Seguir a Jesús por el camino de la cruz, la perseverancia que salva
Jesús es el perseguido por excelencia porque el mundo no acepta fácilmente su identidad y su mensaje. Y lo mismo ocurre con sus discípulos. Por eso, la Pasión es el método para perseverar en la fe permaneciendo al mismo tiempo en la Iglesia. Una meditación que afronta las causas de la crisis eclesial y su remedio, María, además de la necesaria unión entre misericordia y doctrina.
Publicamos a continuación el texto de la meditación preparada por monseñor Nicola Bux, teólogo y profesor de liturgia oriental, para la Jornada de la Brújula celebrada el sábado 28 de septiembre en Palazzolo sull'Oglio (Brescia), en la Comunidad Shalom, y centrada en el tema “Perseverar en la fe”.
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1. Batallas en el exterior, miedos en el interior
El Papa san Gregorio Magno escribe: “Los hombres santos, incluso cuando están atormentados por las pruebas, saben soportar a quienes les golpean y, al mismo tiempo, plantar cara a quienes quieren arrastrarlos al error. Contra los primeros se protegen con el escudo de la paciencia, contra los segundos empuñan las armas de la verdad. Combinan así los dos métodos de lucha recurriendo al arte verdaderamente insuperable de la fortaleza. Internamente enderezan las distorsiones de la sana doctrina con una enseñanza sin errores, externamente saben cómo sostener varonilmente toda persecución. Corrigen a los unos enseñándoles, vencen a los otros soportándolos. Gracias a la paciencia se sienten más fuertes que sus enemigos y con la caridad son más capaces de curar a las almas heridas por el mal. Resisten a los primeros para evitar que otros se desvíen también. Vigilan a los segundos con temor y preocupación para no que no abandonen completamente el camino de la rectitud. Así, vemos al soldado de los campos de Dios luchando contra ambos males: “Batallas fuera, temores dentro” (2 Cor 7,5)”[1].
“Pero el que haya perseverado hasta el fin, éste se salvará” (Mc 13,13). Perseverar, verbo que va unido a fidelidad, confianza, paciencia, sobre todo persecución y martirio.
Jesús es el perseguido por excelencia, desde su nacimiento hasta la muerte; la fase final de esa persecución es cruenta y llena de sufrimiento, hasta el punto de ser definida como “pasión”. De hecho, san Pedro en su Primera Epístola dice que sufrió por nosotros para que siguiéramos sus huellas (cf. 2,21). Además, la pasión de Jesús es un don concedido a todo hombre, tal y como afirma admirablemente san Pablo en la Epístola a los Gálatas 2,20: “Se entregó a sí mismo por mí”. La pasión de Jesús es por mí, por mi vida, por mi salvación; la pasión de Jesús es una gracia y un ejemplo, es el “método” para vivir la vida.
Por lo tanto, la pasión es el método para comprender cómo ser miembros del cuerpo de Cristo que es la Iglesia; por eso debemos recordar que no se nos puede tratar de manera diferente a como se trató a Jesús, que profetizó: “Si a mí me persiguieron, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15,20).
Hay que perseverar hasta el final. El punto culminante de la tribulación lo constituye la aparición de falsos mesías y profetas, contra los que Jesús advierte (cf. Mt 24,23s; Mc 13,21s; Lc 21,23s). Más allá del momento histórico en que se realizó esta profecía, a saber, el imperio de Calígula y Nerón, la advertencia pretende alertar a los cristianos de la reaparición periódica de los Anticristos. ¿Cómo resistir ante estos intentos de mistificación recurrente de Cristo? Es la propia constitución del colegio apostólico la que actúa como primer escudo de defensa; pero el punto de mayor resistencia lo constituye la atribución del encargo pastoral a Pedro, unida a la clara predicción de su martirio (cf. Jn 21,18) al que Jesús había aludido en Juan (13,36). La tarea que ha de asumir “más que aquellos” será objeto de persecución. La primacía, por tanto, recibe una estructura martirológica*, como Jesús ya había prefigurado indirectamente en su respuesta a la madre de los hijos de Zebedeo sobre el puesto de honor junto a él. Las persecuciones, comenzando por las del Sanedrín y Nerón, tuvieron como objetivo principal a Pedro, el príncipe de los apóstoles. Pero tras la muerte de los dos Santiagos, también Juan “bebió el mismo cáliz”, tal y como había prometido el propio Jesús (cf. Mc 10,39).
Así pues, la persecución es el destino de los discípulos: el mundo no puede aceptar fácilmente la identidad de Jesús porque si lo hiciera no supondría una novedad y el mundo no recibiría más que lo que ya tiene. El contraste, en cambio, demuestra que la realidad de Jesús es muy distinta de la del mundo. Por eso, la misión de los discípulos lleva en sí también este contraste.
A continuación, Jesús advierte precisamente contra los que, expertos en religión y en la ley, creen tener la llave de la interpretación y no dejan entrar a los demás; así acaban con los profetas, verdaderos portadores del Espíritu renovador. Cuando están vivos, son vituperados y enviados a la muerte: más tarde se erigen monumentos en su memoria (cf. Lc 11,47-53). Llama la atención que la persecución comience precisamente desde dentro de la comunidad (cf. Mt 10,21). Por lo tanto, seguir a Jesús significa hacerlo en el sufrimiento, tomando la cruz y perdiendo la vida (cf. Mt 10,38s; 16,24-28; Mc 8,34-35; 9,1; Lc 9,23-27; 14,27; 17,33; Jn 12,25). Esto no era fácil de entender para los discípulos, es más, era fuente de turbación; por eso Jesús reiteró la profecía de la pasión (cf. Mt 17,22s; Mc 9,30-32; Lc 9,43b-45).
Hay que aceptar la persecución por amor al Evangelio. Quien persevere hasta el final se salvará. Por tanto, la actitud necesaria durante la persecución es la perseverancia, que en la misión cristiana permite resistir al mal, no vencer. En definitiva, los discípulos de Cristo no están llamados a conseguir victorias en esta tierra, sino a oponerse a la mentalidad anticristiana mortal, que extingue la vida naciente con el aborto y la vida moribunda con la eutanasia: porque el mundo, aparentemente indiferente, se opone a Cristo. Por eso el cristiano está llamado a resistir con su testimonio, algo que le permitirá vencer al final: porque las ideas del mundo pasan como las modas, pero la Palabra de Dios permanece para siempre.
San Pablo ha trazado admirablemente las líneas de una “teología de la persecución”, en particular cuando afirma en la Primera Carta a los Corintios: “Insultados, bendecimos; perseguidos, soportamos; calumniados, consolamos; hemos llegado a ser como la basura del mundo, el desecho de todos: hasta el día de hoy” (4,12-13). Sangrienta o no, la persecución constituye el estatuto ordinario de la Iglesia*. El Martirologio es, pues, el vademécum necesario del cristiano. Desde el primer advenimiento de Cristo hasta su retorno, la bienaventuranza suprema sigue siendo la persecución (Mt 5, 11-12).
2. El estado actual de la Iglesia y sus causas
Cito ahora una significativa entrevista a monseñor Sergio Pagano en el periódico italiano “Corriere della Sera” del 13 de julio de 2024 como coronación de sus veintisiete años como Prefecto del Archivo Apostólico Vaticano. A la pregunta de si ve una decadencia o un renacimiento en la Iglesia actual, Pagano respondía: “Lamentablemente, después del Concilio Vaticano II hubo una desbandada general: demasiadas expectativas. Se creó desorden en la disciplina, en los seminarios y en las universidades pontificias. La doctrina ha vivido una crisis cada vez más profunda. Y en este clima de incertidumbre ha prevalecido una llamativa confusión. Constato la desorientación de los fieles y una cierta decadencia del pensamiento teológico. La propia pastoral se reduce a la caridad por la caridad, sin una inspiración vertical, basada en la fe”.
¿La causa? Podemos decir junto con san Agustín que “los pastores se pastorean a sí mismos” velando por sus propios intereses y no por la salvación de las almas. Hoy, la inmensa mayoría de los bautizados, simples fieles, sacerdotes y obispos, viven inmersos en la herejía sin saberlo (lo que significa una elección entre la verdad que hay que creer o entre sus partes), y pocos son capaces de distinguir entre la verdad y el error que ha penetrado en la Iglesia. Cuando la sociedad era todavía católica, el sensus fidei estaba desarrollado y era fácil discernir la herejía de un sacerdote, de un obispo o incluso de un Papa. Hoy, la inmensa mayoría de los católicos, incluidos bastantes obispos, se toman al pie de la letra todas las palabras y actos del Papa, ni piensan que haya perdido la fe o que persista en el error. Por otro lado, hay quienes han decidido que Bergoglio no es Papa, porque no tiene la gracia de Estado. Pero cualquier ministro de la Iglesia que peca de palabra o de obra no pierde su ministerio. El Papa Francisco aseguró en un programa televisivo italiano presentado por Fabio Fazio que el infierno estaba vacío, aunque rápidamente añadió que era su opinión. Mientras no haga una declaración dogmática solemne que sea falsa, no está privado del ministerio petrino (la inhabilitación automática implica entonces una detección o constatación por un solo creyente competente y por lo tanto una denuncia que debe ser recogida y examinada por un órgano eclesial antes o después de la muerte, colegio de cardenales o parte de él, maxime un Concilio). Los dubia de los cardenales son el método adecuado para objetar al Papa, al que respetamos por su función, pero al que objetamos cuando va en contra de la Revelación.
Joseph Ratzinger escribió hace setenta años: “La imagen de la Iglesia moderna se caracteriza esencialmente por el hecho de que se ha convertido y se está convirtiendo cada vez más en una Iglesia de paganos de un modo completamente nuevo: no ya, como antaño, una Iglesia de paganos que se han hecho cristianos, sino más bien una Iglesia de paganos, que todavía se llaman cristianos pero que en realidad hace tiempo que se han convertido en paganos. El paganismo reside hoy en la Iglesia misma y ésta es precisamente la característica de la Iglesia de nuestros días, así como del nuevo paganismo: es un paganismo en la Iglesia y una Iglesia en cuyo corazón habita el paganismo”[2].
El abate Claude Barthe[3] opina que, volviendo atrás en el tiempo, parece hacerse realidad lo que algunos, como Michel de Certeau (1925-1986- jesuita heterodoxo, lingüista e historiador francés, autor predilecto del Papa Francisco), diagnosticaron en los años setenta: tras el Concilio Vaticano II se produjo una ruptura, podríamos llamarlo cisma, que dividió a la Iglesia en dos corrientes, ambas bastante compuestas pero claramente identificables: la primera que quería al menos poner freno al Concilio; la otra, que lo veía como un punto de partida.
Poco después de su elección, en su conocido discurso a la Curia del 22 de diciembre de 2005, Benedicto XVI distinguió entre dos interpretaciones de la reforma conciliar: “la hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura” que consideró nefasta, y “la hermenéutica de la reforma o de la renovación en la continuidad del único sujeto Iglesia que el Señor nos ha dado”, que hizo suya, destinada, dijo, a evitar “una ruptura entre la Iglesia preconciliar y la postconciliar”.
Es una certeza de fe que la Iglesia no cambia, crece con el tiempo, se desarrolla, permaneciendo siempre el mismo pueblo en el camino. Todo el mundo conoce a san Vicente de Lerins: quod semper, quod ubique, quod ab omnibus creditur: esto es católico. Desde el postconcilio, es precisamente la idea de la Iglesia el eje de la crisis católica[4]: se tiende a separarla del pueblo de Dios y a sustituirla por otras entidades mundanas, cuando hay que abordar los problemas de la justicia y de la paz; a través del mal entendido diálogo interreligioso se quiere hacer de ella una ONU de las religiones, no una bandera alzada entre las naciones.
En el discurso en cuestión, el Papa Benedicto señala una paradoja: hemos llegado a teorizar y practicar la ruptura entre la Iglesia preconciliar y la postconciliar. De este modo, la naturaleza del Concilio como tal ha sido “fundamentalmente malentendida”. Se le considera así como una especie de constituyente que elimina una constitución antigua y crea una nueva. Pero la Asamblea Constituyente necesita un mandante y luego una confirmación por parte del mandante, es decir, el pueblo al que la Asamblea Constituyente debe servir. Los padres no tenían tal mandato y nadie se lo había dado nunca; nadie podía dárselo, porque la constitución esencial de la Iglesia viene del Señor y nos ha sido dada para que podamos alcanzar la vida eterna y, desde esta perspectiva, seamos también capaces de iluminar la vida en el tiempo y el tiempo mismo”. Así pues, la discontinuidad va en contra de la fidelidad dinámica que caracteriza a la Tradición. Este pasaje es decisivo para comprender la utopía tanto de los que rechazan el Concilio, como la de los que sueñan con la Iglesia sinodal.
Benedicto XVI, en su discurso a la Curia, atribuye a Juan XXIII y a Pablo VI la idea del Concilio como “reforma en la continuidad de la Iglesia sujeto único”, porque ellos afirmaron en las Alocuciones de Apertura y de Clausura que la Iglesia: “quiere transmitir la doctrina pura e íntegra, sin atenuaciones ni tergiversaciones”; y que el fiel respeto y profundización de la doctrina “cierta e inmutable” no debe ignorar las exigencias contemporáneas, pero sin tergiversar su sentido y alcance.
En su discurso, el Papa Benedicto menciona también la otra cuestión: la relación entre la Iglesia y su fe, por una parte, y el hombre y el mundo actual –es decir, la edad moderna-, por otra, para la que la discontinuidad podría parecer convincente si no fuera porque la edad moderna ha tratado de eliminar a Dios del horizonte del hombre. Sin embargo, algunas de las evoluciones positivas que siguieron a la fase de oposición entre la Iglesia y la edad moderna –como un tipo de Estado moderno, laico pero no neutro en valores- habían conducido, sobre todo después de la segunda guerra mundial, a aperturas recíprocas; por no hablar de la aportación de la doctrina social católica y de la apertura de las ciencias naturales a Dios. Así pues, tres cuestiones se plantearon ante el Concilio y esperaban respuesta: la relación entre la fe y las ciencias modernas, la relación entre la Iglesia y el Estado moderno, especialmente en lo que se refiere al comportamiento hacia las religiones; el problema de la tolerancia religiosa, que llevó a redefinir la relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo, y dentro de ella la de la Iglesia con la fe de Israel. Por lo que respecta a este tema, contamos con el profesor Stefano Fontana[5] como experto maestro.
Benedicto no oculta que la “apertura al mundo” no ha convertido todo en pura armonía –para algunos, ha acabado incluso con lo sagrado-, subestimando las tensiones y contradicciones, así como la fragilidad de la naturaleza humana que constituye la amenaza permanente para el camino del hombre. ¿No es acaso cierto que hay todavía una gran parte del mundo que rehúye el Evangelio y que, en cambio, necesitaría conocerlo verdaderamente? Nos dimos cuenta de ello en la inauguración de los Juegos Olímpicos. En nuestros días, los peligros han aumentado, sobre todo por el poder de la tecnología, que se ha convertido casi en un nuevo ídolo. Entonces, ¿debería disolverse la Iglesia entre las religiones del mundo, viejas y nuevas? ¿Debe dejar de predicarse la conversión y el perdón de los pecados? Se ha llegado a postular que las religiones son vías paralelas de salvación, como si Cristo ya no fuera el único Salvador.
En conclusión, el Papa Benedicto se mostró convencido de que “el paso dado por el Concilio hacia la modernidad, presentado muy inexactamente como ‘apertura al mundo’, pertenece en última instancia al perenne problema de la relación entre fe y razón, que reaparece siempre bajo nuevas formas”. San Luis María Grignion de Montfort recordó que la Iglesia siempre ha unido la caridad más compasiva y la intransigencia doctrinal más firme en el ardor de un mismo amor, que es el celo por la gloria de Dios y la salvación de las almas. La Iglesia sabe que no puede hacer el bien sin combatir el mal, que no puede evangelizar sin combatir la herejía. Por eso es importante la formación apologética, como intenta hacer la publicación de la Brújula mensual. Quien no sabe defender la fe, no puede difundirla.
La misericordia y la doctrina –cuando hablamos de doctrina estamos refiriéndonos a la Revelación- sólo pueden existir juntas. La Iglesia –se ha dicho- es intransigente en los principios porque cree; es tolerante en la práctica porque ama. Por el contrario, los enemigos de la Iglesia son tolerantes en principio, porque no creen, e intransigentes en la práctica, porque no aman.
Como sabemos, el cónclave de 2013 quiso probar la otra opción, la hermenéutica opuesta al Vaticano II, a la que se ha unido Jorge Bergoglio. El nuevo Papa, en un discurso a las revistas jesuitas de 2022 reconoció que quería luchar contra el “restauracionismo” y contra el “tradicionalismo”, que quiere vaciarlo, que pretendía “amordazar” al Concilio, se ha comprometido por tanto a “derribar los muros”, según su expresión preferida:
- Hablando de la Humanae vitae y del conjunto de textos que siguieron a esta encíclica que habían preservado la moral conyugal de la liberalización a la que el Vaticano II había sometido a la eclesiología, Amoris laetitia declaró en 2016 que las personas que vivían en adulterio público podían seguir haciéndolo sin cometer un pecado grave (AL 301).
- Hablando de la Summorum Pontificum, que había reconocido un derecho a ese patrimonio de la Iglesia que es la antigua liturgia con su catequesis y sus clérigos. Traditionis Custodes (2021) y Desiderio desideravi (2022) bloquearon este intento de “retorno”: los nuevos libros litúrgicos son la única expresión de la lex orandi del Rito Romano (TC, Art. 1).
Con Bergoglio la institución eclesiástica ha seguido hundiéndose y la misión desvaneciéndose. Por no hablar del tema del gobierno invasivo, confuso y despótico (a pesar de la consigna de la sinodalidad) sobre el que se pronuncian los críticos. Francisco se había cuidado hasta ahora de no ir más allá del Concilio, a riesgo de hacer saltar por los aires alguna estructura institucional: por ejemplo, a pesar de todas las declaraciones contra el clericalismo, nunca ha cuestionado realmente el celibato sacerdotal ni ha abierto el sacerdocio a las mujeres. Con la Declaración de Abu Dabi sobre la fraternidad humana, la Encíclica Fratelli tutti y, sobre todo, el Discurso sobre el reciente viaje a Singapur, parecía querer ir más allá del Concilio, si sólo se consulta la Dignitatis Humanae 1, que afirma que la verdadera religión existe en la Iglesia católica.
3. Lo que puede ocurrir ahora
Será difícil que el futuro cónclave no suscite una fuerte exigencia de cambio de rumbo, si es que la Iglesia se encuentra hoy en esta “evidente confusión”. Inevitablemente –observa Barthe- habrá que proceder a un recentramiento doctrinal y espiritual acentuado en relación con la ruptura que se ha producido. A lo largo de un período más o menos largo, como ocurrió en la historia de la Iglesia semper reformanda, esto sólo puede producirse como un retorno a las raíces evangélicas. Será necesario, dando la vuelta a la fórmula del Gattopardo, que nada cambie (dogma, moral) para que todo cambie (el conjunto de la vida concreta de la Iglesia). Esta obra necesitará hombres reformadores, hombres santos y fuertes de la Iglesia, con un proyecto teológico y, por tanto, magisterial y espiritual sólido guiado por la Providencia divina. Jesús fundó la Santa Iglesia y la hace crecer en medio de las tribulaciones interiores, y exteriores con las pruebas y el martirio de los fieles. Aunque los poderes del mundo la opriman y luchen contra ella, nunca podrán prevalecer.
A corto y medio plazo se puede prever un período de transición en el que una personalidad eclesiástica, formada según el modelo conciliar, pero que no quiere ver perecer el catolicismo, concederá a regañadientes, o tal vez de buen grado, plena libertad a todas las fuerzas vivas –como hicieron Juan Pablo II y Benedicto XVI-, las que producen frutos de transmisión de la fe de generación en generación, de vocaciones y de misión. Entonces, en virtud de las promesas de Cristo, comenzará a producirse una verdadera reforma de la Iglesia.
A Benedicto XVI le interesaba la fe y cómo soldar el Concilio a toda la historia de la Iglesia -cosa que a Francisco no parece interesarle-, porque de lo contrario prevalecerá la visión política.
En mi humilde opinión, Benedicto XVI ha enseñado quizá el principio más sano del catolicismo: no transportar el pasado en bloque al presente, sino conservar y transmitir sólo lo mejor (en sentido moral, ideal, espiritual) y abandonar el resto, sin lamentarlo, a su efímero destino. El cristianismo afirma que el tiempo no es repetición (como aseguraban la mayoría de las concepciones antiguas), sino novedad. En definitiva, es la relación entre nova et vetera establecida por Jesús, entre tradición e innovación. Esto es católico.
He aquí, pues, su propuesta, formulada en su discurso de Subiaco, el 1 de abril de 2005: “Lo que necesitamos sobre todo en este momento de la historia son hombres que, mediante una fe iluminada y vivida, hagan creíble a Dios en este mundo”. El testimonio negativo de los cristianos que hablaban de Dios y vivían contra Él ha perjudicado la imagen de Dios y ha abierto la puerta a la incredulidad. Necesitamos hombres que mantengan la mirada fija en Dios, aprendiendo de ahí la verdadera humanidad. Necesitamos hombres cuyo intelecto esté iluminado por la luz de Dios y a los que Dios abra el corazón, para que su intelecto pueda hablar al intelecto de los demás y su corazón pueda abrir el corazón de los demás. Sólo a través de hombres “tocados” por Dios puede Éste volver a los hombres"[6].
El pensamiento y la “reforma” de Benedicto son como un río cárstico, cuyos signos afloran a la superficie: la difusión de la liturgia del Vetus Ordo y la influencia en el Novus Ordo donde se celebra correctamente, la Comunión en la boca, las vocaciones sacerdotales y religiosas ancladas en lo sobrenatural: todo ello contribuye a la formación de la conciencia (que corresponde al “corazón” en las Sagradas Escrituras): así, el renacimiento de lo sagrado comienza en los corazones. La participación en la sagrada liturgia, siempre que refleje el auténtico orden ritual de la Iglesia, como ha enseñado el Papa Benedicto, forma lenta y radicalmente nuestra conciencia de manera pura y luminosa. La Iglesia debe formar la conciencia del hombre para detener e impedir la deriva inmoral de generaciones de jóvenes.
4. Lo que debemos hacer
Benedicto XVI planteó la pregunta y dio la respuesta: “¿Qué debemos hacer? ¿Debemos crear otra Iglesia para que las cosas se arreglen? Este experimento ya se ha hecho y ha fracasado”[7].
Tenemos que “permanecer” en Jesucristo para ser uno con Él y entre nosotros, y buscar la unidad con quienes en la Iglesia viven la fe como juicio (Jn 9,39). Tenemos que permanecer en la unidad del todo, es decir, en la Iglesia católica. Debemos ser un movimiento de resistencia a la “dictadura del relativismo” a través de la formación doctrinal y moral de los jóvenes, especialmente de aquellos con vocación sacerdotal o religiosa. Hay que resistir, sufrir, como Cristo en la Pasión. Comentando a Chesterton, don Giussani decía: “Debemos disentir, oponernos, resistir con razón a las formas despóticas, en esencia a una vida no eclesial en la Iglesia. Sin embargo, no debemos cometer el error de situarnos fuera de ella, psicológica y metodológicamente. La gran enseñanza de Cristo en la cruz es que muriendo dentro de la Iglesia se pueden cambiar las cosas, no fuera de ella”.
Hay que saber distinguir Iglesia y hombres de Iglesia[8] .
El Apóstol escribe a su colaborador Timoteo: Bonum certamen certavi, cursum consummavi, fidem servavi. “He combatido el buen combate, he terminado la carrera, he conservado la fe” (2 Timoteo 4,7). ¡Debemos ser fieles! ¿Cómo conservar la fe? San Pedro escribe: “Adorad al Señor, Cristo, en vuestros corazones, dispuestos siempre a responder con mansedumbre, respeto y buena conciencia a todo el que os pida razón de la esperanza que hay en vosotros” (1 Pe 3,15). San Gregorio de Nisa observa: “Ésta fue la actitud de todos aquellos a quienes los tiranos obligaron a renegar de la fe: mostraron que no temían el sufrimiento físico y la condena a muerte; no habrían afrontado estos sufrimientos si no hubieran tenido pruebas claras de la presencia de Dios en ellos mismos”[9]. Los cristianos deben realizar su misión con la palabra y el testimonio personal, pero cuando “la palabra no ha convertido”, asegura Karol Woytjla, “la sangre convertirá” [10].
Si se lee con atención la vida de san Benito se deduce que sólo cuando se está verdaderamente dispuesto a perderlo todo se puede recibir, y lo que se recibe no es siempre lo que se quiere. Uniendo nuestros sufrimientos con los de los primeros discípulos, cuyas esperanzas en un triunfo mundano fueron casi aplastadas, podemos aprender a poner nuestra confianza no en los hombres, sino en Dios. Sólo Él puede resucitar a la Iglesia, pero quizá sólo desde el momento en que aceptemos que lo hemos perdido todo.
El remedio a la crisis eclesial es la Santa Madre de Dios, María: así lo enseña la Tradición, como afirma Ratzinger en “Informe sobre la fe”[11] por seis razones: 1.María garantiza una mirada de fe sobre la divinidad de Jesús, vinculada como está al excelso misterio de la encarnación del Verbo. 2. María es la fuente de la fe en la divinidad de Jesús. Los cuatro dogmas marianos de la Maternidad Divina, la Virginidad Perpetua, la Inmaculada Concepción y la Asunción al Cielo en cuerpo y alma, expresan la integración entre Escritura y Tradición que se manifiesta en la liturgia, en el sensus fidei de los fieles, en la reflexión teológica guiada por el Magisterio. 3. María mantiene unidos al antiguo y al nuevo pueblo de Dios, Israel y el cristianismo. En ella podemos vivir toda la Escritura. 4. María garantiza a la fe la coexistencia de la indispensable “razón” con las igualmente indispensables “razones del corazón”, tal y como diría Pascal. 5. Mirando a María, la Iglesia redescubre su rostro de Madre, no puede degenerar en una organización al servicio de intereses humanos; así, es un antídoto contra el abstraccionismo de la fe. 6. María es una luz para salir de la crisis de la mujer provocada por la virginidad ignorada o despreciada, y la maternidad temida y marginada.
Gracias a ella, a su asentimiento, el Verbo eterno se hizo carne, es decir, pudo entrar en la historia humana. Todo hombre, en cierto sentido, está llamado a ofrecer su propia carne a Dios para entrar en el corazón de los hombres, como la Virgen María. Pero hay que ser virgen, es decir, no contaminado, no un súcubo de mentalidad mundana. Sólo así se puede colaborar en la redención del mundo, siguiendo el ejemplo de la Virgen.
A la vista de lo que se acaba de describir y para asegurar el camino de la perseverancia en la fe, me permito recurrir al comentario de Joseph Ratzinger sobre Fátima: “Quisiera retomar al final otra palabra clave del ‘secreto’ que se ha hecho justamente famosa: ‘Mi corazón inmaculado triunfará’. ¿Qué significa? El corazón abierto a Dios, purificado por la contemplación de Dios, es más fuerte que los fusiles y las armas de todo tipo. El fiat de María, la palabra de su corazón, cambió la historia del mundo, porque ella trajo a este mundo al Salvador, porque gracias a este ‘sí’ Dios pudo hacerse hombre en nuestro espacio, y como tal permanece ahora para siempre. El maligno tiene poder en este mundo, lo vemos y lo experimentamos una y otra vez; tiene poder porque nuestra libertad se aparta continuamente de Dios. Pero desde que Dios mismo tiene un corazón humano y ha dirigido así la libertad del hombre hacia el bien y hacia Dios, la libertad para el mal ya no tiene la última palabra. Desde entonces se aplica la palabra: ‘En el mundo tendréis tribulaciones, pero tened confianza: yo he vencido al mundo’ (Jn 16, 33). El mensaje de Fátima nos invita a confiar en esta promesa” [12].
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[1] San GREGORIO MAGNO, Del Comentario al Libro de Job, Lib. 3, 39; PL 75, 619.
[2] Traducción de: J.RATZINGER, Die neuen Heiden und die Kirche, en Hochland, LV, núm. 51, Kempten, 1958-1959, p. 2.
[3] C. BARTHE, Trouvera-t-Il encore la foi sur la terre? Crise de l'Église: histoire et questions, Le Chesnay, Via Romana 2023, pp.168.
[4] J.RATZINGER/V.MESSORI, Informe sobre la fe, Ed.Paoline, Cinisello B. 1985, p.45-54.
[5] Por ejemplo: S.FONTANA, La dottrina politica cattolica, Fede&Cultura, Verona 2023.
[6] J.RATZINGER, L'Europa di Benedetto nella crisi delle culture, Cantagalli, Siena 2005, p.63-64.
[7] Papa Ratzinger: la Chiesa e lo scandalo degli abusi sessuali, Corriere della Sera, 11 de abril de 2019, III.
[8] Cf. N.BUX con V.PALMIOTTI, Salute o salvezza? La Chiesa al bivio, Fede &Cultura, Verona 2021, p.94.
[9] S.GREGORIO DI NISSA, La grande catechesi, 18; Opere, editado por C.Moreschini, Utet, Turín 1992, p 92.
[10]GIOVANNI PAOLO II, Alzatevi, andiamo, Mondadori, Milán 2004, p 152.
[11] Op.cit., pp.107-109.
[12] J.RATZINGER, Comentario teológico a la tercera parte del “secreto”, en Memorias de Sor Lucía, I, Grafica Almondina, Fátima 2000, p. 233-234.