El cardenal De Kesel elogia en Bolonia al mundo que “convierte” a la Iglesia
Por fin la modernidad nos ha hecho comprender el Evangelio: la “cultura secular” es un punto de inflexión positivo para el cardenal belga, olvidando que una sociedad secularizada no es neutra respecto a Dios, sino que vive sin Dios. Y esto también es mundanidad.
El pasado 30 de octubre se ha celebardo en Bolonia la inauguración del año académico de la Facultad de Teología de Emilia Romaña, en presencia de su Canciller, el cardenal Matteo Zuppi. La Prolusión fue leída por el cardenal Jozef de Kesel, arzobispo emérito de Malinas-Bruselas. Su Lectio llevaba este título: “Creyentes en un mundo que ya no es cristiano”, que recuerda el título de un libro suyo publicado recientemente por la Libreria Editrice Vaticana llamado “Cristianos en un mundo que ya no es cristiano”. Fue una intervención muy clara que presentaba las razones del “cambio de época” señalado por Francisco; un cambio de época de la Iglesia o, si se quiere, una nueva Iglesia. El tono humilde y bajo con el que pronunció dicha intervención no sólo no disminuyó sino que acentuó la radicalidad de la propuesta del cardenal, que podríamos resumir así: la secularización requiere una Iglesia presente en forma de ausencia, una Iglesia útil precisamente en su inutilidad, una Iglesia que se encuentre con el otro sólo para encontrarse con él, sin pedirle que cambie nada.
De Kesel sostiene que a la “religión cultural” propia del cristianismo le ha seguido con la modernidad una cultura secular. Mientras que en la versión premoderna la religión impregnaba toda la cultura, el pluralismo religioso y la tolerancia de la modernidad hacen que esto sea providencialmente imposible de hecho e injusto de derecho, porque no respeta la libertad ni la diversidad. La cultura laica rechaza la religión cultural pero no la religión, no impide ser cristiano, sólo es pluralista y respetuosa con la libertad.
Este cambio de época o “revolución copernicana” según De Kesel, es bueno para la Iglesia, que no está llamada a crear una religión cultural. Para él, las religiones culturales, o las culturas religiosas en su caso, son peligrosas porque no admiten minorías. Por supuesto, la cultura laica a veces se convierte en laicismo y en este caso trabaja para hacer desaparecer las religiones, pero el laicismo es una cosa diferente de la secularización. La transición de la época ha hecho que la Iglesia se dé cuenta de que no está llamada a vivir en “su” mundo, es decir en un mundo cristiano, sino en el mundo, como pueblo de Dios entre las naciones. El Vaticano II ya no habla de Iglesia y mundo, sino de Iglesia en el mundo. El mundo secular no “es” sin Dios, porque fue creado por Él y amado por Él tanto que dio a su Hijo único. La Iglesia no tiene que “conquistar” sino sólo estar presente, se dirige a todos pero no quiere serlo todo, se encuentra con el otro pero no para hacerle cambiar de opinión sino sólo para encontrarse con él sin segundas intenciones, la Iglesia comparte. La salvación es obra de Dios y no de la Iglesia. Gracias a la modernidad, la Iglesia ha abierto los ojos y ha comprendido el Evangelio. Una Iglesia “clerical”, por encima del mundo, que no escucha porque ya lo sabe todo, no necesita conversión, es decir, comprender que es un “signo” y que, como tal, no necesita hacer números.
La característica principal de esta Lectio magistralis de un cardenal de una Iglesia que ya no es maestra, esta elaboración cultural para decir que la Iglesia no debe tener cultura, es exponer sin intentos de mediación una de las dos visiones teológicas rivales de hoy. En este momento quizá la dominante: otra rareza para una Iglesia que ya no quiere dominar. Al adoptar esta postura, el cardenal ha condenado los principios de la otra visión: no es poca cosa para una Iglesia que ya no quiere condenar. En la Iglesia del encuentro, la otra visión no se encuentra.
El cardenal expone una concepción distorsionada tanto del cristianismo como de la modernidad. En la primera, la Iglesia invadiría todos los aspectos de la cultura imponiendo una cultura religiosa totalitaria que él equipara de forma precipitada con el Islam. En realidad, en la Cristiandad existía una distinción de poderes y la influencia de la religión en la política y en todos los aspectos de la cultura no era asfixiante sino purificadora. Lo sobrenatural no quita lo natural, sino que lo perfecciona. La filosofía de santo Tomás no quitaba nada a la de Aristóteles, sino que la purificaba. Observar cualquier realidad a la luz del Evangelio no es sofocarla, sino lo contrario. Sólo es posible pensar lo contrario creyendo que en el cristianismo la revelación y la vida de la gracia han aplastado lo que la naturaleza sería capaz de hacer con sus propias fuerzas en el terreno cultural. Sin embargo, para adoptar esta postura también hay que pensar que la naturaleza es capaz de la gracia por sí misma. Una tesis ampliamente compartida por la teología actual y se sobreentiende que también por De Kesel, aunque es ciertamente una tesis discutible.
El concepto de modernidad expuesto en la Lectio tampoco resulta convincente. En efecto, no se captan los principios filosóficos de la modernidad que impiden estructuralmente pensar en Dios, a saber, el nacimiento en la modernidad de una cultura esencialmente irreligiosa y atea. Por ello, la distinción entre secularización y laicismo propuesta por el cardenal es ficticia. No hay secularización que no desprenda, de una forma u otra, un laicismo, es decir, un rechazo a lo sobrenatural. La laicidad no es una situación neutra con respecto a Dios, un mundo sin Dios no es un mundo neutro, es un mundo sin Dios. Toda forma de naturalismo, a la que se asimila incluso la visión del cardenal sobre el laicismo, es una negación de lo sobrenatural porque identifica naturaleza y gracia. Lo que, todo sea dicho, también hace el cardenal De Kesel cuando quiere que la Iglesia simplemente esté presente en el mundo, por tanto de una forma ausente e inútil como Iglesia. Sólo ha hablado una vez de la salvación del mundo como tarea de la Iglesia, para negarla en la forma indicada por la tradición.
La concepción de “mundo” que utiliza el cardenal belga adolece de un defecto constantemente presente en esa corriente teológica, a pesar de la autoridad de quienes han señalado su inconsistencia. De los tres significados bíblicos de la palabra mundo -como la creación que Dios vio como algo bueno, como la dimensión de responsabilidad confiada al hombre y como el reino del maligno por el que Jesús se negó a rezar- sólo se utiliza el primero. Se trata, sin duda, de un reduccionismo peligroso que ya es hora de abandonar.
Ante la Lectio que estamos comentando a uno le asalta la pregunta de cuánto de protestantismo hay en él. Lutero separó naturaleza y gracia, y por tanto historia y metafísica, desvinculando la existencia terrenal de toda relación con Dios: de hecho, él también sostuvo que la Iglesia no da la salvación, sino que sólo lo hace Dios, y abandonó a sí mismos la cultura y el saber porque no necesitarían ser “salvados”.