La caridad nunca puede contradecir los mandamientos de Dios
El nuevo pontífice tendrá la tarea de retomar las riendas de la enseñanza moral de la Iglesia, aclarando los intentos de subversión que han llegado a teorizar un supuesto conflicto entre la caridad y la ley divina, que, por el contrario, hay que recuperar como fundamento de una vida moralmente buena.

Con vistas al próximo Cónclave, publicamos una serie de artículos de fondo inspirados en el documento firmado por Demos II (redactado por un cardenal anónimo) que establecía las prioridades del próximo cónclave para reparar la confusión y la crisis creadas por el pontificado de Francisco.
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El pontificado de Francisco ha sido calificado por muchos, dentro y fuera de la Iglesia, como el pontificado de la misericordia. Pero, si lo miramos bien, durante los años del pontificado que acaba de terminar hemos visto surgir e imponerse una posición que puede considerarse una verdadera “herejía de la caridad”, es decir, una corrupción tanto de la caridad como de la misericordia misma. Lo que se ha insinuado en algunos documentos del Pontífice, como por ejemplo en la exhortación Amoris Lætitia, ha sido abiertamente defendido por quien el Papa ha elegido para presidir el Dicasterio para la Doctrina de la Fe, el cardenal Víctor Manuel Fernández, y caracteriza ya la línea predominante del Pontificio Instituto Teológico Juan Pablo II para las Ciencias del Matrimonio y la Familia y de la Pontificia Academia para la Vida, presidida por monseñor Vincenzo Paglia.
No hay duda de que la Revelación enseña el primado de la caridad (cf. Mt 22,34-40; Mc 12,28-34), principio unificador de toda la moral cristiana. Pero hay que entender este primado correctamente. Recordemos, en primer lugar, la diferencia entre caridad y misericordia, que se confunden a menudo. La caridad es una virtud teologal que une a Dios, “amado principalmente y por encima de todo [...] como causa de la bienaventuranza, mientras que el prójimo es amado como partícipe de su bienaventuranza” (cf. Summa Theologiæ II-II, q. 26, a. 2). La misericordia, en cambio, es esa espléndida virtud moral que nos lleva a compadecernos de la miseria de nuestro prójimo y que, por lo tanto, como virtud moral, debe estar regulada por la virtud de la prudencia y subordinada a la obediencia a Dios, reina de las virtudes morales (cf. Summa Theologiæ II-II, q. 104, a. 3). De ello se deduce que la misericordia nunca puede llevar a la desobediencia de los mandamientos divinos; ni la caridad, que es principalmente unión con Dios, puede exigir actos que entren en conflicto con los mandamientos, afirmación que supondría una contradicción manifiesta de la Revelación: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos [...]. El que acoge mis mandamientos y los guarda, ese me ama” (Jn 14, 15. 21).
Este supuesto conflicto entre la caridad (y la misericordia) y la ley divina ha sido teorizado por el último Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, precisamente debido a una errónea disminución de la caridad a simple amor fraterno y a una grave malinterpretación de la misericordia. La afirmación de que la caridad puede justificar actos contrarios a los mandamientos de Dios, como por ejemplo la anticoncepción, es un monstruoso malentendido que socava los fundamentos de la enseñanza moral católica. La caridad es, en efecto, la forma sobrenatural de toda virtud, que conduce al trono de Dios todo acto humano bueno; por lo tanto, presupone la bondad del acto que eleva, pero no transforma un acto desordenado en uno ordenado. Que durante este pontificado muchos prelados eminentes, nombrados por Francisco en puestos clave para la dirección de la Iglesia, hayan llegado al punto de afirmar que la caridad puede justificar la anticoncepción, o el recurso a la FIV, o incluso las relaciones more uxorio, es un signo inequívoco del abismo de tinieblas en el que han caído muchos pastores de la Iglesia.
El nuevo pontífice tendrá la tarea de retomar las riendas de la enseñanza moral de la Iglesia, maravillosamente enriquecida durante el pontificado de Juan Pablo II, aclarando estos intentos de subversión y recuperando el sentido de los mandamientos divinos como fundamento de una vida moralmente buena, que crece en la virtud y florece en la caridad. Ante un planteamiento moral cuya orientación fundamental se ha encallado (¿jesuíticamente?) en la búsqueda de lo que disminuye o elimina la responsabilidad moral de quien comete actos objetivamente desordenados, será necesario reaccionar con la propuesta de una vida íntegramente buena, posible gracias a la gracia divina y a la buena voluntad del hombre. La vida nueva que Cristo vino a traer, comunicada y sostenida por la vida sacramental y la oración, es una potencia que viene de lo alto, no un miserable compromiso de la fragilidad humana “ad excusandas excusationes in peccatis” (Sal 140, 4, Vulgata). Sigue siendo actual y descriptiva del nuevo paradigma moral la expresión irónica e icástica con la que Blaise Pascal, en la sexta de sus Cartas provinciales, estigmatizó la nueva moral predicada por algunos círculos jesuitas: “iam non peccant, licet ante peccaverint” (ya no se peca, mientras que antes se pecaba).
Otro tema que hay que retomar con urgencia es, sin duda, la relación entre ortodoxia y ortopraxis, tema que evidentemente no se refiere solo al ámbito de la vida moral cristiana; tema “roto” por una divergencia tal entre una y otra, que convierte a la primera en objeto de mera (y facultativa) erudición, incapaz de iluminar y dar forma a la segunda. En este contexto, en el ámbito moral, la praxis se ha transformado en una búsqueda sistemática de excepciones a la doctrina, que ahora sirve como un fondo de valores inalcanzable para unos pocos afortunados.
Por tanto, la doctrina ya no se considera una estructura arquitectónica sobre cuya solidez y estabilidad se desarrolla la vida, sino como un conjunto de límites flexibles puestos simplemente para poder evitarlos con agilidad. Partiendo del hecho de que la ley moral, debido a su universalidad, no es capaz de comprender los detalles del acto concreto porque depende siempre de sus circunstancias (de ahí la necesidad no solo de la prudencia, sino de la virtud en general, que reconoce y realiza el bien por inclinación), se deduce erróneamente que el acto moral, para poder corresponder a las circunstancias más variadas y diferentes, puede e incluso debe sobrepasar la “dureza” de la ley moral, contradiciéndola de hecho. También el recurso al término “discernimiento” y la hipertrofia patológica de la conciencia han acabado por erosionar el sentido de la ley natural y vaciar de contenido la existencia de los absolutos morales.
Se trata de problemas enormes que tienen repercusiones prácticas dramáticas en la vida y el destino eterno de millones de fieles. Parece que la “vida en abundancia” que el Señor vino a traer (cf. Jn 10, 10) se haconvertido de hecho en un riachuelo de aguas insalubres, que se han calificado errónea y engañosamente como el único “bien posible” que el hombre podría ofrecer concretamente a Dios. El verdadero “cambio de paradigma” puede resumirse así: el mal es bien y el bien es mal.
3. continúa
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