Lunes del Ángel por Ermes Dovico
SANTA PASCUA

Cristo ha resucitado: el anuncio que necesita el mundo

El anuncio de la resurrección no nos dice que no experimentaremos la muerte, sino que seremos revestidos de inmortalidad en la segunda venida de Cristo. Para el cristiano este anuncio no es una opción, sino un deber, especialmente hoy, cuando la muerte nos rodea en medio de guerras y otras pruebas. Extraído de la homilía del cardenal Pizzaballa para la Vigilia Pascual.

Ecclesia 20_04_2025 Italiano English
Il card. Pizzaballa presso la Pietra dell'Unzione, Giovedì Santo 2025 (foto Ap via LaPresse)

Publicamos a continuación la homilía completa preparada por el cardenal Pierbattista Pizzaballa, Patriarca de Jerusalén de los Latinos, para la Vigilia Pascual (20 de abril de 2025) en la Basílica del Santo Sepulcro.

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Hermanos y hermanas,

¡Que el Señor os dé la paz!

También este año hemos venido aquí, a los pies del Sepulcro vacío de Cristo, para celebrar el final de la Semana de la Pasión, que es también el corazón de la vida de la Iglesia, de nuestra fe. Es nuestra única certeza que fundamenta nuestra existencia: ¡Cristo ha resucitado! No podemos dejar de preguntarnos sobre el significado de esta celebración y de este día, en el dramático contexto histórico que vivimos. ¿Qué significa, hoy, para la Iglesia de Jerusalén encontrarse y dar testimonio del Resucitado?

El Evangelio nos habla de noche y de tinieblas que, sin embargo, ya no nos asustan, porque están a punto de dar paso a la luz de la mañana que se avecina. Habla de una piedra poderosa, pero derribada y que ya no encierra nada. De discípulos que corren. De lienzos -signos de muerte- que ya no atan a nadie. De ojos que ven, de corazones que creen y de Escrituras que se revelan a la plena comprensión. Es un Evangelio lleno de energía y de vida. ¡Y habla de nosotros! El Evangelio nos pide no encerrarnos en nuestros cenáculos y no medir nuestra vocación en función de tantos miedos, personales o colectivos, sino que nos invita a leer la realidad, la de nuestra Iglesia, a la luz del encuentro con el Resucitado, también hoy. Yo diría especialmente hoy.

Somos la Iglesia del Calvario, es cierto. Pero Cristo crucificado no es sólo símbolo de sufrimiento, sino ante todo de amor y de perdón. Por eso somos también la Iglesia del amor, que nunca duerme, que vela continuamente, que sabe perdonar y dar la vida, siempre, sin condiciones.

Somos la Iglesia que custodia el Cenáculo, pero no la que tiene las puertas cerradas y los discípulos paralizados por el miedo. El Evangelio habla de Pedro y Juan que corren al encuentro del Resucitado. El Cenáculo es el lugar de Cristo resucitado que vence las puertas cerradas y da el Espíritu, y que primero dice «¡Paz a vosotros!». Y nos pide, por tanto, que seamos una Iglesia que supera muros y puertas cerradas, barreras físicas y humanas. Que cree, anuncia, construye la paz, pero «no como os la da el mundo» (Jn 14,27). Hemos visto cómo el mundo razona, piensa, evalúa. ¡Y cuán pobre es la idea de paz del mundo, me atrevería a decir incluso ofensiva! Ya hemos sido testigos demasiadas veces de anuncios de paz traicionados y ofendidos. La Iglesia debe construir la paz que es fruto del Espíritu, que da vida y confianza, una y otra vez, sin cansarse nunca. Y que a la lógica humana del poder, a la dinámica de la violencia y de la guerra, opone dinámicas de vida, de justicia y de perdón.

El anuncio de la resurrección no es un anuncio de inmortalidad, no nos dice que no experimentaremos la muerte, en sus diversas formas. Seremos revestidos de inmortalidad (cf. 1Co 15,54) en la segunda venida de Cristo, cuando venga a juzgar al mundo. La resurrección que hoy queremos anunciar es ante todo el anuncio de una vida nueva, luminosa, que surge de las cenizas de la muerte y de sus aguijones. Una muerte que, por tanto, no escapa a las miserias del mundo, sino que las supera. La resurrección es el «sí» de Dios, incluso cuando el mundo grita «no». Incluso y a pesar de los tantos «no» de este tiempo, de un mundo cada vez más enredado en una espiral de miedo y de venganza, de lógica del poder y de exclusión, en este mundo queremos ser el «sí» de Dios, los que con su vida y sus obras anuncian que pertenecen al mundo querido y creado por Dios, donde «el amor y la verdad se encontrarán, la justicia y la paz se besarán» (Sal 85,11). Y que saben dar testimonio de la paz del Cenáculo, porque la han encontrado. La resurrección, pues, no es sólo alegría, anuncio, don, experiencia. ¡También es responsabilidad!

Si somos cristianos, creyentes en Cristo, significa que hemos encontrado al Resucitado. Si hemos resucitado con Él, si hemos experimentado la salvación y la vida nueva, entonces para nosotros el anuncio de la resurrección se convierte en un deber. No es opcional. Y es nuestra responsabilidad hacerlo no sólo también cuando la muerte nos rodea, sino especialmente cuando la muerte nos rodea. Es aquí y ahora, en este contexto concreto nuestro, cuando estamos llamados a decir quiénes somos y a quién pertenecemos. A decir con fuerza y determinación que no tenemos miedo, que seguiremos siendo ese pequeño resto que marca la diferencia: a construir relaciones, a abrir de par en par puertas cerradas, a derribar muros de división. Porque el Resucitado «es nuestra paz, el que de dos hizo uno, derribando con su carne el muro de separación, la enemistad» (Ef 2,14).

Aquí estamos ante el Sepulcro vacío de Cristo, que es un signo y un anuncio poderoso. Nos recuerda que no importa cuán injustas sean nuestras pruebas, cuán humillante que sea estar en el Gólgota, cuán pesada y dolorosa que sea la cruz. El Sepulcro vacío de Cristo es para nosotros un signo y una prueba de que veremos la justicia, se cumplirá la esperanza, se afirmará la paz.

No somos ilusos. Sabemos lo que está ocurriendo entre nosotros y en el mundo, y no tenemos muchas esperanzas en la capacidad de los gobernantes para encontrar soluciones, que lamentablemente parecen cada vez más lejanas. Y no podemos dejar de expresar nuestra preocupación por un posible mayor deterioro de la situación política y por el empeoramiento del desastre humanitario que se está produciendo, especialmente en Gaza. Pienso en particular en nuestra pequeña comunidad que, desde hace muchos meses, se ha convertido en signo y símbolo de solidaridad y esperanza, una pequeña barca anclada a la vida, en un mar de dolor y sufrimiento.

Nos parece que estemos recorriendo una Vía Dolorosa que nunca termina, llena de pruebas continuas. Pero también sé que en la Vía Dolorosa están las mujeres de Jerusalén llorando en silencio por Jesús. Está Simón el Cireneo que interviene para compartir la carga de la cruz. Allí está la Verónica que enjuga su rostro. El camino del sufrimiento nunca es solitario, porque en ese camino se despierta la compasión y toma forma el amor. Recordemos, pues, a nuestros hermanos y hermanas de Gaza y a todos los que sufren a causa de la guerra, y esforcémonos por ser para ellos y para los necesitados, madres, Verónicas, Simones el Cireneo, y ayudémosles a compartir su carga. Recordemos ofrecer gestos de dignidad y cuidado a quienes están entre nosotros. Es nuestra manera de proclamar la vida y la resurrección.

No se trata de ser inconscientes ni visionarios. Se trata de tener fe, de creer firmemente que Dios guía la historia. A pesar de la pequeñez de los hombres, Dios no permitirá que el mundo se pierda. «No he venido a condenar al mundo, sino a salvarlo» (Jn 12,47). Aunque todavía nos parezca estar en la Vía Dolorosa, sabemos, sin embargo, que la conclusión está aquí, en el encuentro con el Sepulcro vacío de Cristo. Y esta certeza nos acompaña siempre.

Seguir a Jesús, incluso en estas pruebas tan duras, es lo más apasionante que puede haber. No olvidemos, en definitiva, que el Evangelio habla de una piedra volcada. Por eso, aunque sean tantos los problemas y las dificultades que nos afligen, queremos afirmar con serena confianza y clara determinación que nada nos encierra en nuestros sepulcros, que somos una Iglesia viva, que no se rinde ante los obstáculos que se nos ponen delante. El Evangelio nos invita a abrirnos, a mirar más allá y a correr, como las mujeres y los discípulos, para proclamar que no hay nada más hermoso que vivir con Cristo Resucitado, también hoy, en todas partes y a pesar de todo: en Jerusalén, en Belén, en Nazaret, en Ammán, en Nicosia y también en Gaza.

Encomendémonos a la Santísima Virgen, mujer fuerte y entera, que está al pie de la Cruz, pero también Virgen de la alegría por el encuentro con Cristo Resucitado. Siguiendo su ejemplo, podemos soportar la prueba y, gracias a la acción del Espíritu, vivir plenamente la alegría de sentirnos siempre amados por Dios.