San Columbano por Ermes Dovico

Jueves Santo

El primer día del Triduo Pascual, el Jueves Santo, nos prepara para los misterios de la Pasión y nos vuelve a recordar lo que Jesús vivió en la víspera de su muerte en la cruz

Santo del día 01_04_2021 Italiano English

El primer día del Triduo Pascual, el Jueves Santo, nos prepara para los misterios de la Pasión y nos vuelve a recordar lo que Jesús vivió en la víspera de su muerte en la cruz, interrogando a cada fiel con las palabras del salmista: “¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo?”.

En el plano litúrgico, el Jueves Santo prevé la Misa Crismal celebrada por la mañana en las catedrales -durante la cual el obispo consagra solemnemente los óleos sagrados y, en particular, el Santo Crisma- y la Misa in Coena Domini. Esta última, que marca el comienzo real del Triduo, se oficia a última hora de la tarde, o por la noche, para conmemorar la Última Cena con los apóstoles, cuando “sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, Él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin”. (Jn, 13, 1).

En la Última Cena, Jesús y los Doce celebraron la Pascua judía, un memorial de la salvación que Dios le había dado a Israel, esclavo en la tierra de Egipto, “pasando más allá” de las casas de los judíos y manifestando su potencia liberadora. Así como la sangre del cordero en los marcos de las puertas había salvado a los primogénitos israelitas, así Jesús -el verdadero Cordero, anunciado por los profetas- manifestó que sólo su sacrificio es fuente de verdadera salvación. Fuente, por lo tanto, de liberación de la esclavitud del pecado, preludio de la nueva Pascua y gloria eterna para los que Lo aman. Él es Dios que se convierte en Siervo, enseña a los apóstoles a servirse los unos a los otros y, con el gesto del lavado de los pies, le da un vuelco a las ideas de grandeza típicas del mundo. Hasta el punto de condensar todo de esta manera: “Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros, como yo os he amado. Nadie tiene un amor más grande que este: dar la vida por los propios amigos”. Aquel como yo os he amado es el imperativo a vivir según la Divina Voluntad, en amor y verdad.

El designio de Misericordia que encierra la Última Cena tiene su culmen en la institución de la Eucaristía. De este modo, Jesús se entrega a sí mismo como “Pan de vida” para ayudar a cada uno a mantenerse firme frente al “misterio de la iniquidad” que oprime al mundo y ganar el combate espiritual. Sus palabras son muy claras en el acto de bendecir y partir el pan: “Tomad y comed. Este es mi cuerpo”. Y, nuevamente, después de la bendición del cáliz: “Bebed todos, porque esta es mi sangre de la alianza, derramada por muchos, en remisión de los pecados”. Él, el Sacerdote eterno, quiso instituir el sacramento del Orden Sagrado en la misma cena, para perpetuar por los siglos el don total de Sí mismo (“haced esto en memoria mía”) a través de su Iglesia, fundada en los apóstoles y, sobre todo, en Pedro. Él rezó por ellos y anunció tanto las persecuciones que sufrirían en su nombre, como los fieles que los seguirían: “Si me han perseguido, también os perseguirán a vosotros. Si han observado mi palabra, también observarán la vuestra”.

La traición y el arresto de Judas en Getsemaní nos recuerdan que Jesús es signo de contradicción, entre quien lo ama y quien rechaza el amor divino, que llega al sacrificio en la cruz del Unigénito. Entre quien, incluso en la debilidad humana, confía y pide el perdón a un Padre que lo amó primero, y quien no se reconoce como su hijo. Es por eso que Jesús se consuela en Pedro, a quien anuncia su negación, pero conociendo su fe: “Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido poder para zarandearos como el trigo, pero yo he rogado por ti, para que no te falte la fe. Y tú, después que hayas vuelto, confirma a tus hermanos”. (Lc 22, 31-32). Y se consuela en Juan -que al anunciar la traición reclinó su cabeza sobre el corazón de Jesús-, en los otros apóstoles y en todo su rebaño. Escribiendo sobre la Última Cena, la humildísima Sierva de Dios, Luisa Piccarreta, hace la siguiente comparación: “Es en esta hora solemne en la que, en los dos discípulos, están representados los dos pueblos: el réprobo y el elegido: el réprobo en Judas, que siente ya el infierno en el corazón; el elegido en Juan, que en Ti descansa y goza”.

Las revelaciones celestiales recibidas de Piccarreta ayudan a reflexionar sobre lo que Jesús sintió en el Huerto de los Olivos y lo que significa el pecado: «En esta agonía, el dolor más insoportable fue cuando todos los pecados fueron puestos ante Mí uno por uno, mi Humanidad no comprendía toda la enormidad, y cada delito llevaba la impronta “muerte a un Dios” [...]. Ante la Divinidad, la culpa Me aparecía tan horrorosa y más horrible que la muerte misma, al comprender lo qué significa el pecado, Yo Me sentía morir y realmente me estaba muriendo […]. Grité a todas las criaturas que tuviesen piedad de Mí, pero fue en vano» [cfr. L'Orologio della Passione].

Al final de la Misa vespertina del Jueves Santo, la Eucaristía se conserva en el “monumento” (el altar donde se reservan las Hostias consagradas, mientras que el resto de la iglesia, en general, permanece en la oscuridad y las campanas están en silencio). Es justo en este altar donde los fieles pueden adorar al Santísimo Sacramento hasta la tarde del Viernes Santo y meditar sobre los misterios de la Pasión, especialmente sobre la tristeza mortal que sintió Jesús en Getsemaní. Es el momento propicio para confortar a Nuestro Señor, como lo hizo María participando en sus dolores y como lo hizo el ángel que descendió al Huerto.