SANTOS Y GASTRONOMÍA / 14

Catalina de Siena, santa hambrienta de amor y justicia

Decidida a hacer la voluntad de Dios, Catalina superó varias dificultades en su familia para convertirse en religiosa. Finalmente fue aceptada entre las Mantellate, terciaria dominicana. Ayudó al prójimo y escribió más de trescientas cartas, asistida por la "bella brigada". Luchó para traer al Papa de regreso a Roma, ofreciendo ayuno y penitencia continuos, hasta que regresó al Padre a la edad de 33 años.
- LA RECETA 

Cultura 11_09_2021 Italiano English

La cocina estaba llena de perfumes, vapores, voces. Las grandes velas de cera, más altas que un hombre, proyectaban una luz vacilante sobre el alto techo abovedado. Los auxiliares de cocina iban de un lugar a otro, algunos desplumaban pollos, otros supervisaban las salsas, limpiaban verduras y colocaban los quesos en bandejas grandes. El cocinero está desconcertado, Su Santidad ha invitado a cenar a los italianos de paso, con ellos hay una monja que dijo que no comerá más que algunas verduras. ¿Él que es el mejor cocinero de Francia tiene que cocinar verduras? Se rasca la cabeza, indeciso: es casi una ofensa para un maestro de la cocina como él. Decide que hará un plato de verduras, pero a su manera: hará el mejor crespeou que la monja haya comido: es el plato típico de Aviñón (ver receta). Lo preparará personalmente.

El cocinero es Bastien Le Gaillou, chef de las cocinas del Papa Urbano V (1310-1370). La monja es Catalina de Siena y estamos en Aviñón, en 1367. Catalina tiene veinte años, pero parece mayor. Con su rostro severo y obstinado, su carisma, su voz decidida y su mirada inquisitiva, Caterina intimida. Desde temprana edad hizo valer su voluntad, desde ese día en que comunicó a sus padres que quería ser religiosa, yendo en contra de su voluntad.

Catalina era la menor de veinticinco hermanos, nacida en Siena en 1347, en el distrito de Oca, hija de aquellos que formaban parte de la “gente común”. Su padre, Iacopo di Benincasa era tintorero; su madre, Lapa di Puccio di Piaoroso, fue su segunda esposa. Desde muy joven se inclinó por una vida místico-contemplativa. A los seis años, estando en la ciudad sienesa de Vallepiatta, habría tenido una visión sobrenatural de la bendición de Cristo. Estaba tan impresionada que se entregó a las prácticas ascéticas y al voto de virginidad: esa fue la primera de una larga serie de experiencias místicas. Cuando tenía doce años, sus padres pensaron en casarla, pero Catalina, después de un período inicial de vacilación, decidió que tomaría el velo.

Sus biógrafos coinciden en relatar las dificultades que la joven tuvo que superar en su familia, donde intentaron en vano inducirla a una vida “mundana”. Finalmente logró obtener una especie de celda doméstica en la casa de su padre, donde pasó unos tres años de vida ascética y meditativa. A los dieciséis años era analfabeta, pero con la voluntad que la caracterizaba, Catalina superó este obstáculo. Aprendió a leer y escribir, no solo como autodidacta, sino también bajo la influencia de sus confesores y guías espirituales, todos dominicos: el fraile florentino Angelo degli Adimari, el sieneso fray Tommaso della Fonte (pariente político de Catalina) y luego fray Bartolomeo Dominici, quien fue el primero en sentir su ingenio y viva espiritualidad.

Admiradora de las Mantellate (asociación de piadosas mujeres viudas), siempre había querido integrar sus filas. Pero ella era virgen y muy joven, por lo que la Madre Superiora se negó a admitirla. Caterina no se rindió y finalmente logró convencerla. Y así fue como la joven vistió el hábito de las terciarias dominicanas. Fue la primera virgen en ser parte, a finales de 1364 o en 1365.

Catalina no estaba hecha para una vida de clausura, pero se sintió atraída por las necesidades y vicisitudes del prójimo, y la posibilidad de ayudarlo de manera cristiana. No es casualidad que la llamada “familia” o “bella brigada” se formara espontáneamente a su alrededor: unas pocas decenas de personas, profundamente religiosas y de una determinada cultura y doctrina, todas animadas por un mismo ideal de vida, según el espíritu.  El grupo no estaba organizado de manera clerical, sino más bien unido de una manera bastante “emocional” a Catalina, la “madre”, que a su vez estaba muy unida a ellos, como lo demuestran muchas de sus cartas. Incluía hombres y mujeres, tanto laicos como religiosos, provenientes de toda la ciudad. En este cenáculo tuvieron especial importancia cuatro o cinco laicos, que pueden ser considerados secretarios de la santa y que, sobre todo, estuvieron cerca de ella, como expertos en la escritura a partir del dictado, siendo este el método que Catalina utilizó más que ningún otro para escribir cartas. Eran casi todos de origen noble y sieneses: Neri di Landoccio de 'Pagliaresi, luego Stefano di Corrado Maconi, Francesco di Vanni Malavolti, luego el florentino Barduccio di Piero Canigiani, y, otro sieneso, Cristofano di Gano Guidini, particularmente apto para servir como secretario porque era notario de profesión. Como tal, tenía pergamino, papel de calidad y tinta casi indeleble a su disposición: los documentos que recopiló han sufrido muy poco de los escollos del tiempo debido a la calidad de los soportes y de los instrumentos de escritura.

Se puede dar por cierto que Catalina se benefició enormemente del lado cultural de su costumbre ininterrumpida de compartir con ellos. Sea lo que sea, en el año en que comienza nuestra historia, 1367, Catalina está en Aviñón, sede pontificia, para convencer a Urbano V de que regrese a Roma. Urbano escuchó el llamado de Catalina y regresó a Roma ese mismo año. Pero lo cierto es que el pontífice estaba más preocupado por los extraviados veteranos de la Guerra de los Cien Años que se dirigían a Aviñón, que por la venganza divina. La prueba: en cuanto se estabilizó la situación en Francia, el Papa regresó.

1374 fue un año muy importante para Catalina en primer lugar porque entró en una relación directa con Gregorio XI. Poco antes del Domingo de Ramos (26 de marzo), desde Siena escribió a Bartolomeo Dominici y Tommaso Caffarini, que el Papa “ha comenzado a excitar [sic] la mirada hacia el honor de Dios y de la santa Iglesia”, enviándole el prelado español Alfonso de Valdaterra, que ya había sido confesor de santa Brígida de Suecia (fallecida el 23 de julio del año anterior), para invitarla a hacer una “oración especial” por el Papa y la Iglesia, “y como señal me dio la santa indulgencia”. Se cree que esta misión tuvo un propósito exploratorio y fue encargada por el propio Papa, que quiso obtener información fidedigna sobre la cuenta del manto sienesa, cuya fama ciertamente le había llegado (quizás acompañada de comentarios y rumores no precisamente benévolos). Y también puede ser que pretendiera acudir a ella en una tarea muy particular y celosa: la de tomar entrar en el visionario sueco como en calidad de “reveladora” de la voluntad de Dios, especialmente en relación con la difícil cuestión de abandonar Aviñón y del regreso a Roma. Naturalmente, Catalina no dejó de escribir al Papa poniéndose a su disposición, pero también aprovechando la oportunidad para recomendar la causa de la cruzada, el “santo pasaje”. Pero esa carta no llegó hasta hoy.

Gregorio XI regresó definitivamente a Roma el 17 de enero de 1377. Murió al año siguiente y en abril fue sucedido por el arzobispo de Bari, Bartolomeo Prignano (1318-1389), quien decidió tomar el nombre de quien tiene la firme intención de estancia en la ciudad: Urbano VI. Los cardenales, en su mayoría franceses, lamentaron haber hecho del Papa un hombre animado por el deseo de poner fin al período del papado de Aviñón, y en septiembre nombraron a otro: esta vez fue elegido el cardenal Roberto de Ginebra (1342-1394), el cual tomó el nombre de Clemente VII y que en junio de 1379 se instaló en Aviñón.

Por tanto, el mundo cristiano tenía un Papa y un antipapa, que se excomulgaban mutuamente. La Iglesia estaba dividida. Catalina sufrió mucho y expresó su sufrimiento al dejar por completo de comer y beber, y perforarse la propia carne con clavos similares a los que se usaron en Jesús en la cruz. Además, no dormía más de dos horas por noche. Murió el 29 de abril de 1380, a los 33 años, agotada de penitencia, angustiada por su propio fracaso, con las dos partes cristianas peleándose entre sí e invocando a Dios con el último aliento que tenía en su frágil cuerpo. Su funeral fue celebrado por Urbano VI. Fue enterrada en la Basílica de Santa Maria Sopra Minerva en Roma.

Catalina dejó una colección de 381 cartas, una colección de 26 oraciones y el Diálogo de la Divina Providencia. Muchas de sus obras han sido dictadas, aunque Catalina pudo escribir (y escribió) algunas cartas de su propia mano. A su muerte, los discípulos recogieron sus cartas. El teólogo Tommaso Caffarini, encargado de las negociaciones para la canonización de Catalina, fue el autor de la colección considerada oficial. Las Cartas recogieron inmediatamente un gran éxito. La editio princeps, editada por Bartolomeo Alzano, fue impresa por Aldus Manutius en Venecia en 1500. La colección, compuesta por 353 cartas, fue reimpresa varias veces durante el siglo XVI. En la edición de 1860, Niccolò Tommaseo intentó restaurar el orden cronológico de las Cartas y les proporcionó un aparato de notas muy apreciado por los estudiosos tanto desde el punto de vista histórico como desde el punto de vista lingüístico-literario.

Catalina de Siena influyó fuertemente en al menos dos grandes santas, Rosa de Lima (1586-1617) y Kateri Tekakwitha. Catalina de Siena fue canonizada por el Papa de Siena Pío II en 1461. En 1866, Pío IX quiso incluirla entre los copatrocinadores de Roma. Pablo VI proclamó a santa Catalina Doctora de la Iglesia el 4 de octubre de 1970. La hermosa homilía que pronunció Pablo VI en esa ocasión (3 de octubre de 1970) es un resumen perfecto de lo que Catalina fue y representó:

“Todos ustedes, además, recuerden cómo [...] ella estaba hambrienta de justicia y llena de las entrañas de la misericordia al tratar de restaurar la paz en el seno de las familias y las ciudades desgarradas por rivalidades y odios atroces; cuánto hizo todo lo posible por reconciliar la república de Florencia con el Sumo Pontífice Gregorio XI, hasta el punto de exponer su vida a la venganza de los rebeldes [...]”.

Ciertamente no encontraremos en los escritos de la Santa, es decir en sus Cartas, conservadas en números muy conspicuos, el Diálogo de la Divina Providencia o en el Libro de la Divina Doctrina y en los Orationes, el vigor apologético y la osadía teológica que distinguen a la obras de las grandes luminarias de la Iglesia antiguas, tanto en Oriente como en Occidente; tampoco podemos esperar de la virgen inculta de Fontebranda las elevadas especulaciones, propias de la teología sistemática, que inmortalizaron a los doctores de la Edad Media escolástica. Y si bien es cierto que en sus escritos se refleja la teología del Doctor Angélico, y en una medida sorprendente, aparece, sin embargo, despojada de toda capa científica. En cambio, lo que más llama la atención en la Santa es la sabiduría infundida, es decir, la asimilación lúcida, profunda y embriagadora de las verdades divinas y de los misterios de la fe, contenidos en los Libros Sagrados del Antiguo y Nuevo Testamento: una asimilación, favorecida, sí, por dones naturales muy singulares, pero evidentemente prodigiosos, debido a un carisma de sabiduría del Espíritu Santo, un carisma místico”.