Movimientos atados con correa: nunca hubo menos libertad en la Iglesia
Con el nuevo decreto que impone la democratización, los movimientos quedan reducidos a asociaciones y los carismas mortificados. Se trata de una etapa más en el proceso de opresión y homologación que ya ha afectado a conventos de clausura y parroquias. Los grandes movimientos se están normalizando, los refractarios están bajo presión y los que se resisten están siendo combatidos abiertamente. Nunca habíamos visto una gama tan amplia de encargos, visitas apostólicas, centralización del poder eclesiástico y temor a las represalias.
El Papa Francisco ha decretado que la vida interna de las asociaciones y movimientos católicos debe prever un cambio periódico de sus dirigentes (pinchar aquí). Una mayor democracia interna debería evitar las concentraciones de poder, la “autorreferencialidad” de los dirigentes e incluso los abusos.
Llegados a este punto, ya no está muy clara la diferencia entre asociaciones y movimientos, dado que estos últimos también son reconducidos a la vida democrática de las primeras; pero sobre todo, ya no está muy claro por qué un simple cambio de procedimiento tomado del funcionamiento de las asociaciones “mundanas” debería producir efectos regeneradores en la vida de los grupos católicos. Si la democracia interna fuera suficiente para garantizar el espíritu eclesial, entonces incluso los párrocos, los obispos y el propio Papa tendrían que ser elegidos democráticamente con mandatos limitados en el tiempo. Comunión y Liberación no funcionaba tan mal cuando Luigi Giussani estaba al frente, y lo hizo sin limitaciones de mandato.
Más allá de estas obvias observaciones, la nueva intervención disciplinaria demuestra aún más que la Iglesia no atraviesa un período de libertad interna, sino, por el contrario, de coacción y homologación, presentadas -eso sí- como reformas liberales. La imposición de restricciones de mandato a los líderes de los movimientos y asociaciones parece ser una forma de liberar su vida interna del excesivo poder de los fundadores o, en general, de los líderes que han surgido históricamente en su seno, pero en realidad significa la sujeción al poder eclesiástico central. Un movimiento sin un poder carismático fuerte es menos autónomo y menos libre. Sin duda, desde este punto de vista, la Iglesia de Juan Pablo II y Benedicto XVI era más libre que la de Francisco.
El significado de esta última medida del Vaticano se comprende en toda su extensión cuando se relaciona con tantas otras. En 2016 el Papa Francisco publicó la constitución apostólica Vultum Dei quaerere sobre la vida contemplativa femenina, y dos años después el departamento vaticano correspondiente dio a conocer las líneas de aplicación que pusieron de manifiesto -como muchos señalaron- una centralización sin precedentes y una nueva uniformidad en contraste con la tradicional autodeterminación propia de cada camino de vida contemplativa. Dado que los cambios introducidos afectan también a la concepción misma de la vida contemplativa, se teme que se imponga desde arriba una nueva orientación generalizada.
El 10 de mayo de 2021 el Papa Francisco instituyó el ministerio del catequista con el Motu proprio Antiquum ministerium. Si los catequistas son instituidos por el Obispo, ya que el suyo es un verdadero ministerio, el párroco individual tendrá que utilizar a los catequistas instituidos y ya no podrá elegirlos en base a su doctrina y sabiduría cristiana. De nuevo, no se trata, como podría parecer en la superficie, de una mayor libertad en la Iglesia, sino de un endurecimiento para tener la seguridad de que los catequistas hacen todos lo mismo y que los párrocos tibios respecto a la línea indicada por el centro tienen cada vez menos margen de maniobra.
Si entonces, volviendo al tema del que partimos, se considera la situación de las asociaciones y movimientos en la Iglesia, se encuentra que su regimentación se impone con determinación. Los grandes movimientos se normalizan, los refractarios son presionados y los que se resisten son combatidos abiertamente. No creo que hayamos visto nunca una serie tan extensa de comisariados, visitas apostólicas, centralización del poder eclesial y miedo a las represalias como en este pontificado.
Juan Pablo II y Benedicto XVI fueron considerados pontífices autoritarios, centrados en la doctrina y poco tolerantes con los “desvíos”. El Papa Francisco, en cambio, se muestra como un progresista bastante decidido. Antes eran los progresistas los que se quejaban de que a la Iglesia “le faltaba el aliento”, pero, ahora que el progresismo se ha encumbrado, le falta el aliento mucho más que antes. Ésta es la extrañeza que hay que explicar. Los centristas e intimidadores deben ser los guardianes de la conservación, los que tratan de impedir el cambio. ¿Cómo es que, en cambio, la nueva Iglesia progresista es la que dice más “no”, la que proscribe, la que condena al encierro, la que amenaza con represalias si no te adaptas a los cambios ordenados? ¿Por qué es la nueva Iglesia libertaria la que reduce la libertad?
Juan Pablo II y Benedicto XVI pensaron que el Espíritu podía suscitar vocaciones y carismas que podían ser canalizados dentro del gran río de la Iglesia. Había que ayudarles a permanecer en la Iglesia, ciertamente, pero por razones y en modalidades sustanciales y no de procedimiento. Ahora, en cambio, parece que hay prisa por alcanzar cuanto antes los objetivos de la reforma hacia la que hay que marchar rápidamente y a cualquier precio, y que para ello es necesario cerrar filas.