La Cuaresma, una ocasión de alegría por el encuentro con Cristo
Con la celebración de hoy iniciamos un camino en el que debemos tomar conciencia de que la verdad de Cristo se vuelve a presentar cada día, es decir, estamos llamados a redescubrir cada día la fuerza saludable de su presencia y a sentir que es un camino seguro que la Iglesia nos invita a recorrer.
Es importante recuperar lo que la liturgia nos propone en los momentos más fuertes del año, en sus aspectos más significativos y en la estela de la tradición. El Miércoles de Ceniza es una antigua y hermosa celebración con la que la Iglesia inicia el camino de la Cuaresma. Nos ayuda a comprender que no se puede iniciar un camino, como el de la Cuaresma, sin tener conciencia del cansancio, de asumir la decepción y la tristeza, consecuencias inevitables de una vida que no se apoya en Cristo.
Sin embargo, junto a todo esto, debemos tener presente desde el principio que se trata de un camino en el que tenemos que concienciarnos de que la verdad de Cristo se vuelve a presentar cada día; estamos llamados, por tanto, a redescubrir cada día la fuerza de su presencia y a sentir que es un camino seguro que la Iglesia nos invita a recorrer. El hombre no teme el hecho de tener que caminar y, por tanto, cansarse, sino que teme un camino incomprensible del que desconoce el resultado o, peor aún, de cuya positividad duda.
Nuestro corazón, por tanto, no puede ni debe estar determinado única y principalmente por la conciencia de nuestras limitaciones, de los errores de los que somos responsables, de nuestra vulnerabilidad ante la mentalidad del mundo. No debemos insistir sólo en el mal, sino recuperar plenamente el sentido de esa alegría cristiana que ha revestido nuestra existencia como consecuencia del encuentro con nuestro Señor Jesucristo, presente y activo en la Iglesia. Cada uno de nosotros es verdaderamente (y no se dice por decir) hijo de Dios, hasta el punto de que podemos llamar a Dios con el apelativo de Padre, dirigiéndole, cada día, la oración en la que emerge más claramente nuestra confianza en Él, la oración del Padre Nuestro.
Por tanto, el período de Cuaresma debe considerarse en primer lugar el período en el que la Iglesia abre su corazón, con renovada dulzura y ternura, al misterio de la presencia de Cristo; lo redescubre vivo -me atrevo a decir, repitiendo una fórmula muy querida por Don Giussani- “dentro de los huesos y la sangre de la vida”. Es el misterio de una presencia que nunca se aleja de nosotros, que nos abraza con fuerza, que nos atrae hacia sí. Recuerdo con gran emoción la imagen que san Ambrosio daba de la liturgia de la Cuaresma: en el período de la Cuaresma es como si estuviéramos envueltos en la presencia de Cristo para que no nos deje, para que no nos abandone, para que no haya un vacío entre su presencia y nuestra vida. Cristo es, de hecho, la presencia de Dios en nuestras vidas. Durante la Cuaresma, es como si Cristo nos sostuviera cerca de él, pidiéndonos que no sustituyéramos esta maravillosa presencia Suya por otra cosa.
Esto hace que nuestra vida esté llena de alegrías y tristezas. Alegría porque el Señor está presente y nunca nos abandona. Tristeza porque a menudo nos sorprendemos a nosotros mismos sustituyendo Su presencia por algo que parece corresponder más. Este es el pecado en la vida cristiana: pensar que puede haber algo que sustituya Su presencia.
El Señor es una presencia incuestionable y tierna. Incuestionable porque invade todos los espacios de la vida. Tierna porque el Señor da a nuestra vida su verdadero sentido, su profundo significado.
Por eso, comenzar de nuevo el camino de la Cuaresma significa encaminar nuestros pasos hacia el único camino que nunca nos defraudará. El camino que estamos llamados a seguir en pos de Cristo es un camino seguro, porque el Señor guía nuestros pasos por esa vía cierta que, día tras día, minuto tras minuto, abre nuestro corazón a Aquel que, de manera única, no puede traicionar ni mentir. Y esto es lo que hace que nuestra vida sea maravillosa.
* Arzobispo emérito de Ferrara-Comacchio