San Columbano por Ermes Dovico
DOTTRINA DE... PAGLIA

El neo-guardián de la fe que contradice la Humanae Vitae

En 2006 monseñor Víctor M. Fernández publicó una crítica a monseñor Livio Melina: según el primero, su postura sobre la anticoncepción era demasiado inflexible y poco caritativa. Sin embargo, la posición de Melina era precisamente la del Magisterio de la Iglesia. 

Ecclesia 07_07_2023 Italiano English

El nuevo Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe ya se ha quejado repetidamente de que ha recibido acusaciones engañosas contra su persona. Según él, sus opositores han utilizado su libro sobre el beso para desacreditar su preparación teológica, que él defiende presentando sus libros y artículos de alto nivel. Objeción aceptada. Pero quizá habría sido mejor que monseñor Fernández no se defendiera tanto porque lo peor se encuentra precisamente en sus publicaciones académicas.  

“También se da el caso de una abstención sexual que contradiga la jerarquía cristiana de valores coronada por la caridad. No podemos cerrar los ojos, por ejemplo, ante la dificultad que se plantea a una mujer cuando percibe que la estabilidad familiar se pone en riesgo por someter al esposo no practicante a períodos de continencia. En ese caso, un rechazo inflexible a cualquier uso de preservativos haría primar el cumplimiento de una norma externa por sobre la obligación grave de cuidar la comunión amorosa y la estabilidad conyugal que exige más directamente la caridad”. Fin de la cita.  

Se trata de un artículo que Víctor Manuel Fernández, entonces vicerrector de la Pontificia Universidad Católica Argentina, escribió para la Revista Teología, trimestral de la Facultad de Teología de la universidad (La dimensión trinitaria de la moral, II. Profundización del aspecto ético a la luz de “Deus caritas est”, Tomo XLIII, nº 89, abril de 2006, 133-163). El artículo pretendía ser una crítica al libro La plenitud del obrar cristiano. Dinámica de la acción y perspectiva teológica de la moral (2001), escrito por monseñor Livio Melina, José Noriega y Juan José Pérez Soba.  

Los autores, según Fernández, no habrían considerado la primacía de la caridad, “sometiendo servilmente la caridad a las virtudes morales y a la ley natural, que serían las que aseguran su autenticidad” (La dimensión trinitaria, 145). De este modo, la caridad fraterna dejaría de ser el principio hermenéutico fundamental de la moral y la vida moral del cristiano perdería su “fragancia evangélica”. En esencia, su crítica radica en el hecho de que la caridad, según la perspectiva de Melina et al., no tendría objeto propio, porque el bien sólo está especificado por las virtudes morales y la ley natural. 

Si nos centramos en el párrafo inicial, que abre la puerta a la contracepción “en ciertos casos”, queda claro que el ex rector de facto echa por tierra toda la doctrina moral católica. Sólo con esta afirmación ya está suficientemente claro que la encíclica de Pablo VI de 1968 puede ir directamente a la basura (y Veritatis Splendor también). Porque la Humanae Vitae no condenaba la contracepción ut in pluribus, sino de manera absoluta, excluyendo “toda acción que (...) se proponga, como fin o como medio, impedir la procreación” (HV, 14). Pablo VI había enseñado explícitamente que la razón por la que no era posible justificar de ningún modo el recurso a la contracepción residía en el hecho de que era intrínsecamente mala, es decir, que en ningún caso podía ordenarse al bien: “no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien, es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social”. 

La afirmación de monseñor Fernández contradice sin lugar a dudas la HV, porque afirma en lo particular lo que HV niega en lo universal. ¿Quién sabe si fue este artículo el que terminó bajo la lupa de la entonces Congregación para la Doctrina de la Fe, que decidió no permitir la promoción de Fernández a rector de la Universidad Católica de Buenos Aires? 

Para llegar a esta conclusión completamente contraria a la enseñanza de la Iglesia, Fernández llega a la siguiente línea de razonamiento: 1. El bien de una virtud moral puede ser “correctamente interpretado en relación con la caridad fraterna y nunca prescindiendo de ella” (p. 143); 2. En la jerarquía de las virtudes, la caridad tiene primacía en el orden práctico; 3. En algunas situaciones difíciles, puede darse una “verdadera relación concurrencial entre la caridad fraterna y las virtudes morales” (p. 147); 4. En estas situaciones, el contenido práctico de la caridad fraterna debe tener primacía.  

Ya tendremos modo y tiempo de mostrar la falacia de este razonamiento. Lo que queremos demostrar es que esto no sólo haría lícito el recurso al preservativo como el acto que mejor traduciría, en la situación concreta, la primacía de la caridad fraterna – “la obligación de cuidar la comunión amorosa y la estabilidad conyugal que la caridad más directamente exige”-, sino que incluso haría éticamente incorrecto negarse a usar anticonceptivos. 

Y, de hecho, esto es exactamente lo que sostiene Fernández: “No hay que olvidar que una decisión objetivamente correcta, en el marco de una determinada etapa de la historia personal, podría implicar un verdadero retroceso egocéntrico en un camino personal de crecimiento”. El “contragolpe egocéntrico” residiría en el hecho de que, en nombre de la observancia de la ley natural, se mortificaría la caridad fraterna. Una afirmación completamente errónea, basada en la supuestamente absurda “competencia” entre la caridad y las virtudes morales a la hora de determinar el fin próximo de una acción. Además, se puede vislumbrar cómo para Fernández la ley moral es completamente extrínseca al hombre, hasta el punto de tener que ser sacrificada, “en ciertos casos”, para que el hombre llegue a ser moralmente bueno.  

Con este planteamiento, salta inmediatamente a la vista el amplio abanico de consecuencias: ¿por qué el recurso a la anticoncepción sólo ha de ser bueno para una pareja de la que uno de los cónyuges no sea practicante? Si el cónyuge es practicante, pero no puede contenerse y amenaza con romper el matrimonio, ¿no debería observarse aquí la “primacía de la caridad” según la interpretación de Fernández? O ¿por qué un matrimonio estéril, para salvaguardar la unión conyugal, no podría recurrir a técnicas de fecundación artificial? O de nuevo: ¿por qué dos personas que viven more uxorio y con hijos aún por cuidar no podrían continuar con los actos propios de los cónyuges, si ello fuera imprescindible para mantener a los niños un padre y una madre unidos?  En la lógica del nuevo Prefecto, si no lo hicieran, ¡serían incluso egoístas! 

Y, en efecto, Fernández no descarta esta ampliación. “Por eso, en todas las cuestiones éticas, de diversos modos, se requiere que el discernimiento concreto de cada persona integre el principio hermenéutico fundamental de la autotrascendencia fraterna” (p. 151). Nótese la cursiva en el texto original: todas las cuestiones éticas, ninguna excluida, no sólo podrán, sino que tendrán que socavar, de diversas maneras, el bien propio de las virtudes, para dar paso a la supuesta primacía de la caridad fraterna. La realidad resultante es la distorsión de la caridad, la mutilación de las virtudes morales y la pulverización de los actos intrínsecamente malos. La moral católica está acabada. 

Por esta razón hemos sostenido que Fernández sería el mayor y quizá más decisivo apoyo para la nueva Academia Pontificia para la Vida, bajo la versión adulterada de monseñor Vincenzo Paglia, y para el nuevo Instituto Teológico Juan Pablo II, bajo la dirección de monseñor Philippe Bordeyne. Ahora, en el Dicasterio para la Doctrina de la Fe no sólo no habrá frenos, sino aceleradores.