Israel-Hamas, Pizzaballa: «El odio se vence mirando a Jesús»
El fin de la guerra entre Israel y Hamás sería un buen primer paso, pero no significaría el fin de un conflicto alimentado por el odio. Solo en Jesús crucificado y resucitado, que nos ha dado amor y perdón, está la clave para poner fin a tanto mal. De la carta del card. Pizzaballa, patriarca de Jerusalén de los Latinos.
A continuación publicamos una traducción de la carta íntegra escrita a su diócesis por el cardenal Pierbattista Pizzaballa, patriarca de Jerusalén de los Latinos, con motivo del segundo aniversario del inicio de la guerra entre Israel y Hamás (7 de octubre de 2023).
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A toda la diócesis del Patriarcado Latino de Jerusalén
Queridos hermanos y hermanas:
¡Que el Señor os dé paz!
Hace dos años que la guerra ha absorbido gran parte de nuestra atención y energía. A estas alturas, todos sabemos tristemente lo que ha ocurrido en Gaza. Continuas masacres de civiles, hambre, desplazamientos repetidos, dificultades para acceder a los hospitales y a la atención médica, falta de higiene, sin olvidar a quienes están detenidos contra su voluntad.
Sin embargo, por primera vez, las noticias hablan finalmente de una posible nueva página positiva, de la liberación de los rehenes israelíes, de algunos prisioneros palestinos y del cese de los bombardeos y de la ofensiva militar. Es un primer paso importante y largamente esperado. Aún no hay nada del todo claro y definido, todavía hay muchas preguntas sin respuesta, queda mucho por definir y no debemos hacernos ilusiones. Pero nos alegra que haya algo nuevo y positivo en el horizonte.
Esperamos el momento de alegrarnos por las familias de los rehenes, que por fin podrán abrazar a sus seres queridos. Deseamos lo mismo para las familias palestinas, que podrán abrazar a quienes regresan de la cárcel. Nos alegramos sobre todo por el fin de las hostilidades, que esperamos que no sea temporal, y que traerá alivio a los habitantes de Gaza. Nos alegramos también por todos nosotros, porque el posible fin de esta horrible guerra, que realmente parece ya cercano, podrá marcar por fin un nuevo comienzo para todos, no solo para israelíes y palestinos, sino también para todo el mundo. Sin embargo, debemos mantener los pies en la tierra. Aún queda mucho por definir para dar a Gaza un futuro tranquilo. El cese de las hostilidades es solo el primer paso, necesario e indispensable, de un camino insidioso, en un contexto que sigue siendo problemático.
Además, no debemos olvidar que la situación sigue deteriorándose también en Cisjordania. Son ya cotidianos los problemas de todo tipo a los que se ven obligadas a enfrentarse nuestras comunidades, sobre todo en los pequeños pueblos, cada vez más rodeados y asfixiados por los ataques de los colonos, sin una defensa suficiente por parte de las autoridades de seguridad.
En resumen, los problemas siguen siendo muchos. El conflicto seguirá siendo durante mucho tiempo parte integrante de la vida personal y comunitaria de nuestra Iglesia. En las decisiones que tomamos sobre nuestra vida, incluso las más triviales, siempre debemos tener en cuenta las dinámicas retorcidas y dolorosas que provoca: si las fronteras están abiertas, si tenemos los permisos, si las carreteras estarán abiertas, si estaremos seguros.
La falta de claridad sobre las perspectivas futuras, que aún están por definir, contribuye además a la sensación de desorientación y aumenta el sentimiento de desconfianza. Pero es precisamente aquí donde, como Iglesia, estamos llamados a decir una palabra de esperanza, a tener el valor de una narrativa que abra horizontes, que construya en lugar de destruir, tanto en el lenguaje que utilizamos como en las acciones y gestos que realizamos.
No estamos aquí para decir una palabra política, ni para ofrecer una lectura estratégica de los acontecimientos. El mundo ya está lleno de palabras similares, que rara vez cambian la realidad. Nos interesa, en cambio, una visión espiritual que nos ayude a permanecer firmes en el Evangelio. Esta guerra, de hecho, interroga nuestras conciencias y es motivo de reflexión, no solo política, sino también espiritual. La violencia desproporcionada a la que hemos asistido hasta ahora ha devastado no solo nuestro territorio, sino también el alma humana de muchos, en Tierra Santa y en el resto del mundo. La ira, el rencor, la desconfianza, pero también el odio y el desprecio dominan con demasiada frecuencia nuestros discursos y contaminan nuestros corazones. Las imágenes son devastadoras, nos conmueven y nos enfrentan a lo que san Pablo llamó «el misterio de la iniquidad» (2 Tes 2,7), que supera la comprensión de la mente humana. Corremos el riesgo de acostumbrarnos al sufrimiento, pero no debe ser así. Cada vida perdida, cada herida infligida, cada hambre soportada sigue siendo un escándalo a los ojos de Dios.
El poder, la fuerza, la violencia se han convertido en el criterio principal en el que se basan los modelos políticos, culturales, económicos y quizás también religiosos de nuestro tiempo. En los últimos meses hemos oído repetir muchas veces que hay que usar la fuerza y que solo la fuerza puede imponer las decisiones correctas. Solo con la fuerza se puede imponer la paz. Por desgracia, no parece que la historia haya enseñado mucho. De hecho, hemos visto en el pasado lo que producen la violencia y la fuerza. Por otro lado, sin embargo, en Tierra Santa y en el mundo, hemos sido testigos y vemos cada vez más a menudo la reacción indignada de la sociedad civil ante esta lógica arrogante del poder y la fuerza. Las imágenes de Gaza han herido profundamente la conciencia común de los derechos y la dignidad que habitan en nuestro corazón.
Este tiempo también ha puesto a prueba nuestra fe. Incluso para un creyente no es fácil vivir en la fe tiempos difíciles como estos. A veces sentimos profundamente en nuestro interior la distancia entre la dureza de los dramáticos acontecimientos, por un lado, y la vida de fe y oración, por otro. Como si estuvieran lejos el uno del otro. Además, el uso de la religión, a menudo manipulada para justificar estas tragedias, no nos ayuda a acercarnos con espíritu reconciliado al dolor y al sufrimiento de las personas. El profundo odio que nos invade, con sus consecuencias de muerte y dolor, constituye un desafío nada desdeñable para quienes ven en la vida del mundo y de las personas un reflejo de la presencia de Dios.
Por nosotros mismos no podremos comprender este misterio. Con nuestras propias fuerzas no podremos enfrentarnos al misterio del mal y resistirlo. Por eso siento cada vez más imperiosa la llamada a mantener la mirada fija en Jesús (cf. Hb 12,2). Solo así podremos poner orden en nuestro interior y mirar la realidad con otros ojos.
Y junto con Jesús, como comunidad cristiana, queremos recoger las muchas lágrimas de estos dos años: las lágrimas de quienes han perdido a familiares, amigos, asesinados o secuestrados, de quienes han perdido su casa, su trabajo, su país, su vida, víctimas inocentes de un ajuste de cuentas cuyo final aún no se vislumbra.
El enfrentamiento y el ajuste de cuentas han sido la narrativa dominante de estos años, con la inevitable y dolorosa consecuencia de la toma de posiciones. Como Iglesia, el ajuste de cuentas no nos pertenece, ni como lógica ni como lenguaje. Jesús, nuestro maestro y Señor, hizo del amor que se convierte en don y perdón, su elección de vida. Sus heridas no son una incitación a la venganza, sino la capacidad de sufrir por amor.
En este tiempo dramático, nuestra Iglesia está llamada con mayor energía a dar testimonio de su fe en la pasión y resurrección de Jesús. Nuestra decisión de quedarnos, cuando todo nos pide que nos vayamos, no es un desafío, sino permanecer en el amor. Nuestra denuncia no es una ofensa a las partes, sino la petición de atreverse a seguir un camino diferente al del ajuste de cuentas. Nuestra muerte tuvo lugar bajo la cruz, no en un campo de batalla.
No sabemos si esta guerra terminará realmente, pero sabemos que el conflicto continuará, porque las causas profundas que lo alimentan aún están por abordar. Incluso si la guerra terminara ahora, todo esto y mucho más seguirá constituyendo una tragedia humana que necesitará mucho tiempo y mucha energía para recuperarse. El fin de la guerra no marca necesariamente el comienzo de la paz. Pero es el primer paso indispensable para empezar a construirla. Nos espera un largo camino para reconstruir la confianza entre nosotros, para dar concreción a la esperanza, para desintoxicarnos del odio de estos años. Pero nos comprometemos a ello, junto con los muchos hombres y mujeres que aquí siguen creyendo que es posible imaginar un futuro diferente.
La tumba vacía de Cristo, ante la cual nunca como en estos dos años nuestro corazón se ha detenido esperando una resurrección, nos asegura que el dolor no será para siempre, que la espera no será en vano, que las lágrimas que están regando el desierto harán florecer el jardín de Pascua.
Como María Magdalena junto a ese mismo sepulcro, queremos seguir buscando, aunque sea a tientas. Queremos insistir en buscar caminos de justicia, de verdad, de reconciliación, de perdón: tarde o temprano, al final de ellos, encontraremos la paz del Resucitado. Y como ella, queremos animar a otros a correr por estos caminos, a ayudarnos en nuestra búsqueda. Cuando todo parece querer dividirnos, nosotros proclamamos nuestra confianza en la comunidad, en el diálogo, en el encuentro, en la solidaridad que madura en la caridad. Queremos seguir anunciando la Vida eterna más fuerte que la muerte con nuevos gestos de apertura, de confianza, de esperanza. Sabemos que el mal y la muerte, por muy poderosos y presentes que estén en nosotros y a nuestro alrededor, no pueden eliminar ese sentimiento de humanidad que sobrevive en el corazón de cada uno. Son muchas las personas que en Tierra Santa y en el mundo se están comprometiendo para mantener vivo este deseo de bien y se esfuerzan por apoyar a la Iglesia de Tierra Santa. Les damos las gracias y los llevamos a cada uno de ellos en nuestra oración. «Rodeados de tantos testigos, habiendo dejado todo lo que nos estorba y el pecado que nos asedia, corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante, fijando la mirada en Jesús» (Hb 12,12).
En este mes, dedicado a la Santísima Virgen, queremos rezar por esto. Para custodiar y preservar de todo mal nuestro corazón y el de aquellos que desean el bien, la justicia y la verdad. Para tener el valor de sembrar semillas de vida a pesar del dolor, para no rendirse nunca a la lógica de la exclusión y el rechazo del otro. Oremos por nuestras comunidades eclesiales, para que permanezcan unidas y firmes, por nuestros jóvenes, nuestras familias, nuestros sacerdotes, religiosos y religiosas, por todos aquellos que se comprometen a llevar alivio y consuelo a los necesitados. Oremos por nuestros hermanos y hermanas de Gaza, que a pesar de la guerra que se desata sobre ellos, siguen dando testimonio con valentía de la alegría de la vida.
Por último, nos unimos a la invitación del Papa León XIV, que ha convocado para el sábado 11 de octubre una jornada de ayuno y oración por la paz. Invito a todas las comunidades parroquiales y religiosas a organizar libremente, para ese día, momentos de oración, como el rosario, la adoración eucarística, liturgias de la Palabra y otros momentos similares de compartir.
Nos acercamos a la fiesta de la Patrona de nuestra diócesis, la Reina de Palestina y de toda Tierra Santa. Con la esperanza de que ese día podamos finalmente encontrarnos, renovamos a nuestra Patrona la oración de intercesión por la paz. ¡Un fraternal deseo de bien para todos!
Jerusalén, 5 de octubre de 2025
