San Columbano por Ermes Dovico

Asunción de la Santísima Virgen María

Confirmando una verdad arraigada en el corazón de los fieles, el 1 de noviembre de 1950 Pío XII definió solemnemente el dogma de la Asunción de María: «Pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste»

Santo del día 15_08_2020 Italiano English

Confirmando una verdad arraigada en el corazón de los fieles, el 1 de noviembre de 1950 Pío XII definió solemnemente el dogma de la Asunción de María: «Pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste». Estas palabras, contenidas en el punto culminante de la constitución apostólica Munificentissimus Deus, contienen los cuatro dogmas relativos a María, proclamados por la Iglesia a lo largo de los siglos y en muy estrecha relación entre sí: la Maternidad Divina (Concilio de Éfeso, año 431), la Virginidad perpetua (Concilio de Constantinopla II, año 553), la Inmaculada Concepción (Ineffabilis Deus de Pío IX, año 1854) y, precisamente, su Asunción en cuerpo y alma, que hace de la Virgen el fruto supremo de la Redención y un signo de esperanza segura para la resurrección y glorificación de todos los justos, en Cristo.

Por tanto, el cuerpo de María - preservada del pecado original y la cual nunca cayó en un pecado venial - no se echó a perder después de que «el curso de la vida terrenal» [Pío XII no usó la palabra «muerte» en la definición dogmática. El Papa Pacelli quiso, pues, dejar tiempo para la profundización del estudio teológico, a la luz de los argumentos de los «inmortalistas» según los cuales Nuestra Señora no estaba sujeta al poder de la muerte, no habiendo Ella pecado jamás] terminó, sino que fue asunto en la gloria eterna, como sucederá al final de los tiempos para los cuerpos de los redimidos, que se reunirán con sus almas, que ya habrán pasado el Juicio particular.

Los primeros testimonios explícitos sobre la fe de la Iglesia en la Asunción de María se pueden encontrar en los escritos del siglo IV de san Efrén el Sirio (306-373) y de san Epifanio de Salamina (315-403). Pero ya en el siglo II la reflexión teológica sobre las gracias y los méritos de la Santísima Virgen había alcanzado altísimas cumbres con san Ireneo de Lyon, quien describió en profundidad el papel de María en la historia de la salvación, en dependencia y unión con el Hijo. De hecho, san Ireneo la presentaba como la nueva Eva, sobre la estela de la enseñanza paulina de Jesús como el nuevo Adán.

Muy antiguos son también los orígenes de la fiesta que se extendió primeramente en Oriente, donde se celebraba, al menos desde el siglo VI, la «Dormición de la Virgen» (la «dormición» implica la tesis del sueño profundo, que habría precedido a la elevación al cielo). Luego echó raíces en Occidente, gracias en particular al papa Sergio I (687-701), bajo quien la Dormitio ya era una de las cuatro principales fiestas marianas. Fue León IV (847-855), cuando en Roma la fiesta había tomado entre tanto el nombre de Asunción, quien le dio mayor solemnidad, prescribiendo una vigilia y una octava. Los escritos de los Padres, las innumerables iglesias dedicadas a la Asunción, las imágenes sagradas, los libros antiguos litúrgicos (desde el Sacramentario Gallicano hasta los textos bizantinos) muestran cuán profundamente arraigada estaba la fe de los cristianos en este misterio, el cuarto misterio glorioso del Rosario.

Los teólogos de la Escolástica - sobre todo los santos Alberto Magno, Antonio de Padua y Buenaventura de Bagnoregio - dieron una contribución notable a la profundización de la doctrina de la Asunción. Su fundamento es la Sagrada Escritura, que está llena de referencias a las glorias de María, desde el Génesis (Gén 3, 15) hasta la «mujer vestida de sol» del Apocalipsis (Ap 12, 1). El Doctor Seraphicus, en particular, siguiendo el ejemplo de un verso del Cantar de los Cantares (¿Quién es esta que sube del desierto, apoyada en su amado?), explicaba que en el Paraíso la persona goza de la plenitud de la felicidad precisamente en la unión entre alma y cuerpo, concedida de antemano a la gloriosa Madre de Dios. Y san Antonio, comentando un pasaje del profeta Isaías (para honrar el lugar donde se posan mis pies), escribía inspirado: «El lugar de los pies del Señor fue la Bienaventurada María, de quien asumió la humanidad, lugar que glorificó el día de la Asunción, exaltándola sobre los coros de los ángeles. Con esto es manifiesto que la Bienaventurada Virgen fue asunta en cuerpo al cielo, porque el cuerpo fue pedestal de los pies del Señor».

Pensando en la unión íntima entre Madre e Hijo, san Bernardino de Siena (1380-1444) claramente afirmaba que «María no debería estar si no es donde está Cristo; además, es razonable y conveniente que el alma y el cuerpo, tanto del hombre como de la mujer, estén ya glorificados en el cielo; finalmente, el hecho de que la Iglesia nunca haya buscado y propuesto las reliquias corporales de la Santísima Virgen para la veneración de los fieles proporciona un argumento que se puede decir que es una prueba casi sensible». En resumen, ya en la Edad Media se había formado en la teología católica tal consenso, en paralelo a la gran piedad popular, que negar la Asunción habría sido motivo de escándalo.

Con la llegada del siglo XIX y la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, la Santa Sede comenzó a recibir múltiples súplicas de todas partes del cristianismo, con la petición de definir también solemnemente el dogma de la Asunción. En 1946, Pío XII dirigió una encíclica a todos los obispos, preguntando qué sugería su «sabiduría y prudencia» y la devoción de los fieles sobre un pronunciamiento dogmático sobre María Asunta, confirmando la importancia dada al sensus fidelium. Las respuestas obtenidas fueron casi unánimemente a favor de definir el dogma, que fue posteriormente proclamado durante el Año Santo.