Dejar el juicio a Dios
Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que acabe con ellos? (Lc 9,54)
Cuando se completaron los días en que iba a ser llevado al cielo, Jesús tornó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros delante de él.
De camino, entraron en una aldea de samaritanos para hacer los preparativos. Pero no lo recibieron, porque su aspecto era el de uno que caminaba hacia Jerusalén.
Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le dijeron:
«Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que acabe con ellos?».
Él se volvió y los regañó. Y se encaminaron hacia otra aldea.
(San Lucas 9,51-56)
Cuando Santiago y Juan le piden a Jesús que haga descender fuego del cielo contra quienes no los han acogido, Él no solo se niega, sino que los reprende. Sin embargo, los discípulos simplemente habían pedido que se repitiera el castigo que se había impuesto a Sodoma. Y aquí no solo se trataba de un pecado contra natura, muy grave, sino de algo aún más grave, como el rechazo del Hijo de Dios. Sin embargo, Jesús ya había previsto que la proclamación del Evangelio podría encontrar rechazo, al menos en un primer momento. Y precisamente en esos casos, invita a los discípulos a sacudir el polvo de sus sandalias, dejando que el juicio final pertenezca a Dios. La verdadera condena no es inmediata, sino que solo se produce si la obstinación en rechazar la Verdad persiste hasta el final de la vida, cuando cada uno se presentará ante Dios. El anuncio del Evangelio es siempre una oferta de amor y perdón. No debemos ser jueces severos con los demás, sino más bien con nosotros mismos, dejando a Dios la tarea última de juzgar los corazones. ¿Estás dispuesto a ser instrumento de misericordia, incluso hacia quienes te rechazan o te decepcionan?