LA REFLEXIÓN

¿El autodesprecio en Occidente? Los líderes occidentales lo promueven

Cuando hablamos de Occidente nos referimos a la civilización cristiana que le dio origen, con todos los valores que implica: orden natural, valor de la persona, sacralidad de la vida. El autodesprecio está representado por el tercermundismo, el ecologismo, el indigenismo, la ideología de género, el aborto. Todos estos valores negativos hoy son promovidos por quienes usurparon el título del Occidente. Lo que también indica algo en el conflicto ruso-ucraniano.

Cultura 19_04_2022 Italiano English

Cada vez más quienes hacen preguntas, expresan perplejidad, sugieren distinciones sobre la narración que el presidente ruso, Vladimir Putin, quiere como símbolo del mal (responsable del genocidio y de todas las maldades posibles) y la necesidad de hacerle la guerra; es etiquetado como el enemigo de Occidente, típico representante de un Occidente que se odia a sí mismo. Y si son los católicos los que hablan, he aquí la cita de Benedicto XVI: “Hay aquí un autodesprecio de Occidente (...) que sólo puede ser considerado como algo patológico”. Implícito en este discurso está que se hace coincidir a Occidente con las decisiones políticas, estratégicas y militares de los líderes de los países occidentales y de su alianza militar, la OTAN.

Urge pues volver a interrogarse sobre lo que es Occidente para entender si este tipo de críticas son correctas. Es un discurso que ya habíamos abordado hace unas semanas con Stefano Fontana, pero es necesario retomarlo y profundizar en algunos aspectos que también sirven de juicio para esta guerra ruso-ucraniana. Fontana decía, por tanto: Occidente “es una civilización en la que el cristianismo ha sintetizado y purificado la filosofía griega y el derecho romano”. Esto tiene consecuencias concretas: en primer lugar, el reconocimiento de que hay un Dios Creador, para quien el mundo entero es Creación, con el hombre en la cúspide, un hombre que es responsable ante Dios de todo lo que le rodea.

Significa que hay un orden natural que corresponde al plan de Dios para los hombres y para toda la realidad, que estamos llamados a cumplir incluso con nuestras reglas sociales. Significa que cada persona tiene un valor en sí misma, que la vida es sagrada e indisponible y que hay derechos naturales que anteceden a los Estados y comunidades sociales, y que los Estados y comunidades sociales deben garantizar. Significa también una concepción de la historia lineal que tiende al último día, al Juicio Final, ya que el hombre está llamado siempre a construir la Jerusalén terrena a imagen de la Jerusalén celestial; de aquí se sigue también el valor positivo del trabajo (en otras sociedades está reservado a los esclavos, a los prisioneros y a las clases más bajas) y por tanto también la concepción del desarrollo. Es todo esto lo que a lo largo de los siglos ha hecho grande a la civilización occidental y le ha garantizado la supremacía cultural, económica y política en el mundo, no la capacidad de usar la fuerza y ​​la violencia como muchos quisieran.

Pues bien, ¿de dónde procede entonces el autodesprecio de Occidente, del que también habla Benedicto XVI? Simplemente del rechazo del cristianismo, de la negación de las raíces de nuestra civilización. Como recordó Fontana, es un proceso que duró siglos, pero que ciertamente ha madurado en las últimas décadas. Es una lectura de la historia en la que todos los males son hijos de la cultura occidental y en particular de la civilización cristiana. Hoy hay muchas corrientes culturales y políticas que interpretan este sentimiento: el tercermundismo, por ejemplo, según el cual los países pobres son pobres porque hay países ricos, de modo que incluso las políticas de desarrollo internacional se ven en términos de compensación por errores pasados ​​y no de la evolución de los países pobres. No cabe duda de que la pobreza es en cambio hija sobre todo de factores internos, como la concepción religiosa, la cultura, la corrupción, como debe parecer evidente; no, todo es culpa de los países ricos, es decir, de Occidente.

En esta clave se puede leer también el fenómeno del ecologismo, especialmente en su versión del cambio climático: son los países industrializados los que contaminan y modifican el clima del cual los pobres pagan las consecuencias, por lo que las políticas ecológicas deben traducirse siempre en enormes transferencias de dinero desde países ricos a países pobres. Aquí también, no importa si desde un punto de vista científico y estadístico la realidad parece muy diferente, la culpa es en todo caso de Occidente. Y otra vez: el indigenismo, la exaltación mitológica de los pueblos indígenas que, obviamente, eran felices antes de que llegaran los colonizadores occidentales; olvidando que las culturas primitivas son todo menos un ejemplo de respeto por la persona y el medio ambiente.

El fenómeno de la “cultura cancelada”, con el posterior derribo de estatuas, libros en la hoguera, profesores suspendidos, etc., es sólo el resultado final del arraigo de esta ideología antioccidental. En cuanto al ecologismo, es interesante subrayar cómo se cuestiona directamente a la cultura judeocristiana como responsable de la supuesta crisis ecológica, pues el énfasis en la centralidad del hombre lo habría llevado a destruir la naturaleza.

La negación de la civilización cristiana occidental también tiene consecuencias en otros campos: por ejemplo, la ideología de género es la negación del orden natural que Dios estableció en la Creación y que encuentra su descripción en el Génesis. Y así la negación de la vida -aborto, eutanasia- y la destrucción sistemática de la familia como célula fundamental de la sociedad.

Si este es, por lo tanto, el verdadero autodesprecio de Occidente surge inmediatamente un problema: hoy es precisamente el liderazgo de todo Occidente el que representa y promueve el autodesprecio. No es casualidad que los líderes europeos hayan prohibido explícitamente el reconocimiento de las raíces cristianas de Europa. El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha colocado la agenda LGBTQ como una prioridad de política exterior, después de que sus predecesores demócratas impusieran de manera similar el control internacional de la natalidad. Las agencias de la ONU, a instancias de los gobiernos occidentales, promueven el aborto, la anticoncepción, la destrucción de la familia, el ecologismo, el tercermundismo, el indigenismo. Y podríamos seguir.

Entonces, quien ama a Occidente entendido como heredero de la civilización cristiana, del pensamiento griego y del derecho romano, ¿cómo podría sentirse en armonía con quienes han usurpado hoy el título de Occidente? ¿Y por qué, con mayor razón, no debería sentirse libre de criticar las decisiones de su propio gobierno o de la OTAN en términos de política internacional y objetivos geopolíticos? Esto no es un sesgo o una “represalia” ideológica, sino simplemente usando la razón, esto también es un legado ahora olvidado de la verdadera civilización occidental (releer el discurso del Papa Benedicto XVI en Ratisbona para refrescarse).

Esto obviamente no significa que debamos simpatizar o alentar a quienes quieren destruir Occidente desde el exterior (ver China) o incluso como un enemigo interno (ver por ejemplo el fundamentalismo islámico arraigado gracias a ciertas políticas de inmigración, también hijas del autodesprecio de Occidente). Sería infantil y autodestructivo.

Rusia, sin embargo, merece una discusión aparte, porque según su concepción original, este país cristiano es también Occidente. Separados tanto por un cisma dentro del mundo cristiano como por la dominación en el siglo XX de una ideología totalmente anticristiana, pero todavía parte de Occidente. Así también lo veía Juan Pablo II, que de hecho habló de una Europa desde el Atlántico hasta los Urales. Rusia no es más que Occidente, sino un trozo de Occidente que entró en conflicto con el resto, tal y como sucedió en el siglo XX con otros países europeos que se enfrentaron entre sí en dos guerras mundiales.

Evidentemente esto no quita las grandes responsabilidades en este conflicto, pero es un motivo más para cambiar de actitud: en lugar de impulsar la Tercera Guerra Mundial, que para Europa sería un auténtico suicidio, deberíamos echar agua al fuego y buscar caminos viables para poner fin a esta masacre, antes de que la brecha que se está creando nuevamente entre los pueblos europeos y cristianos se convierta en un muro infranqueable.