Los dolores de san José, un medio para la gloria
La devoción a los “Siete dolores y siete gozos de san José” nos ayuda a meditar sobre algunos de los mayores misterios de la vida oculta de Jesús desde la perspectiva interior del esposo de María. La venerable María de Ágreda cuenta cómo sufrió varias enfermedades durante varios años antes de morir, transmitiéndonos dos grandes lecciones: cómo vivir la enfermedad y el ejercicio de la caridad hacia los enfermos.
Hablando de la “Pasión” de san José (ver aquí), ya hemos mencionado la intensidad de la angustia interior que el santo sintió al conocer el misterioso embarazo de María. Éste es el primero de los siete dolores tradicionalmente asociados al padre virginal de Jesús, en base a otros tantos episodios narrados en los Evangelios. Es el origen de la práctica titulada “Li septe Pater nostri de san Joseph” (Los siete Padrenuestros de san José), que apareció como apéndice de un libro, fechado en 1536, del capuchino Giovanni da Fano. El fraile contó que, tras salvar a dos hermanos del naufragio, san José les dijo: “Yo soy San José, dignísimo esposo de la Santísima Madre de Dios, a quien tanto os habéis encomendado (...). Y últimamente he implorado a la infinita clemencia divina que quien rece cada día, durante todo un año, siete Padrenuestros y siete Avemarías, meditando los siete dolores que tuve en el mundo, obtenga de Dios toda gracia conforme a su bien espiritual”.
El mismo patriarca glorioso reveló los siete dolores, a los que la piedad josefina añadió más tarde siete alegrías. La devoción a los “Siete Dolores y Siete Gozos de San José” ha recibido varias indulgencias a lo largo de los siglos desde Pío VII. Una versión oficial se encuentra en el Enchiridion Indulgentiarum (1952, pp. 341-345). Su valor es evidente. De forma similar a la antigua práctica en honor a “Nuestra Señora de los Siete Dolores”, ayuda a meditar sobre algunos de los mayores misterios de la vida oculta de Jesús, adoptando la perspectiva interior de san José. En concreto se contemplan: la angustia por el embarazo de María y la alegría por el anuncio del ángel en sueños (I), el nacimiento de Jesús en la gruta de Belén (II), la circuncisión de Jesús y la imposición de su nombre (III), la presentación en el templo (IV), la huida a Egipto (V), el miedo a Arquelao y el regreso a Nazaret (VI), la pérdida y el hallazgo de Jesús (VII).
Esta lista, por supuesto, no agota las penas que llenaron la vida terrenal de José, que fue un digno padre del Redentor también en la forma en que vivió sus sufrimientos. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lc 9,23). Antes de que Jesús transmitiera a sus discípulos esta enseñanza que a los oídos del mundo suena desagradable, José ya la había puesto en práctica, ajustándose en todo, día tras día, a la voluntad divina. Dada su eminente santidad, no podía ser de otra manera. Dado que el sufrimiento, ofrecido al Padre por Su plan de salvación, hace al hombre más parecido a Jesús, José tuvo que ser probado en gran medida.
Ya se ha mencionado la importancia del patrocinio de san José en la buena muerte (ver aquí), pero también puede ser útil intentar comprender mejor cómo llegó a su propia muerte. Los Evangelios no nos dicen nada al respecto. Entre las revelaciones privadas, es de gran interés el relato que hace la venerable María de Ágreda († 1665) de los últimos años de la vida del padre de Jesús. La mencionamos brevemente, remitiendo para el resto a su lectura completa, que abarca tres capítulos de la Mística Ciudad de Dios (capítulos 13-15, Libro V). En la obra, que ha gozado del favor de varios Papas a lo largo de los siglos, leemos que José, en torno a los 52 años, tuvo que abandonar el trabajo manual a su pesar “porque los trabajos, las peregrinaciones y las tribulaciones que había soportado para mantener a su esposa y al Señor del mundo le habían debilitado más que la edad misma”. Se puede imaginar la postración en la que tuvo que encontrarse José, que ya no podía atender a lo más querido para él, Jesús y María, sino que tenía que dejarse servir en todo. Según Ágreda, el santo acabó cediendo a la dulce insistencia de la Virgen que, con su cuerpo virginal en pleno vigor y “en natural perfección” (según el relato de la venerable, María tenía entonces 33 años y habían pasado 19 desde la boda), comenzó a trabajar con más ahínco que antes, hilando y tejiendo.
En este estado, José pudo dedicarse más a la contemplación y al ejercicio heroico de virtudes como la paciencia, la resignación y la humildad. Además, a causa de la gratitud que sentía hacia Jesús y María, que le consolaban y asistían con todos los cuidados en sus dolencias, su corazón se inflamó de un amor tan grande que superó a todos los santos, excepto a su esposa. La Virgen, por su parte, viendo el modo en que José soportaba el peso de sus enfermedades -incluyendo fiebres, fuertes dolores de cabeza, dolores atroces en las articulaciones del cuerpo- y conociendo sobrenaturalmente los misterios de su corazón, sintió una veneración cada vez más intensa por su marido. Y alabó a Dios por Sus santos designios, que consistían precisamente en hacer que José recorriera “este camino real” -el de la Cruz- para aumentar sus méritos eternos. Este estado de enfermedad le acompañó durante ocho largos años, agravándose en los tres últimos, en los que la Virgen multiplicó sus cuidados, ayudada por el propio Jesús. “Nunca ha habido, ni habrá, otro enfermo tan tiernamente atendido y cuidado”, escribe Ágreda.
Hay aquí, por tanto, al menos una doble enseñanza: el abandono a la voluntad de Dios en la enfermedad y el ejercicio de la caridad hacia los enfermos. Este ejercicio, que es “una de las obras virtuosas más agradables al Señor y más fecundas para las almas”, según reveló la Virgen a la mística española, “cumple gran parte de la ley natural que enseña a hacer a los demás lo que quisiéramos que nos hicieran a nosotros”. Son enseñanzas que nuestras sociedades, como resultado de un creciente alejamiento de las verdades divinas, van olvidando. Pero hay que recuperarlas.