Tiananmen: Así nos han impuesto el “modelo chino”
Mirando hacia atrás en estos treinta y un años que nos separan de la masacre de la Plaza de Tiananmen, tenemos que reconocer que el régimen comunista chino ha ganado, imponiendo su “ley” a nivel internacional y más aún con la deriva de los países occidentales que ahora se han casado con el “modelo chino”. Sólo nos queda esperar que suceda uno de esos eventos impredecibles en la historia que a menudo trastornan los planes de los hombres.
“Rape of Pekín”, la violación de Pekín. Éste era el título que dio la que entonces era la revista semanal más importante de Asia, la Far Eastern Economic Review, para relatar la masacre de la Plaza de Tiananmen en la noche del 3 al 4 de junio de 1989. Tanques pasando por encima de las carpas que habían estado acogiendo a decenas de miles de manifestantes durante dos meses, al principio sólo estudiantes y posteriormente también maestros, trabajadores y demás. Soldados llegados desde provincias lejanas que disparaban a civiles indefensos. Una horrible barbarie, una brutal demostración de fuerza por parte de un régimen comunista que estaba decidido a hacer todo lo que estuviera a su alcance. Cientos o miles de muertos (nunca ha sido posible conocer la cifra real) ese día, y luego una despiadada cacería humana en los días siguientes, casa por casa, buscando a los que habían escapado de la masacre en la plaza. Con resultados fácilmente imaginables.
Las imágenes e historias de ese día conmocionaron a la opinión pública mundial, quedaron grabadas en la memoria y fueron una herida para el pueblo chino que nunca se curó; tanto es así que lo que sucedió en la Plaza de Tiananmen sigue siendo un tema tabú en China. Y ahora, después de treinta y un años, estamos siendo testigos de la repetición de esas mismas dinámicas en Hong Kong: el riesgo de un nuevo Tiananmen es más real de lo que se podría pensar. Y la razón principal es que la Plaza de Tiananmen no sólo fue una rotunda e impune violación de los derechos humanos, sino que representó el comienzo del imparable ascenso de China: no sólo como potencia mundial, sino ante todo como modelo universal. Y es que sea cual sea el abuso o violencia que comete del régimen chino, no encuentra casi resistencia entre las “grandes” potencias.
Para entender esta declaración necesitamos entender los pasos clave. En primer lugar, el contexto en el que se toma la decisión del presidente Deng Xiaoping de romper con las concesiones y pasar a la vía dura. Durante meses China había sido un hervidero: no sólo Pekín, sino también en otras grandes ciudades comenzaba a haber manifestaciones pro-democracia. Fueron precisamente las reformas económicas de Deng, con la apertura al capitalismo, las que alimentaron las expectativas de reformas, incluidas las políticas, en el sentido de una mayor libertad. Pero el régimen chino vio con terror la posibilidad de una desintegración del poder como estaba ocurriendo en la Unión Soviética de Gorbachov. El imperio aún no se había derrumbado (el Muro de Berlín sería derribado en pocos meses) pero las señales eran inequívocas: en Pekín estaban convencidos de que si el Partido Comunista Chino seguía los pasos de Gorbachov, estaría firmando su sentencia de muerte.
Segunda cuestión: la reacción occidental. Frente a una respuesta tan grave no se podía fingir indiferencia. La condena fue clara, y también se impusieron sanciones a China, pero sin una verdadera convicción. La razón principal era que la carrera por el mercado chino (una quinta parte de la población mundial) ya había comenzado, que se estaba abriendo gracias a las reformas económicas, y ningún país occidental quería perder terreno frente a sus competidores. China parecía ser el salvavidas de las economías de los países industrializados que cada vez podían contar menos en los mercados internos. Siguiendo esta misma línea, las diplomacias occidentales aceptaron fácilmente –y casi hicieron suyas- las justificaciones de Pekín que consistían en explicar que si el régimen hubiera cedido en aquella Plaza, China se habría hundido en el caos con consecuencias impredecibles para todo el mundo. Entonces comenzó a prevalecer el argumento de que para convencer a China de que se abriera a la democracia sería mejor mantener las relaciones y entablar un diálogo constructivo en lugar de condenar y aislar. Obviamente Pekín comprendió que éste era un punto débil de los países industrializados y por tanto lo explotó a su favor.
De hecho, en el período posterior a Tiananmen se ha visto cómo esta tendencia se fortalecía y se consolidaba, y así hemos llegado al tercer paso. El régimen comunista ha intensificado las reformas económicas, lo que hizo que la economía china comenzara a crecer a tasas de dos dígitos en la década de los noventa, pero manteniendo al mismo tiempo un férreo control político y social.
Así fue como el “modelo chino” comenzó a ganar adeptos en el mundo occidental. El pragmatismo político y económico dio paso a una admiración convencida por el éxito del régimen chino en el mantenimiento de la estabilidad de un país equivalente a un continente, combinando el crecimiento económico y el control político. Es precisamente esto lo que gradualmente se convirtió en el sueño de las elites occidentales, cada vez más cansadas de la democracia y de estar a merced de la voluntad del pueblo que –tal y como hemos visto en los últimos años- a menudo va en la dirección opuesta a la deseada. El sueño es un hombre reducido a un objeto de producción y de consumo que, como tal objeto, adquiere por lo tanto valor en relación con su utilidad y se descarta si no es adecuado o bien cuando llega al final de su ciclo de producción.
La admiración y la identificación con las razones de Pekín se han fortalecido constantemente a pesar de la creciente peligrosidad de China, tanto desde el punto de vista militar, dado que durante este tiempo ha adquirido un poder que ya ha mostrado su peligrosidad en la zona de Asia y el Pacífico; como desde el punto de vista comercial, donde está poniendo en dificultades a las economías occidentales que se habían engañado a sí mismas al encontrar el paraíso en la tierra personificado en China.
Así pues, mientras China ha crecido considerablemente a nivel internacional –véase la colonización de África y la inversión en los países occidentales, especialmente mediante la compra y gestión de infraestructura, por no hablar de las telecomunicaciones-, al mismo tiempo Occidente se está quedando atrás, en una imitación gradual y creciente del “modelo chino”. En la pandemia causada por el coronavirus hemos visto claramente este cambio en los equilibrios internacionales (con China liderando también la Organización Mundial de la Salud y el americano Trump como único presidente intentando contrarrestarla) y la adquisición del “modelo chino” (Italia ha sido uno de los mejores ejemplos).
Para completar el cuadro hay que recordar que el “modelo chino” también ha conquistado el Vaticano en los últimos años: un ejemplo de ello es el acuerdo –que todavía es secreto- sobre el nombramiento de obispos en China y la desconcertante tendencia de las conferencias episcopales nacionales (occidentales) a concebirse a sí mismas como “Iglesia patriótica”, tal y como ha demostrado ampliamente la reciente crisis del coronavirus.
Treinta y un años después de la masacre de la Plaza de Tiananmen, por lo tanto, de acuerdo con una lógica puramente mundana, hay que reconocer que el régimen comunista chino ha ganado esa apuesta. En primer lugar, en el plano político: hoy se puede permitir que se viole abiertamente el acuerdo de autonomía de Hong Kong sin que el Reino Unido (con el que firmó la Declaración Conjunta para el retorno de la antigua colonia británica bajo soberanía china en 1997) diga una palabra. Y sin que un solo país occidental -excluyendo a los Estados Unidos pero incluyendo al Vaticano- levante un solo dedo en protesta. Si en Hong Kong se repitiera lo que vimos en la Plaza de Tiananmen, nadie se sorprendería, y las reacciones, aunque fuesen reales, serían aún menos fuertes que hace treinta y un años.
Pero es que además el régimen chino también ha ganado en el plano cultural: lejos de haber concedido una sola libertad a sus ciudadanos, son más bien los ciudadanos occidentales –esto es, nosotros- los que estamos perdiendo gradualmente nuestras libertades en Estados cada vez más intrusivos y totalitarios.
Sabemos, sin embargo, que en la historia hay elementos que están fuera del control incluso de los tiranos más precavidos, suceden eventos impredecibles que son capaces de cambiar un curso que parecía ya definido. Ya sea que tarde un año o que tarde cien, esto también depende de la libertad de los hombres. El evento más grande y decisivo ha sido sin lugar a dudas el cristianismo y muchas veces en la historia el hecho cristiano ha sido decisivo (basta pensar en la disolución del Imperio Soviético) para la libertad de los pueblos. La mayor responsabilidad de las actuales jerarquías eclesiásticas es no creerlo.