Santa Cecilia por Ermes Dovico
REFLEXIÓN

Así nos ha tapado la cara el Coronavirus (como a los esclavos)

El poder necesita destruir las relaciones sociales para crear individuos solitarios y perfectamente manipulables. Incluso ha legitimado el hecho de tener que ocultar el rostro con una mascarilla. Pero, ¿cómo se puede tener una relación con el otro sin verle la cara? Precisamente el rostro humano es la parte del cuerpo que debe estar siempre al descubierto y que no debe ocultarse. No es casualidad que en la antigua Grecia se definiera al esclavo como alguien sin rostro y, por tanto, sin dignidad.

Crónica 11_02_2021 Italiano English

Durante un paseo vespertino bajo los soportales del centro, un amigo me ha saludado pero yo no le reconocido. La mascarilla que llevaba me impedía identificar sus rasgos. Sólo después de haber contravenido las rígidas disposiciones anti-Covid, o lo que es lo mismo, haberse bajado el “bozal”, he podido averiguar quién era y devolverle el saludo. Un episodio trivial que le habrá ocurrido a quién sabe cuántas personas en estos tiempos de pandemia. Sin embargo, ese pequeño incidente me ha hecho reflexionar sobre la importancia del rostro humano. Una relación es imposible sin el reconocimiento del rostro de la otra persona.

Recuerdo haber leído en alguna parte que, nada más abrir los ojos a la vida, el ser humano busca un rostro: el de su madre. Una búsqueda que continúa a lo largo de la existencia y que representa el alma de la misma comunicación y relación con los demás. Descubrimos que somos hombres cuando somos capaces de mirar fijamente un rostro y decir “tú”.  De hecho, el recién nacido busca el rostro de la madre, al igual que el niño busca el rostro de los padres, el amante busca el rostro del amado, el discípulo busca el rostro del maestro, el hombre busca el rostro de Dios.

El drama de la sociedad líquida y posmoderna actual radica en que el hombre de hoy no sabe decir conscientemente “tú” a nadie. Precisamente en este drama reside y se esconde la búsqueda obsesiva y violenta de poder que caracteriza en gran medida las relaciones habituales entre las personas, basadas sobre todo en la reducción sistemática del otro a un designio de posesión y utilización.

Se trata de un modelo cultural impuesto desde hace tiempo por el poder y alimentado a través de su mortífera maquinaria de propaganda. Basta con ver cualquier drama televisivo de máxima audiencia o leer las revistas de entretenimiento.

El poder necesita destruir las relaciones sociales, crear individuos solitarios, aislados, posiblemente solteros, desarraigados, sin identidad, frágiles, indefensos y temerosos, es decir, sujetos perfectamente manipulables. Desde este punto de vista, la pandemia del Covid-19 ha sido un inesperado (¿o deseado?) maná caído del cielo. Incluso ha legitimado el hecho de tener que ocultar la cara con una mascarilla. Pero, ¿cómo se puede tener una relación con el otro sin verle el rostro? Precisamente el rostro humano es la parte del cuerpo que debe estar siempre descubierta y no escondida. No es casualidad que en la antigua Grecia se definiera al esclavo como ἀπρόσωπος (apròsopos), es decir, sin (a-) cara (pròsopos), y por lo tanto sin dignidad, sin libertad, una mera “res”, un objeto en manos del amo. El rostro descubierto es un signo de libertad. Incluso los leprosos retirados de la comunidad no tenían rostro.

El rostro es también lo que distingue al hombre del animal, como nos enseñó el gran Cicerón en su obra De Legibus (I, 27): “(...) is qui appellatur vultus, qui nullo in animante esse praeter hominem potest, indicat mores” (“lo que se llama rostro, que no puede existir en ningún ser vivo salvo en el hombre, indica el carácter de la persona”).

El rostro es un elemento esencial de las relaciones humanas. Incluso Dios, para darse a conocer a los hombres, ha tenido que dejarles entrever su rostro haciéndose hombre, es decir, entrando en la historia como persona. Se ha revelado a través del rostro de Jesucristo, que se ha convertido en el rostro del destino humano, la naturaleza del significado de nuestro ser, precisamente porque Jesucristo es el rostro del Padre. Así, la definición total del sentido del hombre en el mundo ha pasado a través de una cara.

También me he acordado de que el filósofo lituano Emmanuel Levinas dedicó gran parte de su investigación filosófica precisamente al significado del rostro. Para el pensador lituano, la epifanía, y por tanto la manifestación del otro, se produce en el diálogo, en el “cara a cara”. El otro se convierte, por tanto, en una revelación concedida en particular gracias al rostro, que es el primer medio de comunicación y el instrumento a través del cual se revela la humanidad de cada persona, hasta el punto de dejar entrever una huella del Infinito. El rostro es el lugar donde, más que en ningún otro sitio, se pone en juego la dinámica del hombre y, por tanto, también su relación con el Poder. Por eso –como ha escrito lúcidamente Giorgio Agamben, otro filósofo al que admiro- el rostro es también “el lugar de la política”.

El estado de excepción en el que ha caído la humanidad como consecuencia de la pandemia ha llegado al punto de hacer que la gente considere normal la ocultación del rostro, e incluso necesario impedir la epifanía del otro. Agamben vuelve a advertir, sin embargo, que “un país que decide renunciar a su propio rostro y cubrir con mascarillas las caras de sus ciudadanos en todos los lugares es, por ende, un país que ha borrado de sí mismo cualquier dimensión política”, y “en este espacio vacío sometido en todo momento a un control ilimitado, se mueven ahora individuos aislados unos de otros, que han perdido el fundamento inmediato y sensible de su comunidad y sólo pueden intercambiar mensajes directos a un nombre que ya no tiene rostro”.

Nunca como en estos tiempos el rostro ha sido tan realmente el lugar de la política, son tiempos en los que el derecho aparece condicionado por la emergencia sanitaria, en los que el Ausnahmezustand (estado de excepción) de Carl Schmitt corre el riesgo de convertirse en un paradigma normal de gobierno. Es el desafío a la tiranía que exige un pueblo de “apròsopos”, hecho de individuos sin rostro, sin dignidad, sin identidad, sin libertad.

Una vez más, Agamben es muy claro en este punto: “Nuestro tiempo impolítico no quiere ver su propio rostro, lo mantiene a distancia, lo enmascara y lo cubre. No debe haber más caras, sino sólo números y cifras. Incluso el tirano no tiene rostro”. Y así está sucediendo exactamente.