad. En todo lo que sucede, nosotros, criaturas finitas, no sabemos cuánto depende de la causalidad de Dios y cuánto de la nuestra: este es el punto de la oración. Debemos rezar a Dios para superar los desafíos de nuestra vida personal y social, pero sin olvidarnos de la dimensión transcendente, la visión de la vida eterna y de la unión íntima con Dios y con Jesucristo también en nuestro sufrimiento. Estamos llamados a cargar sobre nuestros hombros, cada día, nuestra cruz, pero también tenemos que explicar a los fieles sus sufrimientos con los conceptos del Evangelio. Prohibir la participación a la liturgia va en dirección opuesta. Tomar determinadas medidas externas es tarea del Estado; la nuestra es defender la libertad e independencia de la Iglesia y su superioridad en la dimensión espiritual. No somos una agencia subordinada al Estado.
Muchos, también entre los sacerdotes y obispos, se están dando cuenta de que se corre el riesgo evidente de confundir el sentido de la liturgia con toda esta proliferación de misas televisadas y en streaming.
Estas formas no pueden ser consideradas una sustitución de la misa. Ciertamente, si estás en la cárcel o en un campo de concentración o en otras circunstancias excepcionales, se puede participar espiritualmente en la Eucaristía, pero no es una situación normal. Dios nos ha creado alma y cuerpo. Dios ha acompañado a su pueblo en la historia, lo liberó realmente de la esclavitud de Egipto, no fue una liberación virtual. Jesús, hijo de Dios, se hizo carne, y nosotros creemos en la resurrección de la carne. Por eso, la presencia corporal es totalmente necesaria para nosotros. Para nosotros, no para Dios. Dios no necesita los sacramentos, somos nosotros los que los necesitamos. Dios ha instituido los sacramentos para nosotros. El matrimonio no funciona sólo espiritualmente, se necesita la unión del cuerpo y el alma. No somos idealistas platónicos, no se puede seguir la misa desde casa, salvo en situaciones particulares. No, hay que ir a la iglesia, reunirse con los demás, comunicar la Palabra de Dios. Todo el vocabulario de la Iglesia nos indica esta necesidad: la Sagrada Comunión; comunión es convenir; la Iglesia es el pueblo de Dios convocado, junto. Dice el salmo: «Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos».
Hay teólogos y obispos que opinan que la Eucaristía está sobrevalorada, que no es necesaria la misa dominical.
Hay también un obispo y teólogo como Víctor Fernández que presume de ser el ghost writer del papa Francisco, que sostiene que el deber de ir a misa el domingo es un mandamiento introducido por la Iglesia. Es otro ejemplo de la desastrosa formación teológica. El tercer mandamiento tiene fundamento en el derecho divino: obliga a los judíos a santificar el día del Señor. Para nosotros, cristianos, es el día de la Resurrección. Es también el mandamiento de Jesús: «Haced esto en memoria mía». Y dice san Pablo: «Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor» (1 Cor 11, 26). Esta es la representación real y sacramental de la muerte salvifica de Jesús y de su resurrección. En la misa participamos en el misterio pascual. El Concilio Vaticano II lo dejó muy claro en la Sacrosanctum Concilium y en Lumen Gentium (n. 11). Y sin embargo, hay obispos que dicen que algunos fieles están demasiado obsesionados por la Eucaristía. Es absurdo. La Eucaristía es la única verdadera adoración de Dios por medio de Jesucristo. No es una entre las muchas formas de liturgia; y, en cambio, todas las formas de la liturgia tienen en la Eucaristía la razón de su existencia. Todo recibe fuerza y consistencia de la Eucaristía.
¿Usted también ve que se está manifestando un claro ataque a la Eucaristía, corazón de la Iglesia?
Sí. Sólo hay que pensar en quienes, antes y durante el Sínodo para la Amazonia, decían con firmeza que los pueblos indígenas tenían una necesidad absoluta de la Eucaristía y por este motivo era necesario ordenar a los hombres casados. Ahora, esas mismas personas sostienen descaradamente lo opuesto, que no necesitamos la Eucaristía. Razonan como protestantes, ignorando que desde el principio de la Reforma protestante la Eucaristía fue, precisamente, el punto central de la controversia. Y ahora hay obispos, que se autodenominan católicos, que no comprenden el valor central que tiene la Eucaristía. Es un verdadero escándalo: son estos los verdaderos rígidos, los verdaderos clericales, no los que se toman en serio la palabra de Jesús y la doctrina de la Iglesia. Es una perversión real del pensamiento. Sin embargo, este catolicismo "moderno" es una ideología autodestructiva. Se necesitan, sobre todo en Italia, obispos de la categoría de san Carlos Borromeo, y los que están en la curia deberían tomar ejemplo del cardenal Roberto Belarmino.
En estos meses hemos oído a menudo afirmar a los vértices del episcopado que el primer deber es salvaguardar la salud.
Es una Iglesia burguesa, secularizada, no una Iglesia que vive de la palabra de Jesucristo. Jesús dijo «buscad primero el Reino de Dios». ¿Qué vale la vida, todos los bienes del mundo, incluida la salud, si después se pierde el alma?
Esta crisis ha puesto en evidencia que muchos de nuestros pastores piensan como el mundo, se ven más como funcionarios de un sistema religioso social que no como pastores de una Iglesia que es comunión íntima con Dios y con los hombres. Siempre debemos conjugar fe y razón. Obviamente, no somos fideístas, no somos como esas sectas cristianas que dicen que no tenemos necesidad de la medicina, que basta con encomendarnos a Dios. En cambio, encomendarnos a Dios no contradice que valoremos todas las posibilidades que nos ofrece la medicina moderna. Pero la medicina moderna no sustituye la oración: son dos dimensiones que no deben separarse, pero tampoco superponerse.
Para justificar la suspensión de las misas con el pueblo, algunos dice que si contagiamos a los demás, somos nosotros los responsables de su posible muerte.
También los médicos corren este riesgo; hay un riesgo en toda actividad humana. Es cierto que debemos tener cuidado y no poner en peligro la vida y la salud de los demás, pero este no es el valor supremo. Por desgracia, esta situación nos ha hecho ver que muchos sacerdotes y obispos de buenas cualidades carecen de las bases teológicas suficientes para reflexionar sobre esta situación y ofrecer un juicio coherente con el Evangelio y la doctrina de la Iglesia.
Tal vez sea también por esto por lo que tantos obispos han desdeñado la petición de los fieles de la consagración al Corazón Inmaculado de María. Que, en el caso italiano, se ha convertido en encomendamiento, llevándose a cabo de manera negligente y engañosa.
Se infravalora el aspecto sobrenatural. Estamos inmersos en la concepción naturalista que viene de la Ilustración. No se puede explicar la Iglesia, la Gracia y los sacramentos según la dimensión natural. El corazón de nuestra religión cristiana es el Dios transcendente que se hace inmanencia en nuestra vida, es Cristo verdadero hombre y verdadero Dios a través de la Encarnación.
Parece casi que estamos resignados a seguir un mundo que razona sólo según la dimensión natural, y a esto lo llamamos realismo.
Es la ideología del pragmatismo. Hoy, por ejemplo, prevalece en la Iglesia la idea de que se necesitan obispos que sean sólo pastores, es decir, pragmáticos. Sin embargo, el obispo es ministro de la Palabra, debe reflexionar sobre la Palabra. San Pablo y san Pedro no eran unos cabezas huecas, los padres de la Iglesia no han sido sólo pragmáticos, han reflexionado sobre la fe cristiana y sus implicaciones. Un buen maestro de fe debe ser capaz de explicar una situación como la actual partiendo de la fe, en su sentido sobrenatural, no con el naturalismo. De nuevo, hay que mantener juntas las dos dimensiones: no podemos reducir la existencia humana a mera naturaleza y, al mismo tiempo, tampoco pensar -como sostienen los marxistas- que el cristianismo tiene que ver sólo con el más allá. En Jesucristo tenemos la unidad entre el más allá y la inmanencia de la vida. Un buen cristiano debe saber ser un médico y científico óptimo, pero esto no contradice la confianza en Dios. Hay integración entre fe y razón, entre confianza en Dios y competencia en las ciencias naturales.