San José por Ermes Dovico
TRAS LA VISITA DE XI JINPING

Rusia-Ucrania: Biden, en un callejón sin salida

La cumbre en Moscú entre Xi Jinping y Vladimir Putin ha desmentido todas las expectativas estadounidenses y europeas sobre el aislamiento del presidente ruso. En cambio, ahora es Estados Unidos quien se encuentra en una posición incómoda porque nunca ha considerado un plan B, y puede que tenga que esperar a la salida de Biden para salir del punto muerto.

Internacional 25_03_2023 Italiano

En los últimos meses, los comentaristas occidentales más afines a la línea de la administración Biden sobre la guerra ruso-ucraniana siempre han desechado con fastidio los temores de quienes señalaban el riesgo de que el “muro contra muro” contra Putin reforzara sobre todo a China, vinculando cada vez más a Moscú con Pekín y favoreciendo la soldadura de un bloque asiático con una función antioccidental.

Las repetidas expresiones de cercanía a Rusia del régimen de Xi Jinping -aunque desde una posición declarada de “imparcialidad”- han sido regularmente minimizadas por esos comentaristas como ficciones diplomáticas, tras las que se habría ocultado una verdadera impaciencia china con la política imperialista de Putin, y que de hecho habrían ido seguidas de una creciente presión sobre Moscú para poner fin al conflicto que preocupa bastante a Pekín por sus posibles consecuencias económicas y geopolíticas.

Pues bien, la visita de Xi a Moscú en los últimos días parece desmentir de una vez por todas estas interpretaciones, revelándolas esencialmente ilusiones de las cancillerías de Estados Unidos y la OTAN. Durante toda la cumbre, ambos gobiernos han enviado señales, todas y cada una de ellas con un significado inequívoco: la solidaridad entre Rusia y China, el mayor fortalecimiento de sus lazos mutuos, su oposición a la “mentalidad de guerra fría” atribuida a Occidente, e incluso su voluntad de construir un “nuevo orden mundial” alternativo. Una dirección de viaje significativamente acompañada por los datos económicos del último año, que indican el aumento de las exportaciones de carbón, gas y petróleo ruso a China y de productos manufacturados chinos a Rusia, así como el megaproyecto de oleoducto “Power of Siberia 2”, compartido por ambos países y Mongolia.

Por supuesto, el esperado (por Putin) y temido (por los estadounidenses) anuncio de suministros militares chinos a Putin no ha llegado. Xi sigue esforzándose por presentarse ante la opinión internacional como un “mediador” entre Rusia y Ucrania, ofreciendo su plan de paz como punto de partida para el diálogo. Pero no cabe duda de que, en esta ocasión, ha dejado claro al mundo no sólo que no tiene la menor intención de abandonar a Putin a su suerte, sino que está decidido a reforzar su papel de “garante” y “protector” de los intereses geopolíticos de Moscú, hasta el punto de considerar como propio cualquier daño que sufra el “querido amigo” ruso (expresión repetida recíprocamente decenas de veces durante los tres días).

Ante este hecho ya innegable, los analistas “Bidenianos” ya están cambiando bruscamente su versión de los hechos: del Leitmotiv “Ya verás, Xi va a dejar tirado a Putin” a ese “¿Has visto? Dijimos que los chinos no eran de fiar, un tirano nunca iría contra otro tirano...”. Ahora insisten sobre todo, tras la reacción extremadamente nerviosa del portavoz del Pentágono, John Kirby, en que el plan de paz chino es poco fiable, una mera tapadera para dar tiempo al aliado Putin a consolidar sus conquistas (Kirby llegó a advertir a los ucranianos que no lo tuvieran en cuenta incluso antes de que se les explicara en detalle, y que no aceptaran ninguna propuesta de alto el fuego).

Pero precisamente este nerviosismo y esta acusación son la prueba contraria de que todos los petulantes comentarios anteriores sobre el supuesto aislamiento de Rusia eran erróneos: algo que ya debería ser evidente desde hace meses, dado que el tan esperado colapso de la economía rusa bajo el peso de las sanciones internacionales no se ha producido, que más de la mitad del planeta no ha adherido a esas sanciones, y que las posibles pérdidas de Moscú en las relaciones con Occidente se han visto compensadas en gran medida por el aumento del comercio con China, India, los países islámicos y latinoamericanos.

En realidad, el espectáculo propagandístico mundial desplegado por los regímenes chino y ruso en los últimos días consagra un hecho que una minoría de comentaristas occidentales nada afines al Kremlin, pero constructivamente críticos, venía señalando desde el comienzo de la guerra: ir al enfrentamiento frontal con Moscú, sin contemplar siquiera una posibilidad de mediación, habría “entregado” Rusia a China, ciertamente en una posición decididamente subordinada, pero en conjunto sólida, como para permitir a Putin una guerra prolongada prácticamente hasta el amargo final, y al mismo tiempo funcional para inclinar aún más el centro de gravedad del poder mundial hacia Asia, proporcionando a Pekín pretexto y medios para hacer oír su voz con respecto a Taiwán y la zona Indo-Pacífica.

Ahora, a la luz de los acontecimientos que ha puesto de relieve la visita de Xi a Moscú, quien se encuentra en una situación muy incómoda es precisamente Estados Unidos. Tras la política inequívocamente antirrusa abrazada por las administraciones demócratas (y también por las republicanas, con la excepción de Trump), Biden ha optado por tocar una sola nota en la partitura, la de “agresor y agredido”, apostando todas sus cartas a la derrota militar de los rusos, o al menos a su desgaste en el atolladero de un “Vietnam” este-europeo, y a la incorporación de facto de Ucrania al sistema de alianzas político-militares atlánticas, sin plantearse ningún “plan B”. Ahora, tras un año de conflicto, pérdidas humanas e inmensa destrucción, los estadounidenses parecen haberse convertido en prisioneros de esa línea, sin alternativas, y obligados a reiterar sin cesar, junto con el presidente ucraniano Zelensky, el disparate de que la única forma de iniciar conversaciones de paz sería la retirada de los rusos de todo el territorio de Ucrania: algo que supondría una rendición incondicional rusa, tras la cual no está claro qué habría que negociar.

Si durante muchos meses la propaganda de la administración estadounidense, la OTAN, el G7 y la UE parecía centrarse en un posible cambio de régimen en Moscú, con la destitución de Putin, hoy parece ocurrir lo contrario: para salir de una situación de jaque mate cada vez más problemática para Occidente, sólo hay que esperar un cambio de guardia en la Casa Blanca, con un nuevo liderazgo capaz de reconsiderar la cuestión ucraniana en el marco más amplio de un sistema de seguridad continental que también sea aceptable, en cierto modo, para Moscú.