Lloremos las lágrimas que Judas no quiso llorar
En cada Eucaristía vuelve esta pregunta y Dios espera nuestra respuesta: una respuesta de hechos, de gestos, de opciones. Reconozcamos sinceramente que el orgullo es el veneno de la historia humana. Para Jesús, Judas sigue siendo siempre el amigo esperado y el hijo perdido que falta en el corazón del Padre.
“Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los apóstoles y les dijo: «Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer »” (Lc 22,14-15).
Hoy Jesús nos dice las mismas palabras: es Él quien ahora nos llama y nos reúne; es Él quien ahora celebra la Misa; es Él quien ahora guía este encuentro y nos atrae hacia una vida nueva: la vida de la Caridad, la vida de Dios, ¡la vida que todos buscamos!
Pero, ¿cómo debemos celebrar la Misa para que sea un encuentro con Cristo? ¿Cómo se participa en la Eucaristía? Sólo Cristo puede enseñarnos esto, porque Él es el maestro: ¡mirémosle, escuchémosle!
Jesús nos revela que Dios es humilde.
En el cenáculo, ante el asombro de todos, antes de celebrar la Primera Misa de la historia, Jesús se levanta de la mesa y, tomando el papel de esclavo, comienza a lavar los pies de los apóstoles. Pedro se convierte en la voz del escándalo de todos los siglos y le dice: “¡No me lavarás los pies jamás!”. (Jn 13,8).
Pedro dice lo que todos pensamos: no queremos un Dios humilde, pero Dios es humilde; no queremos un Dios que se ponga en el último lugar, pero Dios se pone en el último lugar; no queremos un Dios sin orgullo, ¡pero Dios no tiene orgullo!
¿Podremos convertirnos a este Dios? ¿Seremos capaces de destruir el ídolo construido por nuestras propias manos para poner en el centro de nuestro corazón al Dios verdadero, al Dios humilde, al Dios que se hace servidor de todos los hombres?
En cada Eucaristía vuelve esta pregunta y Dios espera nuestra respuesta: una respuesta de hechos, de gestos, de opciones. Reconozcamos sinceramente que la soberbia es el veneno de la historia de la humanidad desde el principio hasta hoy. Es la soberbia la que ha dividido a la familia humana, es la soberbia la que ha desencadenado las guerras, es la soberbia la que ha hecho llorar a tanta gente y ha apagado la alegría que Dios había dado al hombre el día de la Creación.
Así que seamos humildes, bajemos de nuestros pedestales, mirémonos a nosotros mismos con benevolencia y mansedumbre: la Misa exige esta conversión para ser una Misa celebrada con Cristo.
Jesús nos revela que Dios es infinitamente misericordioso.
En la Última Cena, Jesús quitó el velo que oculta la traición de Judas: y también hoy quita el velo de la hipocresía con el que ocultamos nuestras traiciones. De hecho, Judas está en nuestros corazones: ¡todos somos sus hermanos!
¿Y cómo actúa Jesús?
“Cuando dijo estas palabras, Jesús se turbó en su interior y declaró: «En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me entregará». Los discípulos se miraban unos a otros, sin saber de quién hablaba. Uno de sus discípulos, el que Jesús amaba, estaba a la mesa al lado de Jesús. Simón Pedro le hace una seña y le dice: «Pregúntale de quién está hablando». El, recostándose sobre el pecho de Jesús, le dice: «Señor, ¿quién?». Le responde Jesús: «Es aquel a quien dé el bocado que voy a mojar». Y, mojando el bocado, lo toma y se lo da a Judas, hijo de Simón Iscariote. Y entonces, tras el bocado, entró en él Satanás.” (Jn 13,21-27).
Jesús revela la traición... con la esperanza del perdón. Lanza un rayo de luz en la oscuridad de Judas para que éste lo vea y sienta su horror.
Y el gesto del bocado ofrecido es un gesto de delicada atención: es una señal, es una invitación, es una mano extendida con la oferta sincera de una misericordia completa.
Judas, por desgracia, no quiso ser perdonado: ¡conocemos bien esta triste historia! El orgullo fue la tragedia de Judas.
Sin embargo, para Jesús, Judas sigue siendo siempre el amigo esperado y el hijo perdido que falta en el corazón del Padre. De hecho, la maldad del hombre, de cualquier hombre... nunca puede desanimar el deseo de Dios de perdonar.
¿Y nosotros? ¿En la Misa comulgamos con el Dios que perdona?
¿Somos una comunidad de perdón fácil, rápido, diario y generoso?
El que no perdona no conoce a Dios; el que no perdona está sin Dios: porque lo ha rechazado al rechazar el perdón.
Que lo que escribe el evangelista Juan en su primera carta se dé también hoy en nosotros: “¡Hemos creído en el amor que Dios nos tiene!”. Con esta fe repetimos el gesto divino del lavado de los pies.
Jesús nos revela que Dios es pobre.
Jesús, el Hijo de Dios vivo, eligió un establo de Belén para venir entre nosotros. Dijo de sí mismo: “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc 9,58).
Él, en la Última Cena, elige el pan y el vino, signos de pobreza, y los transforma en su prodigiosa Presencia.
Dios sólo está a gusto en la pobreza, porque Dios no puede poseer: Dios, en efecto, es tal don de sí mismo, que todo lo que tiene lo da; y por eso es el pobre, el infinitamente pobre, el verdadero pobre. La pobreza de Dios es la consecuencia inevitable de su Amor: el verdadero amor es un don de sí mismo; y quien da, no posee.
¿Y qué hay de nosotros? ¿Escuchamos la invitación a la pobreza que viene de la Eucaristía? ¿Sabemos leer la señal que Jesús ha puesto en nuestras manos?
“Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre” (Jn 6,27).
¡Éste es un tiempo bendito para escuchar la Palabra de Jesús!
Que la Misa de hoy sea realmente, para todos nosotros, una comunión con el Dios que Cristo nos ha dado a conocer: el Dios humilde, el Dios misericordioso, el Dios pobre.
Sin la conversión, nunca nos encontraremos con este Dios.