China: La población disminuye, y no son buenas noticias
Por primera vez en 60 años China ve disminuir su población en 850.000 personas. Éste es el efecto a largo plazo de las estrictas políticas de control de la natalidad, pero la crisis demográfica puede desembocar en un desastre social y económico al que el régimen chino se esfuerza ahora por responder. Sin embargo, la crisis china es un reflejo de la crisis de los países occidentales, que siguen los mismos principios que conducen a la ruina.
El hecho de que, por primera vez en 60 años, la población china haya disminuido en 850.000 personas en 2022 con respecto al año anterior habrá sido acogido como una buena noticia por todos aquellos que buscan la “contención” tanto política como demográfica de China. En realidad, las cifras publicadas ayer por la Oficina Nacional de Estadística de Pekín son sólo la punta del iceberg de un desastre demográfico chino que también tiene graves repercusiones para la seguridad mundial. Al fin y al cabo, aunque el número de la población china asuste (1.412 millones de personas), no es menos cierto que la densidad en China es de 137 habitantes por kilómetro cuadrado, muy por debajo de la densidad en, por ejemplo, Italia, que es de 189 habitantes por kilómetro cuadrado.
Sin embargo, las cifras dicen que los nacimientos han caído por primera vez por debajo de los 10 millones, mientras que el porcentaje de nacimientos por cada mil habitantes ha alcanzado un nuevo récord negativo al situarse en 6,77 (era de 7,52 en 2021), una cifra aún más significativa si tenemos en cuenta que a finales de los años 80 todavía había 23 nacimientos por cada mil habitantes en China (en Estados Unidos es ahora de 11,06 y en el Reino Unido de 10,08).
La situación demográfica de China, de hecho, reproduce lo que ya ha ocurrido en Occidente (hoy China tiene la misma tasa de fecundidad que Italia, 1,2 hijos por mujer), pero esto ha ocurrido mucho más rápido debido a la “política del hijo único” impuesta de forma férrea en 1979 y con unos niveles de bienestar y asistencia social muy inferiores a los de los países desarrollados. Lo cual también significa que las repercusiones de la crisis demográfica llegarán más rápido y con mayor impacto, con el riesgo de una agitación social difícil de controlar. El “arrepentimiento” del Gobierno chino ha llegado demasiado tarde: en 2016 se permitió el segundo hijo y en 2021 el tercero, pero la realidad es que mientras tanto los jóvenes en edad de casarse ya no tienen como prioridades la familia y los hijos. Por ello, aunque el líder chino Xi Jinping, en el último Congreso del Partido Comunista celebrado el pasado octubre, hizo del aumento de la natalidad una prioridad gubernamental, alcanzar el objetivo no le resultará fácil.
Al mismo tiempo, de hecho, China está experimentando una dramática crisis de matrimonios, que prácticamente se han reducido a la mitad en diez años: en 2013 había 13,5 millones, en 2021 bajaron a 7,6 millones, y se estima un nuevo descenso del 10-15% para 2022. Aunque también hay que tener en cuenta el impacto de los confinamientos por el Covid en los dos últimos años, la tendencia es muy clara: los jóvenes chinos se casan cada vez menos y, en cualquier caso, mucho más tarde. El impacto de la crisis matrimonial en la tasa de natalidad es enorme: en China sólo el 1% de los niños nacen fuera del matrimonio; a título comparativo, en Italia es del 40% y en los países escandinavos supera ampliamente el 50%.
También ha contribuido a esta situación un aspecto de la política de desarrollo iniciada en los años 80 por Deng Xiaoping al mismo tiempo que la “política del hijo único”: la creación de Zonas Económicas Especiales (ZEE), en las que concentrar las inversiones y los incentivos al desarrollo. Una de las consecuencias inmediatas fue un movimiento migratorio interno sin precedentes: se calcula que, en menos de veinte años, unos 150 millones de personas se trasladaron del interior a las regiones costeras orientales y de las zonas rurales a las ciudades.
Las consecuencias de estos desplazamientos para las familias han sido enormes, ya que la mayoría de las migraciones han afectado a un solo miembro de la familia, y cuando era una pareja la que se trasladaba, a menudo dejaban a un hijo en el pueblo de origen, con los abuelos o solo: una investigación del Consejo de Estado chino estimó que entre 20 y 25 millones de niños fueron dejados en los pueblos rurales por sus padres migrantes; mientras que entre 1990 y 2003, el porcentaje de niños “sin padre migrante” aumentó del 2 al 10%. La desintegración familiar resultante de esta situación y los efectos estructurales sobre la natalidad ni siquiera necesitan explicación.
A esto hay que añadir otro elemento grave, a saber, el desequilibrio en la proporción de varones y mujeres generado por la combinación de la “política del hijo único” y la preferencia cultural-económica por el hijo varón que se deja sentir especialmente en China. Esto ha generado el trágico fenómeno de los abortos selectivos (con las mujeres como víctimas) e incluso los infanticidios. El resultado es que hoy en China hay casi 33 millones más de hombres que de mujeres (722,06 millones frente a 689,69), una diferencia aún más notable si se tiene en cuenta que las mujeres en China viven de media cinco años más que los hombres. Es decir, hay varias decenas de millones de hombres en edad casadera que no tienen una mujer con la que casarse. Este fenómeno, además de afectar evidentemente a la natalidad, es precursor de otros fenómenos sociales desestabilizadores: tráfico de mujeres procedentes de los países vecinos, especialmente Corea del Norte y Vietnam, marginación, violencia, alcoholismo, etc.
Toda esta situación en conjunto es una de las principales razones de la desaceleración económica de la que hablamos por separado y que puede ser una peligrosa fuente de inestabilidad social en un país que ya es escenario de miles de revueltas, lo que –es una conclusión de libro- puede hacer que el gobierno de Pekín sea más agresivo frente a un enemigo exterior.
Sin embargo, este panorama no estaría completo si no nos diéramos cuenta de que la lógica demencial que llevó al régimen comunista chino a la “política del hijo único” está en dramática armonía con la ideología antinatalista que, bajo el liderazgo de los países occidentales, se ha convertido en principio rector de las agencias de la ONU. El fracaso de la política económica de Mao Zedong y del “Gran Salto Adelante”, que causó unos 40 millones de muertes por hambruna entre 1958 y 1961, se atribuyó al crecimiento demográfico y no a la desastrosa planificación comunista. Así, Deng Xiaoping convirtió el control de la natalidad en la base del desarrollo económico de China, hasta el punto de recibir en 1983 el Premio de Población de la ONU, entregado por el entonces Secretario General de la ONU, Pérez de Cuéllar, al Ministro de Planificación Familiar chino, Qian Xinzhong.
Por eso no debe extrañar que ese mismo año el propio Pérez de Cuéllar creara la Comisión Internacional sobre Desarrollo y Medio Ambiente presidida por la ex Primera Ministra noruega (socialista) Gro Harlem Brundtland, que en 1987 publicó el Informe que codificaba el concepto de “desarrollo sostenible”. Subyace la creencia de que el control de la natalidad, junto con la interrupción del crecimiento económico, es el requisito previo para el desarrollo y la protección del medio ambiente. Y estos son también los principios que ahora guían las políticas mundiales, desde la economía hasta la transición energética.
En resumen, el desastre de China no hace sino reflejar nuestro proprio desastre.