Jesús, la verdadera esperanza para la Tierra Santa y para el mundo entero
La dureza de la realidad no debe quitarnos la alegría de la Navidad, esa alegría que ya experimentaron, a pesar de las dificultades, José y María. Ese Niño entra en la historia de la humanidad como Príncipe de la Paz y heraldo de la Vida eterna: Él es la solución para Tierra Santa y para el mundo entero. De la homilía del card. Pizzaballa para la Misa de Nochebuena.
Publicamos a continuación el texto de la homilía preparada por el cardenal Pierbattista Pizzaballa, patriarca de Jerusalén de los Latinos, para la Misa de Nochebuena 2024 (Is 9, 1-16; Tit 2, 11-14; Lc 2, 1-14), en Belén.
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Queridos hermanos,
este año no tengo ningún problema en reconocer mi esfuerzo al anunciaros a vosotros que estáis aquí y a los que desde todo el mundo miran a Belén la alegría de la Navidad de Cristo. El canto de los ángeles de gloria, alegría y paz me parece desafinado después de un año agotador, lleno de lágrimas, sangre, sufrimiento, de esperanzas a menudo malogradas y planes de paz y justicia frustrados. El lamento parece sobrepasar el canto y la ira impotente parece paralizar todo camino de esperanza.
Me he preguntado mas de una vez en estas últimas semanas cómo vivir, si no superar, este cansancio, esta desagradable sensación de inutilidad de las palabras, incluso las de fe, ante la crudeza de la realidad, ante la evidencia de un sufrimiento que parece no querer terminar. Sin embargo, acudieron en mi ayuda los pastores navideños que, como yo y los obispos y sacerdotes de esta tierra, velaban por las noches cuidando su rebaño. Esa noche, que es ésta, escucharon a los ángeles y les creyeron. Y entonces decidí escuchar, nuevamente, la historia de la Navidad dentro del contexto doloroso en el que nos encontramos, no muy diferente del contexto de la época.
Como hemos escuchado:
«En aquellos días, un decreto de César Augusto ordenó que se hiciera un censo de toda la tierra. Este primer censo se hizo cuando Quirino era gobernador de Siria. Todos fueron a empadronarse, cada uno en su ciudad. También José, que era de la casa y familia de David, subió de la ciudad de Nazaret y de Galilea a Judea, a la ciudad de David, llamada Belén, para ser empadronado junto con María, su mujer, que estaba encinta» (Lc 2,1-5).
Me llamó la atención esta circunstancia: José y María viven la gracia de su Navidad, la verdadera Navidad, no de una manera, en un momento o en unas circunstancias decididas por ellos, o que les sean particularmente favorables. Una voluntad imperialista de poder dominaba entonces el mundo y pensaba que decidía su destino social y económico. Esta Tierra Santa nuestra estaba entonces sometida a los juegos de los intereses internacionales no menos que hoy. Un pueblo de pobres vivía empadronado, contribuyendo con su esfuerzo y trabajo al bienestar de los demás..... Sin embargo, sin quejarse, sin negarse, sin rebelarse, José y María van a Belén, preparados para la Navidad allí mismo. ¿Resignación la suya? ¿Cinismo? ¿Impotencia? ¿Ineptitud? ¡No! ¡Era fe! Y la fe, cuando es profunda y verdadera, es siempre una mirada nueva e iluminada sobre la historia, porque «¡el que cree, ve!».
¿Y qué vieron José y María? Vieron, a través de la palabra del Ángel, a Dios en la historia, al Verbo hecho carne, al Eterno en el tiempo, ¡el Hijo de Dios hecho hombre! Y eso es lo que vemos también aquí, esta noche, iluminados por la Palabra evangélica.
Vemos en este Niño el gesto inédito e inaudito de un Dios que no huye de la historia, no la mira indiferente desde lejos, no la rechaza indignado porque es demasiado dolorosa y malvada, sino que la ama, la asume, entra en ella con el paso delicado y fuerte de un Niño recién nacido, de una Vida eterna que consigue hacerse un espacio, en la dureza del tiempo, a través de corazones y voluntades dispuestos a acogerla. La Navidad del Señor está toda aquí: en su Hijo, el Padre se implica personalmente en nuestra historia y asume su carga, comparte su sufrimiento y sus lágrimas hasta el derramamiento de sangre, y le ofrece una salida de vida y esperanza.
Sin embargo, no entra en ella en competencia con los demás poderes de este mundo. El poder del amor divino no es simplemente más poderoso que el mundo, sino que es poderoso de un modo diferente. Este Niño, después de haber vivido plenamente nuestra vida, nos lo revelará con luminosa claridad: «Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores habrían luchado para impedir que fuera entregado... pero mi reino no es de este mundo» (Jn 18,36). El paso con el que Dios entra en la historia es el del Cordero, porque sólo el Cordero es digno del poder y la fuerza, y sólo a Él pertenece la salvación (cf. Ap 5, 12). Los Césares Augustos de este mundo están dentro del círculo vicioso del poder, que elimina a sus enemigos para crear siempre otros nuevos (y debemos constatarlo amargamente cada día). El Cordero de Dios, sin embargo, inmolado y victorioso, vence, porque vence de verdad, curando de raíz el corazón violento del hombre, con amor dispuesto a servir y a morir, generando así nueva vida.
María y José, si bien parecen obedecer pasivamente a una historia más grande que ellos, en realidad la han atravesado y dominado con el paso de quien mira a Dios y a su plan, y dejan entrar en el gloria y paz.
También nosotros podemos y debemos habitar esta tierra nuestra y vivir esta historia nuestra: pero no obligados, ni resignados ni, mucho menos, dispuestos a huir tan pronto sea posible. Somos llamados por los Ángeles de esta noche a vivirla con fe y esperanza. Como José y María, como los pastores, también nosotros debemos elegir y decidir: aceptar con fe el anuncio del ángel o seguir nuestro propio camino. Creer o abandonar. Decidirnos por Cristo y hacer nuestro el estilo de Belén, el estilo de quienes están dispuestos a servir con amor y a escribir una historia de fraternidad. O asumir el estilo de César Augusto, Herodes y tantos otros, y elegir pertenecer a quienes presumen de escribir la historia con poder y opresión.
El Niño de Belén nos toma de la mano esta noche y nos conduce con Él dentro de la historia, nos acompaña a asumirla hasta el final y a recorrerla con el paso de la confianza y la esperanza en Él.
No tuvo miedo de nacer en este mundo ni de morir por él (non horruisti Virginis uterum). Él nos pide que no tengamos miedo de los poderes de este mundo, sino que perseveremos en el camino de la justicia y de la paz. Podemos y debemos, como José y María, como los pastores y los magos, recorrer los caminos alternativos que el Señor nos indica, encontrar los espacios adecuados donde puedan nacer y crecer nuevos estilos de reconciliación y de fraternidad, hacer de nuestras familias y de nuestras comunidades las cunas del futuro de justicia y de paz, que ya ha comenzado con la venida del Príncipe de la Paz. Es cierto: somos pocos y tal vez incluso insignificantes en las constelaciones del poder y en el tablero de ajedrez donde se juegan las partidas de los intereses económicos y políticos. Somos, sin embargo, como los pastores, el pueblo al que está destinada la alegría de la Navidad y partícipes de la victoria Pascual del Cordero.
Por eso, sentimos particularmente dirigida a nosotros la invitación que el Santo Padre ha hecho resonar en toda la Iglesia hace pocas horas, cruzando el umbral de la Puerta Santa e inaugurando así el Jubileo 2025: somos peregrinos de la esperanza. Los cristianos no recorremos la historia como turistas distraídos e indiferentes, ni como nómadas sin rumbo arrastrados aquí y allá por los acontecimientos. Somos peregrinos, y aunque conocemos y compartimos las alegrías y las dificultades, los dolores y las angustias de nuestros compañeros de viaje, caminamos hacia la meta que es Cristo, la verdadera Puerta Santa abierta de par en par al futuro de Dios (cf. Jn 10,9). Nos atrevemos a creer que, desde que el Verbo se hizo carne aquí, en todas las carnes y en todos los tiempos, sigue haciendo fecundando la historia, dirigiéndola hacia la plenitud de la gloria. Por eso, queridos amigos, este mismo año, aquí mismo, tiene aún más sentido escuchar el canto de los ángeles que anuncian la alegría de la Navidad. Ahora mismo tiene sentido y es hermoso vivir el Año Santo del Señor, más aún, ¡el Año Santo que es el Señor! ¡Porque ese canto no desafina, sino que hace desafinar los ruidos de la guerra y la retórica vacía de los poderosos! Ese canto no es demasiado débil, sino que resuena con fuerza en las lágrimas de quienes sufren, y nos anima a desarmar la venganza con el perdón. Podemos ser peregrinos de esperanza incluso en las calles y entre las casas destruidas de nuestra tierra, porque el Cordero camina con nosotros hacia el trono de la Jerusalén celestial.
El año del jubileo, según la tradición bíblica, es un año especial en el que se libera a los presos, se cancelan las deudas, se devuelven las propiedades e incluso la tierra descansa. Es un año en el que se experimenta la reconciliación con el prójimo, se vive en paz con todos y se promueve la justicia. Un año de renovación espiritual, personal y comunitaria. Esto sucede porque, con el jubileo, es Dios quien primero cancela todas las deudas con nosotros. Es el año de la reconciliación entre Dios y el hombre, donde todo se renueva. Y Dios quiere que esta reconciliación se complete en la renovación de la vida y de las relaciones entre los hombres. Este es mi deseo para esta nuestra Tierra Santa, que necesita más que nadie un verdadero jubileo. Necesitamos un nuevo comienzo en todos los ámbitos de la vida, una nueva visión, el valor de mirar al futuro con esperanza, sin rendirnos al lenguaje de la violencia y del odio, que en cambio cierran toda posibilidad de futuro. Que nuestras comunidades experimenten una verdadera renovación espiritual. Que haya también este nuevo comienzo para nosotros en Tierra Santa: que se perdonen las deudas, que se libere a los prisioneros, que se devuelvan las propiedades, y que se inicien con valentía y determinación caminos serios y creíbles de reconciliación y de perdón, sin los cuales nunca habrá verdadera paz.
Quiero dar las gracias a nuestros hermanos de Gaza, con quienes pude reunirme de nuevo recientemente. Os renuevo, queridos hermanos y hermanas, nuestras oraciones, nuestra cercanía y nuestra solidaridad. No estáis solos. Verdaderamente sois un signo visible de esperanza en medio del desastre de destrucción total que os rodea. Pero no estáis destruidos, seguís unidos, firmes en la esperanza. ¡Gracias por vuestro maravilloso testimonio de fuerza y paz!
Mis pensamientos también están con vosotros, queridos hermanos y hermanas de Belén. Este año también ha sido una Navidad triste para vosotros, marcada por la inseguridad, la pobreza y la violencia. El día más importante para vosotros se vive una vez más bajo el signo del cansancio y a la espera de días mejores. También a vosotros os digo: ¡ánimo! No debemos perder la esperanza. Renovemos nuestra confianza en Dios. Él nunca nos deja solos. Y aquí, en Belén, celebramos a Dios-con-nosotros y el lugar donde se dio a conocer. Ánimo. ¡Queremos que el mismo anuncio de paz de hace dos mil años siga resonando en todo el mundo desde aquí!
Así que, con los pastores, vayamos a ver de nuevo este acontecimiento que el Señor nos ha dado a conocer. Celebremos también la Navidad con los signos externos de la celebración, porque nos ha nacido un Niño que ha llenado de esperanza la historia y el mundo entero. ¡Transformo el dolor en dolores de parto, y nos ha dado a todos la oportunidad de anticipar el amanecer de un mundo nuevo!