El caso de Gibraltar desmiente la emergencia sanitaria
Todo el mundo en Gibraltar está vacunado, pero la curva de contagios está aumentando y el gobierno está introduciendo nuevas restricciones sociales. Gibraltar es un caso límite que muestra el callejón sin salida al que se dirigen todos los países si no adoptan un enfoque realista y proporcionado de la cuestión.
La situación que se ha producido en Gibraltar en los últimos días es la prueba evidente de las contradicciones irreconciliables inherentes a la situación de emergencia sanitaria que se ha impuesto en gran parte del mundo, y en particular en Occidente, como respuesta a la epidemia de Covid-19.
En el pequeño enclave británico del extremo sur de España el porcentaje de personas vacunadas es del 118%: es decir, el 100% de la población adulta ha sido vacunada, y una considerable minoría ya ha recibido un refuerzo. Sin embargo, desde octubre, los casos diagnosticados de Covid no dejan de aumentar, aunque la presión hospitalaria es mínima y las muertes son episódicas, por no decir totalmente inexistentes.
En esta situación, el Gobierno ha decidido promulgar nuevas restricciones a la vida social. Hay que señalar que -dado que Gibraltar es británica aunque esté en el Mediterráneo-, no se trata de normas vinculantes, sino de recomendaciones, y por el momento relativamente suaves: limitar las reuniones, suspender los actos masivos, llevar mascarillas en interior y medidas similares. Sin embargo, seguimos enfrentándonos a la enésima vuelta de una lógica según la cual hay que combatir el virus restringiendo y controlando la vida de los ciudadanos y las actividades económicas. Una lógica que se ha adoptado en mayor o menor medida en casi toda Europa, pero que ahora, sobre todo en el caso de Gibraltar, choca estrepitosamente con la cobertura de vacunación prácticamente total alcanzada en esta pequeña ciudad, que durante meses se ha pregonado como la condición ideal, la condición de la vuelta a la plena normalidad, la consecución de la mítica “inmunidad de rebaño”. La población está vacunada, nadie o casi nadie muere de (o con) Covid, la situación en los hospitales está controlada, y sin embargo se piden más sacrificios y restricciones que podrían aumentar si los casos siguieran creciendo. ¿Esperando qué? ¿En previsión de qué? Dosis de refuerzo para todos, tercera y cuarta dosis, y la ampliación (¡ay!) de la vacunación a los jóvenes y a los niños mayores de cinco años.
¿Hasta cuándo? Hasta que no se diagnostique un solo caso, persona hospitalizada o muerte atribuible a Covid? Algo imposible de descartar incluso con el uso de las vacunas que no pueden impedir la circulación del virus ni la manifestación de la enfermedad, incluso en sus formas más graves. ¿Y entonces qué? ¿Cuántas vacunas de refuerzo habrá? ¿Y de qué servirán? Y mientras tanto, ¿la vida social nunca volverá a la normalidad? ¿Tendrá la gente que seguir viviendo bajo control indefinidamente?
En definitiva, Gibraltar es el caso extremo que muestra el callejón sin salida al que se dirigen todos los países si no adoptan un enfoque realista y proporcionado de la cuestión, evitando que se convierta en un factor de parálisis de la sociedad, la economía y las libertades individuales (en Europa, prácticamente sólo Suecia).
Los partidarios de la “emergencia sanitaria”, los que siguen diciendo que “estamos en guerra” contra el virus tienen que elegir. No pueden seguir apoyando dos tesis completamente incompatibles. Si las vacunas son la única y definitiva solución al problema, como afirman, y los sectores “frágiles” de la población están suficientemente protegidos por ellas, entonces no se justifica ningún bloqueo, ninguna restricción. Si, por el contrario, se sigue invocando la necesidad de restricciones por temor a que un aumento del número de casos, previsible en los meses de invierno y en cualquier caso siempre posible, pueda suponer nuevos peligros para la vida de los ciudadanos y la seguridad social, entonces hay que admitir explícitamente que las vacunas no son la solución definitiva, sino sólo una herramienta entre otras; y por tanto no es justificable ninguna presión o chantaje a los ciudadanos para que se vacunen, y mucho menos ninguna obligación de hacerlo. No se puede afirmar una cosa y la contraria.
En ambos casos, sin embargo, resulta totalmente incomprensible una campaña generalizada de vacunación, anunciada como el nuevo “santo grial” a alcanzar. Si las vacunas son eficaces, no suele ser necesario un refuerzo, salvo en casos concretos de fragilidad y debilidad inmunitaria, que deben ser objeto de un seguimiento individualizado. Si, por el contrario, las vacunas no son eficaces, o lo son sólo parcialmente, ¿qué sentido tiene repetirlas un número indefinido de veces, y en presencia de un virus cada vez más diferente de la forma original para la que se diseñaron las vacunas? ¿Cómo puede ser creíble la promesa de que las vacunas de refuerzo garantizarán una inmunización duradera en ese caso, si esta promesa resultó poco fiable en el caso de la primera vacunación? Y sobre todo, ¿qué se hace mientras tanto? ¿Cuánto tiempo puede permanecer una sociedad en jaque, en libertad condicional, dado que no parece haber riesgo de masacre o colapso sanitario en el horizonte?
Aquí llegamos al quid del problema fundamental que plantea la forma en que la mayoría de los gobiernos del mundo -y en particular los de Occidente- han tratado este problema de salud, permitiendo que se desborde incontroladamente en la vida política y civil. Si se considera necesario declarar una emergencia generalizada por una epidemia vírica (que, además, tiene un índice de letalidad bastante bajo), es esencial que se indiquen criterios claros, incontrovertibles y verificables públicamente en base a los cuales se pueda declarar el fin de la emergencia. En ausencia de tales criterios, o en el caso de que se modifiquen continuamente en las comunicaciones gubernamentales, el estado de excepción tiende inevitablemente a desembocar en un estado de excepción permanente en el que los límites infranqueables del poder y los derechos fundamentales de los ciudadanos pierden valor.
Dentro de poco, la “lógica sinsentido” de Gibraltar será la de todos los Estados occidentales que han apostado todas sus cartas a la alternativa “vacunas o confinamiento”. Y más aún la de un país como el nuestro, en el que la presión alarmista, el intrusismo coercitivo del Gobierno, la censura de cualquier voz crítica han alcanzado niveles paroxísticos: niveles que han llegado a la adopción generalizada del salvoconducto sanitario, las amenazas a quienes deciden no vacunarse, la petición (ausente en cualquier otro país liberal-democrático) de la vacunación obligatoria por ley, la creciente compresión de la libertad de manifestación son los aspectos más llamativos.