Testimonio de un cristiano desde el infierno sirio de la cárcel de Sednaya
Hoy presentamos este reportaje desde la prisión de Sednaya, cerca de Damasco, conocida como “el matadero de seres humanos” durante el régimen de Assad. Entrevistamos a un antiguo preso, un cristiano encarcelado injustamente que quedó en libertad cuando cayó el régimen. Un preso relativamente “afortunado” que, sin embargo, fue testigo de horrores indescriptibles.
En un día soleado, salgo de Damasco en microbús, que es como se les llama aquí a los pequeños autobuses para quince personas, con dirección a Sednaya. Voy a la prisión militar símbolo del régimen de Assad, llamada “el matadero de los seres humanos” y destinada a los enemigos del régimen y a los prisioneros “especiales”.
El pueblo del mismo nombre está situado en una colina a unos 20 km de la capital, y es conocido por el convento ortodoxo griego de Nuestra Señora de Sednaya, fundado en 547 por el propio emperador bizantino Justiniano I, según la tradición. La prisión se encuentra en la carretera principal, unos kilómetros antes de entrar en el pueblo, a la derecha cuando se viene de la ciudad. El topónimo Sednaya significa “caza de gacelas” en árabe, porque parece que la zona era la finca de caza de los gobernadores romanos de la provincia de Siria. El nombre tiene algo de siniestro cuando se piensa en los cientos de miles de hombres, mujeres y niños que han sido detenidos, torturados y asesinados en la prisión desde su fundación en 1987.
El pasado 8 de diciembre, la primera operación a escala nacional de los hombres de Hayat Tahrir al Sham, tras derrocar a Assad, fue la apertura de prisiones en todo el país, de Hama a Adra, de Latakia a Sednaya, de donde, según la ONG Red Siria de Derechos Humanos, fueron liberados unos 2000 presos, mientras que la Asociación de familiares de los presos de Sednaya habla de unas 4300 personas liberadas. El número exacto de personas fallecidas en Sednaya, víctimas de ejecuciones sumarias, torturas, violaciones, inanición o enfermedades, sigue y probablemente seguirá siendo desconocido. La gestión de la prisión estaba en manos de diversas fuerzas del orden, desde el ejército hasta la policía, pero la parte operativa estaba reservada a los miembros de la Shabiha, la policía secreta de Assad, una auténtica milicia compuesta en su mayoría por alauitas que durante los años del régimen fueron culpables de los crímenes más horribles contra el pueblo sirio. Baste decir que la mencionada Red Siria de Derechos Humanos estimó que sólo 24.000 personas de una lista de 136.000 desaparecidos en el aire han sido liberadas de las cárceles sirias después del 8 de diciembre; el destino del resto es desconocido, aunque por desgracia podemos imaginarlo.
Mientras el microbús sube la colina, nos encontramos con una manifestación de soldados del ejército de Assad que protestan frente a un cuartel: exigen que se les devuelvan sus documentos de identidad confiscados por los nuevos dirigentes de Siria, alegando que no han hecho nada malo y que tienen derecho al menos a recuperar sus documentos ya que han perdido el trabajo. Un compañero de viaje me asegura que “el 90% de ellos lo conseguirán si se demuestra que no han hecho nada malo”. Al acercarnos a la prisión, nos saluda una valla publicitaria del hotel Sheraton de Sednaya: es una triste ironía porque la valla tiene como telón de fondo el edificio de la prisión que empieza a vislumbrarse en lo alto de una pequeña colina.
Me bajo del autobús frente a la entrada pintada con los colores de la nueva Siria, donde algunos hombres de Hayat Tahrir al Sham hacen guardia. Encuentro un ambiente jovial y relajado; los jóvenes armados (el mayor, y líder del grupo, tiene treinta y ocho años) ríen y bromean entre ellos, y si no fuera por la vestimenta paramilitar y las armas a la vista, parecerían un grupo de tipos corrientes. Sus barbas no son excesivamente largas y llevan la cara descubierta. Tras comprobar que he llegado en autobús, uno de ellos se ofrece a llevarme en moto hasta el edificio, que está a un par de kilómetros de la entrada. Aquí el ambiente empieza a cambiar: el impacto con el enorme edificio, ya desde fuera, se siente claramente. En la entrada hay un viejo taxi, esperando a algunos periodistas de la prensa internacional que ya están dentro.
Junto con mi joven Cicerón también entro y me detengo ante la puerta de la primera celda que encontramos. Sin haber visto nada todavía, me impresiona el olor, que me golpea como un puñetazo en el estómago, algo indescriptible. Mi guía me dice que en cada celda –las que veo son cuadradas, a simple vista de unos 5 por 5- podrían estar hacinadas hasta cien personas. También bajamos las escaleras, hasta la entrada de los infames túneles donde se mantenía a los prisioneros en la oscuridad y se les sometía a las peores torturas. Y aquí prefiero citar las palabras de Charbel, que pasó cuatro años y medio en Sednaya.
Me encuentro con Charbel (el nombre es ficticio) en su oficina, que fue liberado al amanecer del domingo 8 de diciembre y en la mañana del martes 10 volvió al trabajo. Cuarenta años, propietario con su hermano de una empresa de materiales de construcción heredada de su padre, Charbel procede de una familia cristiana de clase media de Damasco. Me saluda con exquisita cortesía; tiene una sonrisa abierta, buen porte, va bien vestido y todo en él destila energía y determinación. Su aspecto contrasta con la miseria de los lugares que acabo de visitar. Intercambiamos las primeras cortesías, hablamos un poco de nosotros, de la situación en Siria, del pasado y del presente del país. Es difícil entrar en materia, parece increíble que la persona que tengo delante haya estado alguna vez en Sednaya ni siquiera para visitar a un amigo, y mucho menos como detenido. Finalmente, me armo de valor y le pregunto por qué demonios había acabado allí. La respuesta es surrealista: “En 2019, nuestra empresa había recibido grandes pedidos del Gobierno sirio y de la embajada de Estados Unidos en Beirut. Uno de nuestros competidores, decepcionado por no haber conseguido esos contratos, me denunció por espionaje, citando el hecho de que nuestro socio francés tenía a su vez un socio israelí”.
¿Es posible? ¿Era suficiente para acabar en la cárcel más dura de Siria? “Por desgracia, nuestro competidor también era miembro de Shabiha y le resultó muy fácil denunciarme. En 2019, la policía secreta me convocó dos veces y exigió dinero a cambio de eliminar mi expediente. Dado que me negué, la tercera vez, a principios de 2020, estuve detenido primero 28 días y luego 50 en dos comisarías diferentes. Después me enviaron a Sednaya hasta mi liberación el pasado 8 de diciembre”. ¿Cuántos estabais en la celda y cómo os trataban? “Casi siempre éramos cuatro, durante algunos periodos tres. Como cristiano me trataron bien, mucho mejor que a mis compañeros musulmanes. Los alauitas son una minoría y por eso respetan a la minoría cristiana, mientras que odian a los suníes. Como puedes imaginar, el favoritismo hacia mí me trajo problemas con mis compañeros de celda, a los que intentaba ayudar cuando podía. Pasábamos el tiempo charlando entre nosotros; incluso me aprendí el Corán de memoria oyéndoselo recitar. Dormíamos en el suelo, la comida nos la daban en cuencos de plástico. Podíamos lavarnos, pero sólo con agua fría. Una vez al mes podíamos afeitarnos. Las condiciones eran buenas comparadas con cómo trataban, torturaban y mataban a otros prisioneros”.
¿Se permitían las visitas? “Sí, cada 45 días se podía visitar a los presos. Mi madre y mis hermanos venían a visitarme regularmente. Mi mujer, en cambio, sólo vino a verme una vez y el año pasado me pidió el divorcio a través de la administración penitenciaria. Quería rehacer su vida y el momento de mi eventual puesta en libertad era imprevisible”. La ruptura de las familias es otra de las terribles consecuencias de las detenciones arbitrarias en las cárceles sirias. Hay familiares que siguen buscando a sus seres queridos desaparecidos incluso después de muchos años. “Mi madre solía traerme ropa, sábanas y artículos de higiene personal que eran requisados regularmente por los hombres de la Shabiha”, continúa Charbel. “Nuestros guardias recibían un salario de 20 dólares al mes y lo complementaban robando a los detenidos. Las visitas también eran una oportunidad para pedir dinero a los familiares para nuestra liberación. Era un auténtico negocio dentro de la cárcel, dirigido por una administración paralela dependiente de la policía secreta. A mi madre le pidieron 200.000 dólares para liberarme; primero pagó 10.000, luego otros 5.000, y después le dijeron que, dado mi caso ‘especial’, debía escribir directamente a Bashar al Assad, cosa que hizo. Como era de esperar, nada se movió”.
Mientras hablamos, Charbel enciende un cigarrillo tras otro: echaba mucho de menos fumar en la cárcel. En apenas un mes de libertad sus dedos se han vuelto amarillos por la nicotina, como los de los fumadores más empedernidos. Me atrevo a preguntarle si durante su estancia en la cárcel vio morir alguna vez a alguien. “No lo he visto, pero lo he oído. En la celda contigua a la nuestra había un tipo, más o menos de mi edad, que había estado en la cárcel años atrás. Liberado, había huido a Holanda, donde temerariamente había concedido muchas entrevistas televisivas denunciando los abusos que había sufrido en las cárceles de Assad. Años después fue detenido en el aeropuerto de Beirut, adonde había llegado para ver a su familia refugiada en Líbano, y conducido directamente a Sednaya. Enfermó de cólera (se declara una epidemia al menos una vez al año, yo mismo enfermé varias veces) y fue tratado con antibióticos, lo que naturalmente agravó su estado. Durante tres días le oímos gritar de dolor, mientras los guardias le daban patadas para que dejara de gemir; después de tres días de agonía murió”. Charbel, tras unos segundos, añade: “Créame, cuando salí de la cárcel me olvidé de todo. No sé cómo explicarlo, ese lugar te saca el corazón del pecho. Ya no sientes nada”. Le pregunto si tiene noticias del hombre que le envió a la cárcel injustamente: “Estoy intentando localizarle. Sé que está en Homs, arriesgando su vida ahora que Assad ha caído. Me gustaría llamarle por teléfono y decirle que estoy fuera: ésta será mi venganza. El resto se lo dejo a Dios”.