Todos rezan por el Papa, pero piden “solo” la curación
Los llamamientos a la oración por la salud física del Pontífice parecen olvidar lo más importante para un hombre de 88 años que, tarde o temprano, se acerca al final de su camino terrenal: las gracias necesarias para ganar la última batalla. La decisiva para él y para todos.
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La salud del Santo Padre parece gravemente comprometida. Una nueva TAC de tórax, realizada el martes pasado, reveló una neumonía bilateral que ha obligado a los médicos a revisar las terapias y que ha complicado bastante el cuadro clínico del Pontífice, lo que sin duda prolongará su estancia en el Policlínico Gemelli y podría marcar un declive quizás irreversible, a pesar de las garantías de que el Papa ya se está preparando para las celebraciones de Pascua.
Ante este panorama, es natural y digno de elogio que se difundan llamamientos a la oración por el Papa Francisco; llamamientos que se centran sobre todo en pedir la gracia de su curación. Evidentemente, no es esto lo que deja perplejos: la salud y la enfermedad están sin duda en manos de Dios y, por lo tanto, es justo dirigirse a él para pedir la curación de un enfermo, como enseña la práctica constante de la Iglesia.
Pero... Hay un “pero”. Dado el cuadro clínico del Pontífice y su venerable edad, sería irresponsable y señal de una fe meramente horizontal detenerse en la petición de curación. Porque Jorge Mario Bergoglio, antes de ser el Papa Francisco es un hombre que parece acercarse a dos momentos cruciales de la vida humana: la última agonía y el juicio divino. Dios puede conceder la gracia de una curación, varias veces en la vida incluso, con o sin mediación médica, pero es imposible evitar la muerte y, con ella, el juicio de Dios, que determinará nuestra condición eterna.
Por esta razón, la caridad cristiana exige que, además de rezar por la salud de un enfermo, e incluso más que esto, se pidan al Señor todas las gracias necesarias para rechazar el pecado, ser purificados y ser sostenidos en la última gran batalla decisiva, durante la cual el maligno juega sus últimas cartas. Y no es difícil imaginar con cuánta astucia, vehemencia y “experiencia” lo hace. Todos aquellos a quienes se les ha confiado una responsabilidad pública en esta vida necesitan mayores gracias, tanto más el Jefe de la Iglesia universal, porque su juicio comprenderá también la forma en que la hayan ejercido y, como indica con gravedad San Benito en su Regla sobre el abad: “Recuerde siempre que, durante el tremendo juicio de Dios, deberá rendir cuentas tanto de su enseñanza como de la obediencia de los discípulos, y sepa que el pastor será considerado responsable de todas las faltas que el padre de familia haya podido encontrar en el rebaño” (II, 6-7), si no ha puesto “todo su empeño en una grey inquieta e indócil, tratando por todos los medios de corregir su mal comportamiento” (II, 8).
Se puede objetar que el Papa Francisco no está moribundo: duerme bien, se levanta un poco, desayuna, lee el periódico, hace algún trabajo; será verdad, pero hay que reconocer que su problema no es una simple bronquitis molesta y pasajera. Un hombre de casi noventa años, en estas condiciones, que además han empeorado a principios de semana, objetivamente corre un riesgo de vida.
Por parte de la Sala de Prensa, también sería deseable que se dieran noticias no solo sobre la salud del Pontífice, sino también sobre la forma cristiana de vivir la enfermedad y acercarse al día del gran paso. Hasta la fecha, solo se sabe que el Papa ha recibido la Santa Comunión: no hay noticias de que algún sacerdote haya celebrado la Misa por él en su habitación o en la capilla adyacente preparada, como sucedió con Juan Pablo II. Y tampoco se sabe si el Papa ha recibido el sacramento de la Unción de los Enfermos. Por el contrario, la triste noticia de que Francisco siguió la Misa por televisión el domingo pasado se difundió a través de la prensa. ¿No se pensó en preparar un pequeño altar móvil en la habitación del papa hospitalizado y celebrar por él el día del Señor?
No se trata de no meterse en los asuntos ajenos. En una época como la nuestra, en la que no se llama al sacerdote por miedo a que el enfermo se dé cuenta de que está muriendo y ni siquiera los cristianos recuerdan la importancia de los sacramentos, en particular la Confesión, la Unción de los Enfermos y la Extremaunción, y de los sacramentales apropiados, como la oración y la bendición de los enfermos, y también el aceite exorcizado, agua bendita, etc., es una gran obra de evangelización recordar cómo un cristiano está llamado a prepararse para la muerte que parece cercana, más aún si este cristiano es el Jefe de la Iglesia visible. Y se espera que aquellos que una vez fueron llamados “los consuelos de la Religión” hayan llegado efectivamente al Pontífice, dada la falta de Misa dominical.
Y luego, permítanme sugerir otra intención de oración, tal vez al Arcángel San Miguel: que haga naufragar cualquier intento de aprobar en el último momento decisiones o documentos problemáticos que hasta ahora yacían inertes en los cajones de los escritorios de algún Dicasterio.