Santa Inés de Montepulciano por Ermes Dovico
VIRGEN DEL CARMELO

El Escapulario, así nos reviste María de Cristo

La devoción del Escapulario carmelita tiene sus raíces en el siglo XIII y es un regalo de Nuestra Señora para protegerse de las llamas del Infierno. San Juan Pablo II lo llevaba puesto el día del atentado que sufrió y aquel escapulario, empapado en sangre, se ha convertido en una reliquia.

Ecclesia 16_07_2020 Italiano English

A principios del siglo XIII, cuando la Tierra Santa había sido liberada de los cruzados y había vuelto a ser un destino de peregrinación, entre los lugares sagrados más queridos y buscados estaba también el Monte Carmelo habitado por algunos ermitaños latinos que habían construido una iglesia a la Santa Virgen a la que honraban como “Señora del lugar”. Ya en esos años se transmitía oralmente una verdadera “historia poética” que hablaba acerca de una antigua familiaridad entre la Familia de Nazaret y la comunidad “de los Hijos de los Profetas” (descendientes de Elías) que habían vivido durante siglos en la montaña sagrada del Carmelo.

Estos ermitaños medievales se sentían herederos privilegiados de aquella historia antigua y de esa particular familiaridad con la Santa Virgen. Cuando posteriormente, expulsados por los sarracenos, tuvieron que emigrar a Occidente, se estableció allí gente desconocida e indeseable.

Aquí se cuenta la historia de san Simón Stock (superior general de los Carmelitas), que en 1251 imploró a la Virgen que concediera a sus frailes un signo de protección especial y recibió como regalo el Escapulario (que era una parte del hábito ya en uso) con esta increíble promesa: “Quien muera llevándolo no caerá en las llamas eternas del Infierno”.

Y fue la evidente pasión mariana de los carmelitas y la evidente protección de la Santísima Virgen lo que los salvó. La devoción al Escapulario se extendió a todas las naciones cristianas y la Orden fue aceptada y estimada en la Iglesia, hasta el punto de que los propios Sumos Pontífices, en sus documentos oficiales, no dudaron en decir que “la Santísima Virgen María había dado a luz a Cristo y había dado al mundo la Orden de los Carmelitas”.

Volviendo a la promesa de la Santísima Virgen, no hay que pasar por alto el hecho de que en la Edad Media la cuestión del destino final (salvación o condenación) era la pregunta decisiva que el cristiano sabía que tenía que hacerse. Que uno sólo podía salvarse en el nombre de Cristo y dentro de su Iglesia era una persuasión absoluta: una persuasión que concernía a su propia salvación y a su propia condenación.

Además, se había difundido la convicción de que, para salvarse, también era necesaria una “cobertura” seria: y los laicos podían encontrarla precisamente en el hábito religioso. Así, en aquellos siglos hubo una costumbre generalizada que hoy en día nos haría sonreír (aunque todavía hoy queden rastros de él): la de los laicos que pedían la gracia de ser enterrados llevando el hábito religioso de la orden religiosa a la que se sentían espiritualmente cercanos; algunos elegían la Orden benedictina, otros la de los cartujos, la dominicana, franciscana o carmelita u otras. Y estos laicos participaron en los méritos, oraciones y sufragios propios de la Orden, y la Iglesia les concedió indulgencias especiales.

El regalo del Escapulario, hecho por la Virgen a san Simón Stock, tuvo por tanto este valor inmediato: Nuestra Señora confirmó a sus hijos carmelitas la seguridad de ese sagrado “revestimiento” contra todos los peligros, incluso los infernales. Pero también se dirigió a todos los fieles señalando el Carmelo como un refugio de salvación eterna.

Con las oportunas correcciones de la autoridad eclesiástica – todas en el sentido de unir la prenda exterior con la actitud filial del corazón - la práctica de llevar el Escapulario carmelita se extendió de manera increíble, heredando prácticamente (y conservándolo hasta hoy) el inmenso caudal de devoción con el que la Edad Media se dirigió a María y corrió a refugiarse bajo su misericordioso manto.

A medida que los siglos pasaban y la reflexión teológica maduraba, la visión del hábito sagrado hecho para preservarnos del Infierno maduró hacia la alegría de haber recibido un hábito que nos preparara para las alegrías del Paraíso.

Ahora vale la pena revisar los fundamentos y el contenido teológico de esta devoción, desandando el camino hacia atrás: es decir, empezando por la claridad superior que poseemos hoy en día, hasta trazar las raíces sagradas de las que todavía extraemos savia.

El signo del vestido es, de entre todos, el que mejor evoca el mundo bíblico en general y el mundo familiar en particular (podríamos decir: el mundo de la Encarnación, el mundo de Nazaret). Y también tiene la ventaja de ser elemental, incluso simple y modesto, pero puede llevarnos a las más abismales profundidades místicas. Y puesto que toda la devoción al Escapulario durante la historia se ha basado en la certeza de la repetida aprobación pontificia, hoy vale la pena subrayar este hecho: los Papas más recientes han introducido deliberadamente en la antigua devoción carmelita un nuevo elemento buscando resaltar las aportaciones de las dos últimas grandes apariciones marianas: las de la Inmaculada Concepción de Lourdes que finalizaron en la tarde de la fiesta del Carmelo (16 de julio de 1858) y las de Fátima, donde María pidió la consagración del mundo a su Inmaculado Corazón, aparición que concluyó el 13 de octubre de 1917, mostrándose vestida con el santo hábito carmelita.

Juan Pablo II, en su Carta dirigida a las Órdenes Carmelitas con motivo del 750º aniversario (2001), declaró explícitamente que “la forma más genuina de devoción a la Santísima Virgen, expresada por el humilde signo del Escapulario, es la consagración a su Inmaculado Corazón”.

Lo que se nos pide hoy es releer de manera eclesiológicamente correcta, la pregunta básica que subyace a toda la historia que hemos contado: ¿cómo podemos ver en la vida consagrada (para nosotros la vida carmelita) y en el hábito que la expresa, un don y una llamada a la santidad de todos?

Los antiguos medievales acudían a vestirse bajo el manto de María, pidiéndole, de esta manera, que los “vistiera de Cristo”. Los carmelitas han desarrollado sabiamente su particular asimilación, incluso doctrinal, de este don, y podríamos expresarlo con esta sencilla fórmula (¡tan simple como el símbolo del vestido es sencillo!): María quiere revestirnos de su Hijo, tenemos que dejarla actuar y facilitarle la tarea, asumiendo hacia Ella las actitudes de su Hijo. Con una espléndida síntesis, un carmelita de los primeros siglos ya dijo que el Carmelo tiene la misión en el mundo de perpetuar y prolongar el amor de Jesús hacia su Madre y el de la Madre hacia su Hijo.

Hay innumerables relatos de episodios vinculados a la devoción del Escapulario. En nuestros días, fue maravilloso que Juan Pablo II permitiera circular una fotografía de sí mismo de la época en que era trabajador en Solvay, con el torso desnudo pero visiblemente adornado por el santo Escapulario que recibió de niño. También lo llevaba puesto como Papa, el día del ataque, y no quiso desprenderse de él ni siquiera durante la cirugía a la que fue sometido. Así fue como este escapulario manchado de sangre se convirtió en una preciosa reliquia.

*Sacerdote y Carmelita Descalzo