El poder del Papa es supremo, pero no absoluto ni ilimitado
Primera parte de un análisis en profundidad dividido en dos partes sobre el poder papal: no un estatus personal de superioridad o dominio, sino una tarea de cuidado y servicio, con límites precisos.
Varios acontecimientos más o menos recientes han contribuido a agudizar la cuestión relativa a los perímetros del poder del Sumo Pontífice. Tradicionalmente se habla de plenitudo potestatis, expresión que sin embargo, tal vez influenciada por las ideologías del siglo XX y contemporáneas, se entiende cada vez más, (incluso por el propio titular) como poder absoluto y arbitrario. Por ello, hemos pedido a Geraldina Boni, Profesora Titular de Derecho Canónico, Derecho Eclesiástico e Historia del Derecho Canónico en el Departamento de Ciencias Jurídicas de la Universidad Alma Mater Studiorum de Bolonia, que nos oriente en este tema tan delicado y urgente. Boni es también Presidente de la Comisión Interministerial para los Acuerdos con las Confesiones Religiosas y la Libertad Religiosa y Consultor del Dicasterio para los Textos Legislativos.
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“El Papa no está, él solo, por encima de la Iglesia, sino dentro de ella como un Bautizado entre los Bautizados y dentro del Colegio Episcopal como un Obispo entre los Obispos, llamado al mismo tiempo –como Sucesor del Apóstol Pedro- a guiar a la Iglesia de Roma que preside en el amor a todas las Iglesias”. Esta frase, pronunciada por el Papa Francisco el 17 de octubre de 2015, se inscribe de manera totalmente armoniosa en la evolución secular de la progresiva penetración de la sustancia del munus confiado por Cristo a Pedro y a sus sucesores, tanto por el Magisterio católico como por la ciencia teológica y canónica. Una comprensión gradual del oficio petrino que también se ha visto influida por las distintas contingencias históricas vividas por la Iglesia (cf. mi último libro Il diritto nella storia della Chiesa. Lezioni, Morcelliana, 2023).
Así, el papel particularmente incisivo y propulsor desplegado por el papado desde comienzos del segundo milenio y que condujo a una centralización decisiva y a una rígida verticalización en el regimiento de toda la Iglesia, debe contemplarse en el contexto –al igual que la mentalidad medieval- del “gigantesco duelo” entablado por la Iglesia para liberarse de la sujeción al imperio y recuperar su libertas. Y, sin embargo, incluso la elaboración inmediatamente posterior -en la época clásica del derecho canónico- de la plenitudo potestatis papal, al tiempo que acentuaba significativamente el contenido jurisdiccional del primado y aumentaba enormemente sus prerrogativas, nunca ha albergado dudas a la hora de proclamar con firmeza la no arbitrariedad del poder papal. Enunciando, por ejemplo, la obligada observancia por parte del sucesor de Pedro del status generalis Ecclesiæ, así como insistiendo en la utilitas o ædificatio Ecclesiæ como razones justificativas de la institucionalización del primado, luego se declinó especialmente en la defensa de la unidad y de la fe.
Así, la libertad y la emancipación del Papa respecto a las leyes se perimetran y concretan, por una parte, en la superioridad única respecto al derecho positivo y, por otra, en la indispensable racionalidad de cualquier dispensa concedida por él: sin comprometer nunca los fundamentos del orden y de la disciplina eclesiástica sólidamente anclados en el ius divinum. Por otra parte, existe la viva convicción de que la delimitación de la función petrina no debilita en absoluto la autoridad del Vicario de Cristo, sino que la fortalece y la refuerza, enraizándola en la genuina traditio eclesial y, especialmente, en el auténtico mandato recibido superiormente.
Sin poder detenernos ahora en las etapas de la maduración secular en orden al munus petrinum, cabe señalar de nuevo, sólo incidentalmente, cómo en el Concilio Vaticano I, que definió la “doctrina relativa a la institución, perpetuidad y naturaleza del sagrado primado apostólico” (Pío IX, Constitución dogmática Pastor æternus), son recurrentes y reiteradas las referencias a la ley divina como fuente y criterio inspirador del primado, fijando e imponiendo a éste un vínculo constitutivo. La Constitución Pastor æternus precisa, concretamente, que “esta potestad del Sumo Pontífice no va en modo alguno en detrimento de la potestad de jurisdicción episcopal ordinaria e inmediata de cada uno de los obispos”, revelando una clara conciencia de la intrínseca función agregadora y esencialmente servidora del ministerio petrino, y distanciándose así de aquel prototipo despótico y autocrático impugnado por sus adversarios.
El Vaticano II, finalmente emancipado de preocupaciones defensivas y apologéticas (sobre todo en lo que se refiere a las injerencias seculares), ha integrado y perfeccionado posteriormente aquel marco según el cual el Romano Pontífice no es señor, sino administrador y custodio de los bienes salvíficos y de la societas Ecclesiæ, entre otras cosas resaltando la impronta diaconal de todo el ministerio eclesiástico, sin excluir el papal, orientado al bonum commune, así como añadiendo la fuerte solicitud de salvaguardar los derechos de los fieles.
Posteriormente, las “Consideraciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el primado del Sucesor de Pedro en el misterio de la Iglesia” (1998) correlacionaron otra vez la determinación de la extensión del ministerio petrino a la necessitas Ecclesiæ, explicando de nuevo con claridad la no arbitrariedad del ejercicio del mandato y delineando una responsabilidad del Papa dirigida inexorablemente a la edificación de la Iglesia y garantizada por el servicio de la unidad, manteniendo y promoviendo la comunión con los demás obispos y con todo el Pueblo de Dios. La valoración de la necessitas Ecclesiæ, mencionada también en el canon 333 § 2 del Codex Iuris Canonici vigente, aunque referida al incuestionable discernimiento del Papa, no puede por ello traducirse en su hipotético capricho dictatorial: al contrario, el principio de la necessitas Ecclesiæ es propia y exquisitamente jurídico, ya que el sucesor de Pedro está indiscutiblemente vinculado a él precisamente en virtud de la tarea que ha asumido.
Incluso en tan escasos indicios se desprende cómo en la Iglesia la conciencia de que la potestad del sucesor de Pedro es ciertamente suprema, pero en modo alguno absoluta, ha sido constante a lo largo de los siglos y, por tanto, se ha convertido en granítica. No se destilan prohibiciones expresas ni perentorias, sino que se perfilan, sin vacilaciones, compromisos y condiciones que insertan plenamente el oficio petrino en la estructura constitucional de la Iglesia: es decir, los límites son inherentes y connaturales al ministerio petrino en sí mismo, lo configuran, lo nutren y lo fortalecen más que reducir o incluso erosionar su carácter supremo.
Por tanto, ni siquiera ostentar el cargo de Papa puede ser atributivo de un estatus personal de superioridad o dominio –“bautizado entre los bautizados”, afirmó Francisco, evocando la igualdad radical y fundamental de todos los cristifideles, y llegando a declarar que “en esta Iglesia, como en una pirámide invertida, la cúspide está debajo de la base”-, sino que confiere una tarea de cuidado y servicio, reflejo de la matriz cristológica (Mt 20,28; Lc 22:27) y comunión de poder, según la bella definición de Gregorio Magno de que el obispo de Roma es servus servorum Dei.
* Profesor titular de Derecho Canónico, Derecho Eclesiástico e Historia del Derecho Canónico en el Departamento de Ciencias Jurídicas de la Universidad Alma Mater Studiorum de Bolonia.