Fidelidad y celibato
Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. (Mt 19, 6)
Se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo a prueba: «¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?». Él les respondió: «¿No habéis leído que el Creador, en el principio, los creó hombre y mujer, y dijo: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne”? De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». Ellos insistieron: «¿Y por qué mandó Moisés darle acta de divorcio y repudiarla?». Él les contestó: «Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres; pero, al principio, no era así. Pero yo os digo que, si uno repudia a su mujer —no hablo de unión ilegítima— y se casa con otra, comete adulterio». Los discípulos le replicaron: «Si esa es la situación del hombre con la mujer, no trae cuenta casarse». Pero él les dijo: «No todos entienden esto, solo los que han recibido ese don. Hay eunucos que salieron así del vientre de su madre, a otros los hicieron los hombres, y hay quienes se hacen eunucos ellos mismos por el reino de los cielos. El que pueda entender, entienda». (Mt 19, 3-12)
Jesús devuelve la Ley antigua a su pureza original. La indisolubilidad del matrimonio cristiano garantiza a los esposos la asistencia especial de la gracia divina, sin la cual es muy difícil mantenerse recíprocamente fieles. Además, la indisolubilidad garantiza la igualdad de dignidad del hombre y de la mujer. La misma gracia que permite al hombre y a la mujer mantenerse fieles, permite también a los consagrados permanecer fieles a sus promesas de celibato. Acordémonos de confiar en Dios para que nos mantenga firmes, a diario, en las promesas hechas solemnemente ante Él.