La octava de Pentecostés, un tesoro que hay que devolver a los fieles
Desde muchos frentes se reclama el regreso de la octava de Pentecostés, suprimida por la reforma litúrgica. Hoy en día solo se celebra en Navidad y Pascua, pero en el pasado muchas fiestas se prolongaban “indefinidamente”, porque ocho días es el número de la eternidad.

En la tradición litúrgica, las octavas han ocupado un lugar muy importante. Cada solemnidad, y posteriormente también otras fiestas importantes, tenían su octava. Durante los siete días consecutivos a la fiesta, la liturgia continúa cantando su misterio y proponiendo su gracia particular bajo el velo de los signos. Misterio y gracia que, por así decirlo, se dilatan y permiten a los fieles penetrar en ellos y a su vez dejarse penetrar por ellos.
Pero, ¿por qué ocho días y no siete o nueve? Porque el ocho es el número de la eternidad. Siete son los días de la creación, que marcan la realidad del tiempo; pero el tiempo está orientado hacia el día único de la eternidad (el octavo, precisamente), y ya ha sido alcanzado por él. El octavo día, el definitivo, que nunca terminará, no conocerá ninguna vicisitud, ningún antes ni después, es el día de la vida nueva, ya incipiente en el tiempo del siete, pero aún no plenamente revelada y vivida. El octavo día es el de la Resurrección de Cristo, que el evangelista Juan (cf. Jn 20, 19) indica como el primer día después del sábado (que es precisamente el séptimo día), el día en que la humanidad del Hijo de Dios entra en la dimensión de lo eterno y da origen a una nueva creación, a la estirpe de la humanidad renovada, de la que él es cabeza y nosotros miembros. Por eso los antiguos baptisterios eran octogonales: el bautismo es el sacramento de la vida nueva, precisamente porque nos introduce en Cristo resucitado. Además, son ocho las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1-12), que indican la nueva vida del cristiano y vinculan profundamente la vida terrenal, marcada por la pobreza, la aflicción y la persecución, con la recompensa eterna, recompensa que ya comienzan a saborear aquellos que renuncian a todo y, sobre todo, a sí mismos, para entrar en la vida de Cristo.
Tampoco se puede negar la gran importancia pedagógica de las octavas. El conocimiento del hombre no se caracteriza por la pura inteligencia, como la angelical, sino por el razonamiento, el proceso, la penetración progresiva. Así también, en general, su vida está marcada por la repetición, que favorece mejor el aprendizaje. Por tanto, la “prolongación” de las fiestas litúrgicas en sus octavas permite al hombre sumergirse mejor en ellas, saborearlas más tiempo, extender el tono particular de esa fiesta en el tiempo, impidiendo así que la fiesta litúrgica “se escape”. El tiempo profano resulta así más fuertemente impregnado y marcado por el ritmo del tiempo litúrgico.
Las octavas ya habían sido ampliamente “reducidas” anteriormente, pero con la última reforma litúrgica del Rito romano solo quedan las de Pascua y Navidad. Entre las octavas mayores llama la atención la abolición de la octava de Pentecostés, que, al igual que la de Navidad, se remonta a principios del siglo VIII. La motivación fue restablecer los cincuenta días del tiempo pascual, las siete semanas, que con la inserción de la octava de Pentecostés se habían convertido en ocho; además, se decía que Pentecostés debía cerrar el tiempo de Pascua: no parecía tener sentido que un domingo de cierre del septenario de las semanas diera origen a una octava.
Sin embargo, las dos objeciones parecen bastante frágiles y poco aceptables. En primer lugar, porque la “matemática litúrgica” no tiene los mismos criterios que la aritmética, ya que desde el punto de vista litúrgico la octava forma en realidad un único día “prolongado”. En cuanto al segundo aspecto, hay que señalar que la solemnidad de Pentecostés no es un simple cierre de un tiempo, sino una fiesta litúrgica con connotaciones propias que la distinguen tanto de la Pascua como de la Ascensión (que a su vez tenía una octava, aunque de menor grado).
También se adujo la razón de que, con la abolición de la octava, la Témpora de verano se liberaría de un supuesto vínculo antinatural con Pentecostés. Sin embargo, la realidad muestra que las Cuatro Témporas han desaparecido prácticamente del calendario litúrgico. El argumento tampoco tiene en cuenta que el vínculo con el verano, y en particular con la cosecha del trigo, ya estaba firmemente establecido en la Pentecostés judía. De hecho, la fiesta de Shavuot también se llamaba “fiesta de la cosecha” o “fiesta de las primicias”, porque se llevaban al Templo de Jerusalén los Bikkurim (primicias) de trigo, higos, cebada, uvas, aceitunas, granadas y dátiles.
De esta manera, la Iglesia perdió un tesoro inestimable por decisión de un grupo de liturgistas, un tesoro que ahora solo se conserva en el antiguo rito romano. Cada día de la Octava, la liturgia de la Misa, después de la lectura, prevé el hermoso canto del Aleluya, con el versículo Veni, Sancte Spíritus, reple tuórum corda fidélium, et tui amóris in eis ignem accénde –“Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”-. El versículo se canta de rodillas y es seguido inmediatamente por la Secuencia Veni, Sancte Spíritus.
Se da especial énfasis a la Hora Tercera, que corresponde a la hora en que el Espíritu Santo se derramó sobre los Apóstoles reunidos en el cenáculo, según lo relatado en el discurso que el apóstol Pedro, en nombre de los Once, dirigió a los presentes en Jerusalén con motivo de la fiesta judía de Pentecostés: “Varones judíos y todos los que estáis en Jerusalén, sabed que esto es lo que ha sucedido. Estos hombres no están ebrios, como vosotros suponéis, pues son solo las nueve de la mañana. Es lo que anunció el profeta Joel: En los últimos días, dice el Señor, derramaré mi Espíritu sobre toda carne” (Hch 2, 14-17). El himno Nunc, Sancte, nobis Spíritus es sustituido por el Veni, Creátor Spíritus, que también se canta en Vísperas. El resultado de estas disposiciones es que durante los días de la octava se eleva desde la Iglesia una invocación incesante al Espíritu divino para que descienda sobre ella, penetre en el corazón de sus fieles, ilumine, sane, purifique y fortalezca.
Ahora, más de cincuenta años después de la reforma litúrgica querida por Pablo VI, cada vez más sectores de la Iglesia piden con insistencia que se reestablezca la octava de Pentecostés. En una época en la que todo parece secularizado, incluso la vida de la Iglesia, el sensus fidei fidelium, cansado de que se le ofrezca agua estancada y salobre en vasos agrietados, expresa su sed de agua viva que brota del Señor Jesús, su Espíritu “que es Señor y da la vida”.