San Juan Evangelista por Ermes Dovico
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Covid, una llamada a la conversión de los pueblos y naciones

 El cristianismo siempre se ha dirigido tanto a las personas como a los pueblos. El aborto, la eutanasia, la matanza de embriones humanos, los divorcios, los niños “adoptados” por homosexuales: estas son las “estructuras de pecado” de las que hablaba san Juan Pablo II, que suponen la sedimentación de los pecados individuales que se convierten en pecados sociales. Por esta razón es indispensable que la Iglesia vuelva a hablar de la conversión no sólo del hombre, sino de la sociedad.

Ecclesia 08_04_2020 Italiano English

¿La penitencia y la conversión sólo son individuales o también afectan a las sociedades y naciones? Las catástrofes naturales o históricas, como la epidemia de hoy en día, contienen una invitación objetiva a un examen de conciencia, al arrepentimiento y a la penitencia. Nos preguntamos: ¿Esto concierne sólo a los individuos, creyentes o no creyentes, o concierne también a los poderes públicos en el sentido político del término, a la comunidad social en su organización jurídica, económica y política?

Incluso sin tener en cuenta la cuestión de los “castigos” de Dios, hay que reconocer que una lectura cristiana de estos eventos destructivos no puede silenciar la llamada a cambiar de vida que estos comportan. Excluirla significaría examinar las cosas sin referencia a la sabiduría cristiana, que es siempre una sabiduría de razón y de fe al mismo tiempo. La razón teológica es clara: como mínimo, Dios los permite. Y si Dios lo permite, es por un bien superior nuestro. Nuestro bien superior es la salvación eterna, que, sin embargo, requiere la contrición del corazón y la conversión.

Ahora bien, ¿esta invitación a un examen de conciencia concierne sólo a los individuos o también a las comunidades? Ciertamente, concierne a los individuos en primer lugar, porque todo tiene lugar en el corazón del hombre y porque las sociedades no son entidades separadas por encima de las personas. El bien común del cuerpo social coincide con el bien de sus miembros. La primera forma de cambiar las cosas en la sociedad es cambiarlas en nosotros mismos. Sin la conversión personal, no se puede pensar en una conversión de pueblos y naciones.

Pero también es cierto que el cristianismo siempre se ha dirigido tanto a los individuos como a los pueblos y siempre ha interactuado con ellos: los habitantes de Nínive “decretaron un ayuno, vestidos de saco”, el rey “se levantó del trono, se quitó el manto, se cubrió de saco y se sentó sobre cenizas” y decretó que cada uno se convirtiera “de su mala conducta y de la violencia de sus manos” (Jonás 3, 5-8). De alguna manera nos lo recuerdan los muchos alcaldes que ante la actual epidemia han encomendado su ciudad al Cielo. Si no hubiera una dimensión de conversión política y la conversión fuera sólo individual, esos alcaldes habrían actuado como ciudadanos particulares y no como alcaldes.

En el pasado, las conversiones de los pueblos al cristianismo a menudo tenían lugar después de la conversión del rey: Clodoveo o Esteban de Hungría nos lo enseñan. Estos eventos se desestiman con demasiada facilidad como un “efecto secundario” de una era sagrada y estática en la que la conciencia personal habría quedado eclipsada y la religión sometida ciegamente al poder. En realidad, esas adhesiones colectivas de fe confirman la idea de que existe la posibilidad de una dedicación a Dios de todo el pueblo, como una unidad orgánica, y no sólo de los individuos. El rey expresó esta dedicación colectiva y, por lo tanto, también política. La adhesión del soberano a la nueva fe se extendía al pueblo porque el poder se entendía como una autoridad que era consciente de derivar de Dios, y de tener la tarea de conducir a toda la nación hacia el Bien.

Juan Pablo II, especialmente en la encíclica Sollicitudo rei socialis (1987) había hablado de las “estructuras del pecado”. No se trata de pecados de estructuras sociales anónimas, sino de la sedimentación de pecados individuales que se convierten en sociales, incluso institucionalizados, es decir, hechos suyos e impuestos colectivamente por el poder político a todos los niveles. Si el mal que se comete personalmente se estructura en leyes y políticas públicas, es evidente que junto con una revisión de la vida individual debe haber también una revisión de la vida pública que concierna a toda la comunidad política.

Si observamos hoy en día el mal institucionalizado en nuestras sociedades, nos sorprende su inmensidad y profundidad. Y descubrimos que generalmente lo hace la autoridad pública, impuesta como un deber hasta el punto de prohibir por ley la actitud contraria, es decir, el bien. Las mismas cifras del mal son impresionantes: el número de abortos quirúrgicos y químicos, la eutanasia incluso de menores y débiles, la matanza de embriones humanos, la promoción pública de orientaciones antinaturales, el inmenso dolor que sienten los hijos de padres que se separan, la agitación de su inocencia al hacerlos nacer y ser criados por parejas homosexuales. ¿Cómo no pensar que ante estas “estructuras de pecado”, los desastres naturales (que nunca son sólo naturales) exigen una conversión no sólo individual sino también de todos nosotros, a nivel colectivo, social y político?

Si estudiamos la historia pasada, nos damos cuenta de que a menudo, después de una catástrofe, una vez superada la tensión y el miedo, la humanidad vuelve a comportarse como antes o peor que antes. Incluso durante la actual pandemia, por desgracia, las estructuras del pecado siguen funcionando y existe también el peligro de que las nuevas formas de poder, favorecidas precisamente por la propagación del contagio, puedan incluso aumentarlas. Justamente por eso es urgente que la Iglesia, ante estas advertencias, vuelva a hablar de conversión no sólo de personas, sino también de sociedades.