¿Devoción o vanagloria?
No hagáis lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen. (Mt 23, 3)
Entonces Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen. Lían fardos pesados y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y agrandan las orlas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias en las plazas y que la gente los llame rabbí. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar rabbí, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar maestros, porque uno solo es vuestro maestro, el Mesías. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido». (Mt 23, 1-12)
La devoción debe llevarnos a amar a Dios y a ser la expresión grata de tal amor; si, en cambio, el aspecto formal toma el control, centrándose en los preceptos humanos, la insidia subyacente es que quienes son formales en la observancia se sientan en paz con Dios, mientras que los que no son capaces de hacer lo mismo se sientan irremediablemente condenados. En realidad, todos seremos juzgados sobre nuestra obediencia a la esencia de la Ley, es decir, sobre el amor. Preguntémonos sinceramente si cuando observamos un precepto lo hacemos por vanagloria, como los fariseos, o por verdadera devoción.