Ningún hombre puede escapar
Intentaron de nuevo detenerlo, pero se les escabulló de las manos. (Jn 10, 39)
Los judíos agarraron de nuevo piedras para apedrearlo. Jesús les replicó: «Os he hecho ver muchas obras buenas por encargo de mi Padre: ¿por cuál de ellas me apedreáis?». Los judíos le contestaron: «No te apedreamos por una obra buena, sino por una blasfemia: porque tú, siendo un hombre, te haces Dios». Jesús les replicó: «¿No está escrito en vuestra ley: “Yo os digo: sois dioses”? Si la Escritura llama dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios, y no puede fallar la Escritura, a quien el Padre consagró y envió al mundo, ¿decís vosotros: “¡Blasfemas!” Porque he dicho: “Soy Hijo de Dios”? Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre». Intentaron de nuevo detenerlo, pero se les escabulló de las manos. Se marchó de nuevo al otro lado del Jordán, al lugar donde antes había bautizado Juan, y se quedó allí. Muchos acudieron a él y decían: «Juan no hizo ningún signo; pero todo lo que Juan dijo de este era verdad». Y muchos creyeron en él allí. (Jn 10, 31-42)
De este - y otros - textos del Evangelio se entiende que Jesús decidió entregar su vida voluntariamente. En concreto, antes de que llegase la hora elegida por Él y su Padre, nadie consiguió matarlo, empezando por su conciudadanos de Nazaret. Este hecho es una confirmación adicional de la divinidad de Jesús; de hecho, ningún hombre puede escapar más veces con solo sus fuerzas de la muchedumbre enfurecida que quiere lapidarlo y tirarlo desde un precipicio. Hace falta un milagro de Dios.