Corredentora por participación: el principio olvidado
La capacidad redentora de María está sí en ella, pero no por ella, es decir, es una capacidad participada. Un concepto clave expresado precisamente por el concepto de Corredentora, pero –incluso a la luz de las importantes observaciones planteadas por el documento de la International Marian Association– cuidadosamente ignorado por Mater Populi Fidelis.
¿Es posible dar con el hilo conductor teórico que ha llevado al Dicasterio para la Doctrina de la Fe, en la Nota Mater Populi Fidelis, a adoptar una posición discordante con respecto al desarrollo del Magisterio ordinario de los Papas sobre la corredención y la mediación de María Santísima? Siempre hay que evitar forzar la mano en estos intentos de reductio ad unum; sin embargo, incluso a la luz de las importantes observaciones planteadas por el documento de la International Marian Association, parece que el fil rouge puede encontrarse en una concepción insuficiente del principio de participación.
Santo Tomás de Aquino, en un opúsculo filosófico bastante técnico, explica así la participación: “Cuando un ente recibe de manera parcial lo que pertenece a otros de manera total, se dice que participa de ello” (Comentario al De Hedbomadibus, 2, 24). Podemos ejemplificarlo de esta manera: siendo Dios el ser por esencia, el Ipsum Esse subsistens, solo en él encontramos toda perfección en su máximo grado, ya que el ser es el principio de toda perfección; en cambio, todo ente creado, por el hecho de no ser el ser, sino recibir el ser, tiene por tanto el ser (y toda su perfección) de manera participada. De este modo, podemos decir que toda perfección se encuentra de manera absoluta solo en Dios, mientras que en las criaturas se encuentra de manera participada. Dios, por ejemplo, no es bueno, sino que es el bien, mientras que las criaturas son buenas; Dios no es bello, sino que es la belleza, mientras que las criaturas son bellas, cada una según su “medida”.
La participación entendida así es también principio de causalidad: el participante se encuentra en dependencia causal del participado, y este último excede metafísicamente a los entes que participan. Traducido: las criaturas dependen de su Creador y éste se eleva por encima de ellas con una “separación metafísica” insalvable, porque Dios es el ser mismo, mientras que las criaturas —y cada criatura— reciben el ser según una “medida”. Perdonen ustedes la excesiva insistencia en tecnicismos filosóficos, pero el punto es de extrema importancia, porque lo dicho implica no solo la distancia metafísica entre Dios y las criaturas, sino también el hecho de que toda perfección que hay en las criaturas es participada y causada por Dios; de modo que no hay perfección creatural que no cante la gloria de Dios, ya que deriva de Dios, depende de Dios y subsiste gracias a su acción causal permanente sobre las criaturas.
Toda la creación es, por tanto, como una cascada de perfecciones participadas, desde una intensidad máxima a una mínima. Pero también el orden sobrenatural responde a la misma lógica participativa: Dios participa su propia vida divina a los ángeles y a los hombres, quienes la reciben según su propia medida.
Ahora bien, esta premisa por sí sola resuelve toda objeción relativa a la posibilidad de que las perfecciones naturales y sobrenaturales de una criatura, por grandes que sean, puedan quitarle algo a Dios o puedan ser pensadas como “paralelas” a las divinas. En el orden creado, por el contrario, toda perfección natural y sobrenatural no puede sino expresar la grandeza y la liberalidad de Dios, precisamente porque toda perfección que está presente en Dios de manera absoluta y total es participada por él a la criatura.
Por tanto, la gloria de Dios resuena metafísicamente en toda la creación, y en el orden de la gracia en cada ángel y hombre que han acogido la vida divina en sí mismos. La obra maestra de las obras maestras de Dios reside en el hecho de que Él no solo participa el ser, las perfecciones y su vida divina, sino también su propia causalidad; ésta es una verdad que se ve claramente en el orden que Dios ha establecido para la transmisión de la vida natural, donde el macho y la hembra, el hombre y la mujer, son verdaderas causas generativas. Que Dios haya hecho a sus criaturas capaces de esta causalidad es señal de su omnipotencia y de su deseo de ennoblecer a sus criaturas, cada una en su propio orden, haciéndolas capaces no solo de recibir, sino también de causar. También esta capacidad de ser causa del bien, a todos los niveles, es recibida de Dios y es también una manifestación característica y superior de su gloria y grandeza. Para ser más sencillos: es más loable un maestro que ha sabido formar maestros a partir de sus discípulos, que un maestro que simplemente ha transmitido su ciencia.
Hemos dicho que, en el orden de la gracia, Dios participa y, por tanto, es causa de las perfecciones de diferentes maneras y en diferentes medidas; pero hay más: manifiesta su bondad omnipotente haciendo que la propia creación participe de su causalidad, también en el orden sobrenatural. Así es como la creación material se convierte en signo eficaz de la gracia en algunos sacramentos, como los hombres se asocian al sacerdocio de Cristo para dispensar la palabra y los sacramentos, y como los cristianos pueden merecer numerosas gracias para sí mismos y para otras personas. Dios, pues, no solo participa su vida divina y toda gracia, sino que asocia a sí mismo a las criaturas para que participen de su causalidad sobrenatural. Se trata, pues, de una causalidad verdadera, pero participada y compartida según la medida establecida por Dios.
Toda la cuestión relacionada con la cooperación de María Santísima en la Redención objetiva y subjetiva, es decir, su participación en la adquisición de los frutos de la Redención (corredención) y en su dispensación (mediación), solo puede comprenderse plenamente a la luz de una adecuada comprensión de los principios de participación y causalidad. Afirmar, como siempre han hecho la sana teología y el Magisterio de los Papas, que María participó de manera activa e inmediata en la Redención operada por el Hijo y participa en su distribución de las gracias, equivale a decir que el Hijo compartió con la Madre su causalidad redentora; no solo la redimió de esa manera única que confesamos en el dogma de la Inmaculada Concepción, sino que también compartió con ella la vis redentora, asociándola a sí mismo. Precisamente en virtud del principio de participación, toda la obra corredentora y mediadora de María no puede sino estar arraigada en Cristo, depender de Cristo y glorificar a Cristo. Por eso el título de corredentora resalta como particularmente adecuado, porque el prefijo expresa que su capacidad redentora está sí en ella, pero no por ella, sino que es participada; que su causalidad en la Redención es real, pero, al ser participada, es secundaria, es decir, depende radicalmente de la causa primaria, que es Cristo.
Desde la perspectiva de la participación, cualquier riesgo de pensar en una redentora paralela a Cristo simplemente se desvanece como la nieve al sol. También es oportuno aprovechar la conveniencia, desde este punto de vista, de la elección de la Trinidad de unir a una criatura a la obra redentora del Hijo encarnado. En la visión del orden de la gracia como una cascada de perfecciones participadas (de forma análoga al orden natural), según diferentes grados, si María no hubiera sido querida así, podríamos decir que faltaría un grado de perfección máxima en el mundo de las personas humanas. Porque Cristo ha ennoblecido a la humanidad uniéndola hipostáticamente a su divinidad, de modo que no se puede pensar en nada más elevado para ella; pero sigue siendo cierto que en Cristo no tenemos una persona humana, porque la naturaleza humana es asumida por la Persona del Verbo. Por lo tanto, es conveniente y motivo de gratitud y asombro que Dios haya decidido ennoblecer aún más la naturaleza humana en una persona “solo” humana, la de María Santísima, participándola de su causalidad redentora.
Este es el amplio horizonte que hay que captar y comunicar cuando nos acercamos al misterio de la corredención y mediación de María. En esta perspectiva, se abandonan definitivamente las estrecheces de una teología atrincherada de manera similar a la protestante en el principio del “solus Christus”, que no se da cuenta de que precisamente una de las grandezas de Cristo es haber compartido con su Madre su causalidad redentora. Una vez más, la Iglesia sabrá salir del estrecho aut-aut (o Cristo o María) para abrir el horizonte de un et-et que magnificará al Señor por las grandes cosas realizadas en la Virgen María.
