El Papa con poncho, emblema de un pontificado
La última aparición en San Pedro que ha desconcertado al mundo es la última y estrepitosa demostración de cómo el papa Francisco ha vivido el pontificado al servicio de sus propias ideas, en total contraste con su predecesor. Una deconstrucción sistemática del papado.

La imagen de Jorge Mario Bergoglio en silla de rueda, con una camiseta blanca medio cubierta por un poncho de rayas, el pelo despeinado y pantalones negros es quizás la expresión más elocuente de cómo él -y su entorno- han entendido el pontificado y el enésimo, quizás el último, evidente contraste con Benedicto XVI.
Este último era consciente de que Joseph debía desaparecer, para que el Señor pudiera custodiar su Iglesia a través de Benedicto. Su persona debía estar completamente absorbida por su ministerio, debía servir a este ministerio; Ratzinger sabía que el Papa ya no tiene una vida privada, e incluso después de su renuncia quiso reiterar que no volvería a una vida privada. Quien ha sido elegido como sucesor del apóstol Pedro tiene que “desaparecer” tras el manto blanco. Su pensamiento personal y su sensibilidad particular ya no cuentan: él, más que cualquier otro bautizado, debe dejarse absorber por el pensamiento de Cristo.
En el fondo Ratzinger también había entendido así su episcopado, e incluso su llamada a presidir la Congregación para la Doctrina de la Fe: ya no era un simple teólogo —que, en cualquier caso tiene que ponerse al servicio de la Revelación y no dominarla—, sino el guardián de una doctrina que no le pertenecía. Y así entendio también el ministerio sacerdotal, sobre todo en su componente litúrgico: el sacerdote es servidor del misterio que celebra; su individualidad queda sepultada bajo las vestiduras sagradas para que el rito sea custodiado y transmitido en toda su sacralidad y pureza, sin ninguna contaminación de gustos personales. Su mirada discreta y recogida durante las celebraciones, la corrección de sus gestos, la exactitud de las rúbricas, la seriedad en todo, mostraban al mundo entero lo que significa ser ministros de Dios.
Francisco siempre ha hecho lo contrario. Ha utilizado el pontificado para promover sus propias ideas y dejar fuera de juego a quienes percibía como adversarios de su agenda personal. La “Iglesia de Francisco” no se expresa de otra manera: el ministerio sacerdotal y episcopal se vive sobre todo como un escenario para exhibirse, un papel de poder para imponer sus deseos. El ámbito litúrgico no es una excepción: en todas las iglesias se celebra la misa, y los sacerdotes vierten sus frustraciones en el rito sagrado, además de moldear los lugares sagrados y los ritos a su imagen y semejanza.
Desde aquel 13 de marzo de 2013 no ha habido un mes en el que Francisco no haya querido, a veces explícitamente y otras implícitamente, poner el pontificado al servicio de su persona y sus ideas. No solo el pontificado: la justicia, la doctrina, la estructura de la Iglesia, todo ha sido reestructurado para ser funcional al proyecto y a la persona de Jorge Mario Bergoglio. Esta presentación como un simple hombre en silla de ruedas en la basílica vaticana, sea voluntad suya o de otros, no importa, porque no es más que el epílogo coherente de uno de los pontífices más narcisistas de la historia de la Iglesia. Benedicto XVI, tal vez erróneamente, quiso llevar el talar blanco hasta el final de su vida, incluso después de renunciar al ministerio petrino, para subrayar que su persona seguía estando plenamente al servicio de la Iglesia, totalmente relativa a ella; Francisco ha querido abandonarlo mientras aún es Papa, mostrando en el fondo lo incómodo que se siente llevando el signo de la más completa sumisión a Dios y a la Iglesia.
Porque el principio y el fin de la autoridad en la Iglesia es precisamente éste: la total sumisión a Dios. Y lo es aún más para el sucesor de Pedro, que debe recordar siempre que la fe que está llamado a confirmar no proviene de la carne y la sangre, y precisamente cuando prevalece la humanidad de Pedro, es entonces cuando merece ser llamado incluso “Satán” por el Señor (cf. Mt 16, 13-23).
“Si hay un soberanista en el mundo, ese es el Papa”, ha afirmado con lucidez Gian Franco Svidercoschi, conocido vaticanista que no es sospechoso de “retrógrado”, invitado por Giovanni Minoli en La Storia Siamo Noi, el pasado 2 de abril. Bajo la cobertura de la Iglesia sinodal, hijastra degenerada de la colegialidad conciliar, Francisco ha llevado a cabo el pontificado más absolutista de la historia, colocando a cardenales y obispos bajo sus pies, casi como si fueran un taburete. Svidercoschi también destruye otro mito, respondiendo con un rotundo “no” a la pregunta de si el pontificado de Francisco está dando lugar a una Iglesia más inclusiva. Y añade, para poner los puntos sobre las íes, que “la Iglesia de Francisco ha perdido mucha, mucha, mucha autoridad moral”. Una Iglesia no solo menos inclusiva, sino también más dividida: “Hay supuestas reformas o cambios que él ha hecho, que han roto la Iglesia... Mientras que antes había una división en la cúpula, ahora hay una división en el pueblo de Dios”.
Pero la verdadera lápida sobre Francisco, Svidercoschi la pone cuando pronuncia el epigrama veredicto sobre el pontificado ya en declive: “Durante tres cuartas partes del pontificado ha faltado el absoluto. Ha faltado Dios”. No es precisamente un detalle sin importancia si hablamos del vicario de Cristo en la tierra. Palabras fuertes, pero ciertas. El protagonismo de Francisco ha terminado por eclipsar a Dios y degradar el papado, y este nuevo invento de una aparición pública casi en pijama es la enésima confirmación, después de los diversos buenos días y buenas tardes, las apariciones en televisión, las bromas sobre las monjas solteronas y las familias que tienen hijos como conejos.
Dirigimos una súplica a los señores cardenales: que elijan a una persona que se ponga al servicio del papado y no a un hombre que ponga el papado al servicio de su propia persona.