Las vidas de los mártires de Niza y lo que puede salvar Europa
Las lágrimas y la ira frente a una madre asesinada mientras rezaba, una anciana decapitada, un hombre apuñalado mientras servía a Dios con amor: son historias que sirven para comprender que silenciar las diferencias entre el Dios cristiano de la vida y el Dios islámico de la muerte es una fuente de conflicto. Sólo la proclamación de la fe de la que han dado testimonio estos mártires puede traer la paz al mundo. Como uno de ellos escribió poco antes de morir: “Pues él se abraza a mí, yo he de librarle; le exaltaré, pues conoce mi nombre… Y haré que vea mi salvación”.
Es como si la viéramos caminar por las calles de Niza cojeando aferrada a una muleta mientras, a pesar del semi confinamiento francés y la locura del miedo al coronavirus, llega a la catedral de Notre Dame. Ella, una mujer discapacitada de setenta años perteneciente a la frágil categoría (pero a menudo más valiente y confiada) de las personas mayores, había pensado que valía la pena ir a rezar a su Señor. De esta manera nos ha recordado a los occidentales, con el ídolo de la salud y el control, que hay algo más valioso que la vida. Y que hay un lugar que es más seguro que cualquier vivienda. Y así, al correr el riesgo de estar con su Dios presente en persona en el tabernáculo, fue decapitada al grito de “allahu akbar” por el tunecino Brahim Aouissaoui, de 21 años de edad, y fue herida con tal violencia que los que vieron las fotos de su cadáver se estremecieron. Así que, yendo a buscar la salvación, esta anciana encontró la muerte. Una hermosa paradoja para el mundo que ya no sabe lo que es el martirio.
Especialmente si cerca de ella estaba Simone Barreto Silva (en la foto de arriba), una madre brasileña de 44 años que había vivido en Niza durante más de 30 años, que había ido a la catedral para la misa, o simplemente para encender una vela mientras quizás iba de camino al trabajo después de besar y abrazar a sus tres hijos pequeños, a los que esperaba volver a ver por la tarde. Con esa expectativa que sólo una madre puede experimentar cada día con una intensidad que no disminuye, a diferencia de otros sentimientos y afectos humanos. Una madre cristiana como muchas otras que, teniendo hijos a una edad temprana, entra en la Iglesia tan pronto como puede, llevando a sus seres queridos en su corazón ante Jesús o la Virgen para pedir protección. Para pedir que sean Suyos, como hizo Silva en su perfil de Facebook donde la foto de la portada es el rostro de Jesús con las palabras “Yo soy el que te ama” y donde en un post citó Jeremías 1,19: “Harán guerra contra ti pero no te ganarán, porque yo estoy contigo para salvarte. Oráculo del Señor”. Sin embargo, el Dios cristiano que da la vida parece un perdedor contra los hijos del Dios islámico que quiere la muerte.
¿Y qué decir del sacristán de la catedral, Vincens Loques (en la foto de la izquierda) un hombre de 54 años, padre de dos hijas, descrito por el párroco como alguien que “amaba la iglesia donde trabajaba. Intentaba embellecerla constantemente. Estaba muy ocupado con los preparativos para el Día de los Santos y se preparaba para hacer, como cada año, un magnífico belén”? En Le Figaro, el sacerdote Gil Florini, párroco de la iglesia de Saint-Pierre-d'Arène, habla de él como “un hombre común, en el buen sentido de la palabra: bello, abierto” y una feligresa ha declarado a Le Parisien que “ayudaba mucho al sacerdote... Era muy discreto y muy eficiente. No hablaba mucho”. ¿Y esta sería la recompensa de Jesús para aquellos que le sirven?
Ciertamente, Occidente tiene responsabilidades. No se puede evitar la pregunta de cómo hemos llegado a correr el riesgo de ser masacrados en las iglesias (por lo tanto a causa de la fe) en la Francia de la laicité como respuesta al desenfrenado y violento islamismo. Y no puede evitarse porque en lugar de estas tres personas podría haber estado cualquiera que tuviera esa pizca de fe suficiente para visitar al Señor. En su lugar podría haber estado nuestra madre, uno de nosotros o el sacristán de la iglesia de nuestra ciudad. Y ciertamente en su lugar habrá otros cristianos como nosotros si seguimos creyendo que al silenciar políticamente la violencia de los seguidores de Mahoma, estos abandonarán las armas. La única respuesta al Islam es, de hecho, la de estos tres mártires. Es decir, la de un cristianismo profesado.
Esta abuela, esta madre y este sacristán son, de hecho, testigos del poder de la fe en un Dios que se sirve de la muerte para dar la vida eterna en un momento en que hemos dejado espacio a la mentalidad mundana que tiene más esperanza en la ciencia que en Él. Esa mentalidad que ha dejado a Jesús encerrado y solo en los tabernáculos europeos en los meses en que más necesitábamos apoyarnos en su omnipotencia y que ha hecho desaparecer de la predicación católica el sacrificio, la abnegación y la lucha (incluso contra los monstruos que odian la vida) como el camino de la salvación para nosotros y para el mundo.
Parece casi como si para Dios hubiera sido suficiente que tres simples cristianos arriesgaran sus vidas un mínimo para permitir a cambio que se les pidiera toda. Recordemos que la razón de nuestra existencia es la perenne gloria a la que los mártires tienen prometida la entrada inmediata. Así, a esa anciana que fue a buscar consuelo, Dios le dio el infinito. De la misma manera, Jesús no ha dejado caer en saco roto las oraciones de una madre, convirtiéndola en una santa mártir en el cielo por sus hijos sufrientes, a los que saludó así antes de morir: “Decidle a mis hijos que los quiero”. Mientras que el sacristán que ha servido a la casa de Dios durante años hoy, además de disfrutar de la morada donde ya no hay dolor, trabajo o aflicción, clama al mundo la victoria de Cristo.
Únicamente desde esta perspectiva, sólo cristiana, se puede entender que no es una burla el destino de una mujer como Silva, a la que le encantaba hablar de Dios en su perfil de Facebook y a menudo posteaba el Salmo 91 casi como un presagio: “Tú que habitas al abrigo del Altísimo y a la sombra del Todopoderoso, di al Señor: ‘Mi refugio y mi fortaleza, mi Dios, en quien confío’. ... No temerás el terror de la noche, ni la flecha que vuela de día, ni la peste que avanza en las tinieblas, ni el azote que hace estragos al mediodía... A ti no te alcanzará... Porque tu refugio es el Señor, y has hecho del Altísimo tu morada... Él se abraza a mí, yo he de librarle; le exaltaré, pues conoce mi nombre… Y haré que vea mi salvación”.
Hoy lloramos ante las imágenes de la vida de estas tres víctimas, pero gracias a ellas también nos agitamos, porque comprendemos que despertar la fe dormida y difundir la paz que tanto necesita en el mundo no se consigue silenciando las diferencias, sino profesando el credo que ha configurado Occidente y entregando nuestras vidas al Dios que muere para salvar a sus hijos de los que los quieren muertos.