ENTREVISTA / Abbé Vernier

“Sólo la fidelidad a la jerarquía eclesiástica es católica, incluso en la prueba”

Sedevacantistas, sedeprivatistas, lefebvrianos y tradicionalistas que niegan la autoridad del Papa: La crisis de la Iglesia es manifiesta, pero la única solución católica es una triple fidelidad: fidelidad a la jerarquía, fidelidad a sus enseñanzas infalibles en su magisterio constante y fidelidad a la liturgia coherente con la naturaleza sacrificial de la Misa. La Brújula Cotidiana entrevista al abate Hilaire Vernier, sacerdote de la Fraternidad Sacerdotal San Pedro.
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Ecclesia 05_07_2024 Italiano English

La crisis en el seno de la Iglesia católica es evidente y parece que el sistema de “anticuerpos” del cuerpo místico ya no reconoce los agentes patógenos que ponen en grave peligro la salvación de las almas, sino que, por el contrario, ataca lo que hay de bueno y santo en la Iglesia. Empeoran el cuadro “inmunitario” las reacciones exageradas que ponen en grave peligro la vida de las almas y que, para colmo, cada vez más muchos consideran como el bote salvavidas en el que subirse antes de que se hunda el barco.

Hemos pedido al abate Hilaire Vernier, sacerdote desde 2017 y miembro de la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro, que nos ayude a comprender las trampas, no siempre evidentes, que acechan en estas supuestas soluciones a la crisis. ¿La razón? Que la verdad sea proclamada en su integridad. Desde hace más de quince años, el abate Vernier se ocupa de apologética y de cuestiones relacionadas con el tradicionalismo, y ha realizado varias colaboraciones para el sitio Claves.org

Entre los efectos de la grave crisis que vivimos en el seno de la Iglesia católica se extienden cada vez más dos formas de sedevacantismo en el mundo “tradicionalista”: una explícita y declarada, la otra implícita y práctica. ¿Podría describirlas brevemente?
El sedevacantismo declarado consiste en afirmar que la Sede Apostólica está vacante (desocupada) para algunos desde 1965 (clausura del Concilio Vaticano II), para otros desde la elección de Pablo VI, o incluso de Juan XXIII. Esta postura se basa en diversas razones, que varían según las comunidades sedevacantistas, y que a veces se combinan entre sí: invalidez de los nuevos ritos de ordenación, herejías profesadas por el magisterio del Vaticano II o de papas posteriores, herejía formal del candidato elegido al papado...

El sedevacantismo práctico, en cambio, consiste en considerar que la obediencia a la jerarquía eclesiástica - que se manifiesta, entre otras cosas, por el reconocimiento canónico (la integración oficial de su comunidad en la jerarquía eclesiástica) - no entra en el ámbito de la fe en la Iglesia, sino en el de su disciplina; una disciplina que no es un fin en sí misma y de la que se puede derogar en caso de necesidad. Sus miembros, como los de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X (FSSPX), afirman por tanto que, para permanecer fieles a la integridad de la Revelación, en la práctica no es necesario someterse a la sumisión normalmente debida a la jerarquía eclesiástica para poder ejercer públicamente el ministerio sacerdotal.

De hecho, mientras que los partidarios del sedevacantismo práctico se jactan verbalmente de reconocer al Papa y rezar por él, o de aceptar su jurisdicción para dar la absolución sacramental, en la práctica actúan como sedevacantistas o “sedeprivacionistas”.

Estos últimos creen que el Papa -a pesar de ser “aparentemente” (materialmente) Papa- no está investido realmente de la autoridad que le corresponde, debido a un rechazo tácito de su cargo, por falta de intención de gobernar la Iglesia o de enseñar de forma católica (alegando que no buscaría su propio bien común).

Pasemos al sedevacantismo declarado. Algunos piensan que, por diversas razones (falta de consenso, invalidez de la renuncia de Benedicto XVI, violación de las reglas del cónclave, etc.), la elección del Papa Francisco sería inválida.
Además de que Benedicto XVI nunca ha cuestionado públicamente la legitimidad de su sucesor, hay que señalar también que ningún cardenal, ni antes ni después de la muerte de Benedicto XVI, ha puesto en duda la validez de la elección del Papa Francisco.

Afirmar que Francisco no es realmente Papa con el pretexto de alguna irregularidad relativa a su elección equivaldría a adoptar un sedevacantismo oculto, es decir, a declarar no sólo que la Sede Romana está vacante, sino también a suponer que esta ausencia de un verdadero Papa permanece oculta a los ojos del mundo y de casi todos los católicos. Los teólogos y la práctica eclesiástica coinciden en afirmar que la gran mayoría de los fieles, todos los cardenales y todos los obispos en ejercicio no pueden ignorar la vacante de la Sede Apostólica tal y como ocurriría si, en contra de las apariencias, Francisco no fuera Papa.

El cardenal Billot, considerando el caso de la elección ilegítima de un papa, afirma en su famoso tratado sobre la Iglesia: “Sin duda, Dios puede permitir a veces que se prolongue la vacante de la Sede. También puede permitir que surjan dudas sobre la legitimidad de una persona elegida. Pero no puede permitir que toda la Iglesia reconozca como Papa a alguien que no lo es ni verdadera ni legítimamente. Por lo tanto, desde el momento en que el Papa es reconocido como tal y está ligado a la Iglesia como una cabeza a su cuerpo, ya no es necesario plantear la cuestión de un posible vicio en la elección o de un defecto en las condiciones requeridas para la legitimidad, porque la adhesión de la Iglesia opera como una sanatio in radice para cancelar cualquier vicio en la elección, y demuestra infaliblemente que se cumplen todas las condiciones requeridas” (De Ecclesia Christi, tomo II, Publication du Courrier de Rome, 2010, p. 457, n°950).

Otros sostienen que incluso si la elección de Francisco fuera válida, el Papa sería depuesto ipso facto por herejía manifiesta. ¿Cuál es su opinión?
La opinión de que un Papa podría perder ipso facto su pontificado por herejía se difundió entre teólogos de gran autoridad (san Roberto Belarmino, san Francisco de Sales...) solamente a finales de la Edad Media. Sin embargo, esta opinión teológica, aunque no condenada por la Iglesia, nunca ha sido recogida por el magisterio de un concilio ecuménico o de un papa. Sin embargo, es esclarecedor observar que, en el pasado, la Iglesia condenó a un papa herético, Honorio I, por monotelismo, pero sólo póstumamente y no durante su pontificado.

Entre los partidarios de este punto de vista, algunos creen que la herejía formal basta por sí sola para perder el pontificado. Para otros, sería necesario que esta herejía fuera pública y declarada como tal por la jerarquía eclesiástica. Pero sin embargo el Derecho Canónico (canon 1404) reitera que el Papa no puede ser juzgado por nadie.

Los partidarios de la deposición inmediata de un Papa por herejía formal se olvidan de que, para permitirse juzgarlo como a cualquier clérigo que ha cometido un delito canónico, declarar la herejía “formal” (es decir, culpable) y resolver cualquier controversia sobre la herejía de quien ocupa la Sede Romana y su culpabilidad, es necesario tener autoridad. Ahora bien, si surgiera una controversia, podría ocurrir que el ocupante de la Sede de Pedro no fuera realmente culpable de herejía, por lo que seguiría siendo verdaderamente Papa y, por tanto, estaría exento de cualquier poder judicial superior.

Por último, es muy interesante observar que la Iglesia considera que incluso un clérigo herético que tiene poder de jurisdicción ordinaria o delegada (obispo diocesano, párroco, etc.) y que ha sido excomulgado latæ sententiæ por una herejía conscientemente profesada, puede utilizar este poder de manera lícita y vinculante, mientras no haya sido depuesto. Esto equivale a decir que una persona que ha abandonado la Iglesia por herejía puede seguir gobernándola, en virtud de su cargo, que no puede reducirse a su persona. Algunos canonistas comparan esta situación a la de un árbol muerto desde la raíz pero con ramas aún vivas.

Independientemente de estas opiniones y de todas las razones que podrían aducirse para cuestionar la legitimidad de un Papa, no cabe duda de que un pontífice romano aceptado pacíficamente por la casi totalidad de los católicos no puede ser un usurpador; se trata de un hecho dogmático infalible, debido a la indefectibilidad de la Iglesia y a su naturaleza de sociedad visible.

Pasemos ahora al sedevacantismo práctico, al que usted vincula a la FSSPX. Usted ha calificado a la FSSPX de “eclesiovacantista” en varios artículos, en particular en los publicados el pasado mes de mayo en Claves.org (ver aquí y aquí) en respuesta al abate Jean-Michel Gleize, uno de los teólogos de la FSSPX. ¿Cuál es el problema crucial de la posición de la FSSPX?
La autojustificación y el posicionamiento de la FSSPX, al menos desde la consagración de cuatro obispos el 30 de junio de 1988 por el arzobispo Lefebvre en contra de la voluntad formal del Papa, implica necesariamente que el poder ordinario de jurisdicción de la Iglesia es un mero componente disciplinario del que, en tiempos de crisis, se podría prescindir como principio de prudencia. Y es precisamente esto lo que ha conducido inevitablemente a la autocefalia de la FSSPX, que sólo puede justificarse por un “eclesiovacantismo”, digan lo que digan sus representantes.
Los hechos lo demuestran fácilmente y resisten cualquier argumento que los cuestione. Por ejemplo, la FSSPX sostiene por principio que todos los miembros de las comunidades tradicionales oficialmente reconocidas por la jerarquía eclesiástica se han alineado con los errores del Concilio y del magisterio postconciliar.

Esto explica por qué la mayoría de sus sacerdotes amonestan a sus fieles a no asistir a la Misa dominical en lugar de a la Misa celebrada por los miembros de estas comunidades, peyorativamente llamadas “ralliées” [expresión que hace referencia al “ralliement” de León XIII, es decir, al acercamiento a la Tercera República francesa, ed.]. Además, la FSSPX no reconoce a priori ninguna autoridad magisterial propia de las enseñanzas del Concilio Vaticano II y de los papas posteriores, rechaza habitualmente toda communicatio in sacris entre sus miembros y clérigos que no pertenezcan a sus filas, incluso cuando la Misa se celebra en el rito tradicional e insinúa una duda general de principio sobre la validez de los sacramentos celebrados en la Iglesia latina por clérigos latinos (no sedevacantistas) distintos de los suyos después de la reforma litúrgica. Esta duda se basa en la intención modernista y ecumenista que se cree que ha presidido no sólo la reforma del rito de la Misa, sino también la del Orden Sacerdotal y los demás sacramentos que requieren el sacerdocio para ser válidamente celebrados.

Esto explica por qué sus obispos confieren de nuevo bajo condiciones la Confirmación a los fieles que han sido confirmados según el nuevo rito, y por qué obispos externos que se han unido a la FSSPX, como monseñor Lazo o monseñor Huonder, nunca han conferido el sacramento del Orden a seminaristas de la FSSPX.

Podría parecer excesivo considerar la posición de la FSSPX como “eclesiovancantista”. ¿Acaso la posición actual de la FSSPX no tiene más que ver con una “prudente desobediencia” a la jerarquía eclesiástica, corrompida por el modernismo y el liberalismo?
Para aquellos que no son capaces de ver que la posición de la FSSPX no es sólo una discutible interpretación de la obediencia -incluso de la obediencia prudente- en tiempos de crisis, sino una evasión habitual de la jurisdicción confiada por Cristo a la jerarquía de su Iglesia, vale la pena recordar algunos hechos, más elocuentes que cualquier argumento: la FSSPX no se somete habitualmente en modo alguno a la autoridad del Papa y de los obispos unidos a él; invoca un estado de necesidad generalizado en la Iglesia para instituir sus obras apostólicas y administrar los sacramentos sin ninguna petición previa a los obispos de los lugares afectados, reclamando una jurisdicción de sustitución casi universal sin precedentes y sin ninguna base eclesiológica o canónica seria.

La FSSPX rechaza a priori la autoridad vinculante del Código de Derecho Canónico en vigor desde 1983 al mismo tiempo que acepta algunos cánones (como el del ayuno eucarístico reducido a una hora); del mismo modo que usurpa el poder exclusivo del Papa para juzgar nuevamente, en particular, los casos de nulidad matrimonial como último recurso, a través de su comisión Saint-Charles-Borromée, que es en realidad un verdadero tribunal eclesiástico cuya existencia parece disimulada.

En la práctica, aparte de la mención del Papa en el Canon de la Misa, la oración por las intenciones del Sumo Pontífice y la aceptación fortuita de los poderes de confesión concedidos a sus sacerdotes por el papa Francisco desde 2015, con motivo del Año de la Misericordia, nada distingue a la Fraternidad Sacerdotal San Pío X del sedeprivatismo. Por último, al negar la necesidad de una jurisdicción ordinaria en la Iglesia y creer que Cristo suple directamente todo lo necesario, sin pasar por la intermediación del Papa, la FSSPX parece admitir, a pesar de todo, que la jerarquía eclesiástica no es siempre necesaria para la Iglesia de manera concreta y verdadera.

Recientemente, el abate de Jorna, superior del distrito francés de la FSSPX, ha empezado a difundir la idea de que se avecinan nuevas consagraciones episcopales. La idea clave que siempre ha defendido la Fraternidad es la posibilidad de consagrar obispos sin jurisdicción, debido al estado de necesidad en que se encuentra la Iglesia tras el último Concilio. ¿Cómo responder a este argumento a favor de las consagraciones sin mandato papal?
Incluso si aceptáramos un estado de necesidad en la Iglesia resultante de una deficiencia generalizada en la jerarquía eclesiástica, este estado nunca puede eximir a la ley natural o divina revelada. Ahora bien, la designación de un candidato al episcopado es competencia del Soberano Pontífice por derecho divino, como nos recuerda Pío XII en su encíclica Ad Apostolorum principis, del 29 de junio de 1958, que enseña que las consagraciones episcopales sin mandato pontificio son “graves atentados contra la disciplina y la unidad de la Iglesia”, y es “nuestro preciso deber recordar a todos que la doctrina y los principios que rigen la constitución de la sociedad divinamente fundada por Jesucristo son muy diferentes”. Y añade: “Los sagrados cánones, en efecto, afirman clara y explícitamente que corresponde sólo a la Sede Apostólica juzgar la idoneidad de un clérigo para la dignidad y la misión episcopales y que corresponde al Romano Pontífice nombrar libremente a los obispos”.

Un poco más adelante, recuerda que “nadie puede conferir legítimamente la consagración episcopal si la existencia del oportuno mandato apostólico no está confirmada antes”. De ahí que para tal consagración abusiva, que es un gravísimo atentado a la unidad misma de la Iglesia, se establezca la excomunión reservada de modo especialísimo a la Sede Apostólica, en la que incurre automáticamente no sólo el que recibe la arbitraria consagración, sino también el que la confiere”. Pío XII no hace sino hacerse eco del magisterio constante al que ningún otro Papa o teólogo de reconocida autoridad es capaz de oponerse. Por tanto, la necesidad en la que se encuentra la Iglesia no puede justificar consagraciones episcopales contra la voluntad del Papa o sin al menos su consentimiento tácito, del mismo modo que la escasez de pan no autorizaría a sustituir el sacramento de la Eucaristía por otra cosa.

Pero, ¿y si se consagran obispos sin conferirles ninguna jurisdicción?
En realidad, ya el mero hecho de designar a un candidato a la sucesión apostólica contra la voluntad del Papa o sin su consentimiento constituye una violación de la ley divina. Y es que la designación de dicho candidato para recibir la plenitud del sacramento del Orden pertenece en última instancia sólo al Papa, de acuerdo con la práctica inmemorial de la Iglesia y su constante Magisterio, que siempre ha condenado el nombramiento o la consagración de un obispo contra la voluntad expresa del Papa. Es interesante observar a este respecto que mientras la Sede está vacante entre dos pontificados, no se nombran nuevos obispos, ni siquiera auxiliares. Si se produjeran nuevas consagraciones en el seno de la FSSPX contra la voluntad del Papa, ello no haría sino confirmar una vez más su eclesiovacantismo práctico. Hay que tener en cuenta que tres de sus obispos ya consagraron al obispo Rangel en 1991, sin ningún mandato papal.

Muchos fieles se sienten acorralados en un momento en que objetivamente es cada vez más difícil encontrar celebraciones eucarísticas dignas de ese nombre y sacerdotes que ayuden realmente en la vida de fe. Parece que la única posibilidad de supervivencia es seguir estas derivas. ¿Qué se les puede decir a este respecto?
La Iglesia establecida por Cristo y en virtud de la voluntad divina es perpetua, es decir, durará hasta el fin del mundo. Esta perpetuidad se aplica en particular al primado del Papa, a la jerarquía, a la doctrina revelada y a los sacramentos. Esta afirmación de la indefectibilidad de la Iglesia, que forma parte de la fe católica, fue definida por el Concilio Vaticano I.

Ahora bien, las consecuencias del tradicionalismo sedevacantista práctico o manifiesto, al ser contrario al dogma de la indefectibilidad y visibilidad de la Iglesia, conducen en última instancia al eclesiovacantismo. El sedevacantismo oculto de los tradicionalistas es contrario a la indefectibilidad de la Iglesia, pero también a su visibilidad y unidad, que implica la perpetuidad del primado del soberano pontífice: “De aquí deriva que están en un error grande y fatal los que modelan en su mente a su capricho una Iglesia casi latente y nada visible (...). Por esta razón, así como para la unidad de la Iglesia en cuanto ‘reunión de fieles’ se requiere necesariamente la unidad de fe, del mismo modo para la unidad de la Iglesia, en cuanto sociedad divinamente constituida, se requiere por derecho divino la ‘unidad de gobierno’ que produce y encierra en sí misma la ‘unidad de comunión’” (León XIII, Satis cognitum, 29 de junio de 1896).

La indefectibilidad de la Iglesia implica la permanencia de su jerarquía y de su potestad de jurisdicción, que son verdades de fe, y no podemos dejarlas de lado para protegernos de otros errores, como la negación práctica del dogma “fuera de la Iglesia no hay salvación”, la negación de la unicidad de la potestad suprema de jurisdicción en la Iglesia, o la proclamación de un derecho humano inalienable a sufrir impedimento alguno para actuar según una conciencia errónea en privado o en público, incluso en materia religiosa. Los errores dogmáticos, derivados del modernismo y del liberalismo, a los que se añaden los relativos a la moral (derivados en particular del personalismo y del naturalismo) y que están corrompiendo la predicación en la Iglesia, no son menos graves que los relativos a su indefectibilidad y a sus implicaciones necesarias.

El deber de glorificar a Dios santificándose y dando testimonio de la integridad de la fe católica en estos tiempos revueltos exige inseparablemente la fidelidad a la jerarquía de la Iglesia (es decir, la obediencia a sus preceptos legítimos y el reconocimiento efectivo de su jurisdicción ordinaria), la aceptación irrevocable de todas sus enseñanzas infalibles y de su magisterio constante, y la participación, en la medida de lo posible, en la liturgia más coherente con la naturaleza propiciatoria y esencialmente sacrificial de la Misa.

Esta triple fidelidad, puesta a prueba por esta crisis que afecta de diversos modos a las potestades de gobierno, enseñanza y santificación confiadas por Cristo a la jerarquía de su única Iglesia, es la única auténticamente católica, porque es la única coherente con el conjunto de la Revelación, sin la cual no hay salvación, y de la que la Iglesia es la única depositaria.