San Columbano por Ermes Dovico
Rusia y Ucrania

Esta guerra es la derrota del realismo político occidental

Con la invasión de Ucrania, la Rusia de Putin ha cruzado una frontera que la lleva a una ruptura total con Occidente, y la obliga a ser fatalmente arrastrada hacia un eje euroasiático con China, en el que tiene todas las de perder a largo plazo, ya que solo puede jugar el papel de vasallo. 

Internacional 01_03_2022 Italiano English

Con la invasión de Ucrania, la Rusia de Putin ha cruzado una frontera que la lleva a una ruptura total con Occidente, y la obliga a ser fatalmente arrastrada hacia un eje euroasiático con China, en el que tiene todas las de perder a largo plazo, ya que solo puede jugar el papel de vasallo. Es el final de una larga temporada en la que el país, tras el ajuste posterior después del fin de la URSS, ha intentado encontrar un equilibrio entre la entrada en la economía globalizada y el mantenimiento de su estatus de potencia imperial, aunque a menor escala que en el pasado. 

Pero esta fractura política, militar y económica cada vez más radical es también enormemente perjudicial para Occidente y para los argumentos de las democracias liberales. Y es el resultado de un rotundo fracaso de la política estadounidense y europea hacia Rusia en los últimos treinta años. Un fracaso basado en la incapacidad, demostrada por las clases políticas occidentales, de comprender los retos de un mundo en el que Occidente ya no es, y quizás nunca más pueda ser, el protagonista indiscutible.

¿Qué hacer con Rusia? Esta es la cuestión que Estados Unidos y sus aliados nunca han abordado de forma orgánica y exhaustiva desde el final de la Guerra Fría y la disolución de la Unión Soviética. 

En los años noventa, marcados por la creencia generalizada de que el mundo se había convertido en unipolar y se estaba occidentalizando de manera inexorable, sus clases dirigentes consideraban a la Rusia de Yeltsin como un país en transición turbulenta hacia una economía de mercado, que ya no era peligroso ni un potencial antagonista militar y estratégico, a pesar de seguir siendo la segunda potencia nuclear y el segundo ejército del mundo. 

En este contexto, la ampliación de la OTAN con la adhesión de muchos antiguos países "satélites" o miembros de la URSS -impulsada precisamente por la experiencia que esos países habían tenido en el pasado del imperialismo ruso y soviético, y por su deseo de protegerse en el futuro contra él- aparecía como un hecho natural, que no podía crear problemas en las relaciones con Moscú. Mientras tanto, Moscú fue admitido en el sistema de gobernanza global con la ampliación del G7 en un G8 y con las negociaciones para entrar en la OMC, y fue atraído al área de la OTAN con su participación en la Asociación para la Paz de la alianza (1994) y con la fundación del Consejo OTAN-Rusia en 2002. 

Pero entretanto algo había cambiado con la llegada al poder de Vladimir Putin, y los occidentales no se dieron cuenta de la importancia de ese cambio. Tras una fase de desorden, pero también de desintegración, Rusia iniciaba un proceso de recomposición del poder y de centralización estatista, e intentaba recuperar su papel de potencia mundial en línea con su centenaria tradición imperial. La consolidación de las relaciones políticas y económicas con Rusia debería haber implicado, para Estados Unidos y sus aliados, la capacidad de repensar todo el sistema de seguridad y alianzas euro-occidentales, abandonando la idea de un necesario globalismo "occidentocéntrico" y teniendo en cuenta, en cambio, tanto las leyes de la geopolítica como el inevitable pluralismo entre civilizaciones que unos años antes Samuel Huntington había ilustrado elocuentemente.

Frente a los diferentes desafíos que plantean el fundamentalismo islámico y el modelo político y económico chino, el interés de Occidente habría sido superar el viejo enfoque de la OTAN en favor de una "constelación" de alianzas con múltiples sujetos, desde Rusia hasta el área Indo-Pacífica. Esto significaba, en lo que respecta a Europa del Este, garantizar tanto la seguridad de los antiguos estados satélites como el estatus de Moscú como potencia euroasiática, redefiniendo áreas de influencia, convergencias y objetivos comunes.

Pero Estados Unidos -con las administraciones de Clinton, Bush Jr. y Obama- fue en la dirección opuesta. Por un lado, abrieron la puerta al ascenso de Pekín con la admisión de China en la OMC en 2000 y la creación de un entorno global extremadamente favorable para ella. Por otro lado, ignoraron las preocupaciones geopolíticas rusas y las consideraron actos hostiles en sí mismos. En Oriente Medio, el intervencionismo de Estados Unidos después del 11 de septiembre de 2001, especialmente desde el conflicto iraquí, llevó a la superpotencia estadounidense a chocar en muchos casos con las posiciones de Moscú.

Mientras tanto, en los frentes de Europa del Este y del Cáucaso, el proceso de ampliación de la OTAN o el rápido acercamiento de los antiguos Estados soviéticos a Occidente alimentaron el despertar del síndrome de cerco en los rusos, lo que provocó reacciones cada vez más fuertes. Los conflictos desencadenados por Rusia en Georgia (Osetia del Sur, Abjasia) y Ucrania -en una larga secuencia que se extiende desde 2004 hasta los últimos acontecimientos- fueron los casos más llamativos de la reacción imperialista de Moscú, respecto a la cual la actitud de Estados Unidos y Occidente ha sido el creciente aislamiento impuesto a esta última, y su degradación de aliado potencial a cuasi enemigo, culminando con las sanciones que se le impusieron desde su anexión de Crimea en 2014. 

El único líder occidental que en las dos últimas décadas ha percibido los peligros de esta progresiva degeneración de la confianza y de las relaciones entre Occidente y Rusia ha sido Donald Trump, que siempre ha defendido, en su visión realista y bilateralista de la política exterior estadounidense, la necesidad de un acercamiento entre ambas partes en función antichina y en virtud de un mayor grado de posible compatibilidad. Pero durante su mandato presidencial le fue imposible llevar a cabo esta estrategia debido a la oposición de casi toda la clase dirigente de su país, así como del aparato estatal y militar. Su fracaso en la reelección, y el regreso de los demócratas al poder con Biden, ha alimentado la nueva escalada de tensión con Moscú que ahora ha culminado con la invasión rusa de Ucrania, así como el acercamiento cada vez mayor entre Moscú y Pekín. 

En este momento, toda posibilidad de recuperar el diálogo parece imposible, y Europa se está convirtiendo en el escenario de un enfrentamiento que inevitablemente pondrá en cuestión la estructura del continente, con consecuencias imprevisibles. Pero si sobrevive un mínimo de racionalidad política en Occidente, debería servir para salir de una lógica de oposición frontal, que recuerda divisiones ideológicas ya desaparecidas, para reabrir con realismo y prudencia, sin abdicar de sus principios de libertad y democracia, espacios de mediación basados en las mínimas garantías de seguridad mutua entre las partes.