Ascensión del Señor
La glorificación de Jesús es el preludio de la glorificación de los miembros de su Cuerpo Místico, la Iglesia, llamada a continuar su misión en la tierra
«Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo» (Hch 1, 11). Las palabras de los dos ángeles que se aparecieron a los discípulos mientras aún intentaban ver la gloria de Cristo, oculta a sus ojos por una nube, cierran el relato bíblico de la Ascensión del Señor, el acontecimiento que marca el comienzo de la misión de la Iglesia.
Es un hecho significativo que Jesús vuelva al Padre ascendiendo, precisamente, desde la cima del Monte de los Olivos, ya que fue allí donde se consumó el misterio doloroso de su abandono total a la voluntad del Padre cargando sobre su sagrada humanidad, que sudaba sangre, el peso de los pecados de los hombres de todos los tiempos. La Ascensión es la realización gloriosa de este misterio: el cuerpo de Jesús, junto con su alma y su divinidad, entra definitivamente en la gloria de Dios y muestra el camino a los que lo aman.
En los Hechos de los Apóstoles, Lucas escribe que Jesús resucitado se apareció a los discípulos durante 40 días, dándoles las últimas instrucciones sobre el Reino de Dios y preanunciando el cumplimiento de otro misterio glorioso, Pentecostés: «[...] recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra» (Hch 1, 8). Ya en la Última Cena, Jesús les había explicado a los apóstoles la necesidad de irse de su lado para que se llenaran del Espíritu Santo: «Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito». Jesús también les había profetizado que la proclamación del Evangelio iría acompañada de persecuciones. Además, Pedro y sus compañeros habían sido instruidos sobre el fin último de la voluntad de Dios, a la que refieren las palabras de Jesús: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas. [...] me voy a prepararos un lugar» (Jn 14, 2).
La glorificación de Jesús es, por lo tanto, el preludio de la glorificación de los miembros de su Cuerpo Místico, la Iglesia, llamada a continuar su misión en la tierra. La Esposa de Cristo se hace fuerte en la promesa hecha por Él el día en que proclamó la primacía de Pedro: «Y el poder del infierno no la derrotará» (Mt 16, 18). Una promesa que contiene el anuncio de la batalla que se tendrá que continuar hasta el fin del mundo, así como la elección, entre Dios y el Enemigo, entre su Palabra y la mentira, a la que cada alma deberá enfrentarse. La felicidad eterna es la recompensa para aquellos que venzan su propia batalla espiritual y se ganen un lugar en el Paraíso. Allí nos espera el Hijo que “se sienta a la derecha del Padre”, como profesamos en el Credo y leemos en las Sagradas Escrituras. Sabiendo que Jesús se hizo verdaderamente presente para siempre en la Eucaristía, un alimento salvífico con vista a los bienes de la Jerusalén celeste.
La celebración litúrgica de la Ascensión tiene orígenes antiquísimos, confirmada ya desde el siglo IV. Cuarenta días después de la fiesta de Pascua, la solemnidad de la Ascensión se celebra el jueves de la sexta semana del tiempo litúrgico de la Pascua. Aunque en los países donde no es una fiesta civil, se pospone al domingo siguiente.
Antiguamente, en los tres días anteriores a la Ascensión estaban muy difundidas las Rogaciones, lamentablemente hoy en desuso, aunque nunca se abolieron del todo. Las introdujo en el siglo V san Mamerto de Vienne, después de una serie de desastres naturales: ideó un maravilloso triduo de oraciones, ayunos y procesiones solemnes, para pedir con confianza el favor de Dios. ¡Sería hermoso redescubrirlas!
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