Resistir, como católicos, a la ideología climática del socialismo verde
Los católicos no se arrodillan ante la diosa Gea, ídolo neopagano que desvela la ideología climática. Es necesario oponerse a la falsa solución de la governance mundial que pretende el socialismo verde. La ecología sólo tiene sentido si se centra en el respeto de la naturaleza del hombre, de la familia y de la vida.
El mundo se acaba. “La era del calentamiento global ha terminado, la era de la ebullición global ha comenzado: el cambio climático está aquí. Es aterrador. Y es sólo el principio”. Así comentaba las temperaturas de julio el Secretario General de Naciones Unidas, António Guterres. Con un claro énfasis melodramático.
UNA PSEUDORELIGIÓN
No hay que confundir el tiempo del mes, por su propia naturaleza variable y caprichosa, con el clima, cuyas tendencias se miden en escalas de tiempo de varias décadas e incluso siglos; más aún, con una actitud milenarista y catastrofista, y por tanto anticientífica, poco adecuada al mundo institucional. A estas alturas, sin embargo, ya estamos acostumbrados: desde la Agenda 2030 de la ONU hasta el Great Reset de Davos, desde el Green Deal de la Comisión Europea hasta las políticas de la Administración Biden, desde Bill Gates hasta los movimientos ecologistas como Fridays For Future y la Extinction Rebellion –con el papel de correa de transmisión-, hay una competición para ver quién dice la tontería más grande.
Sin tener en cuenta que las predicciones del último medio siglo han resultado totalmente erróneas, todas ellas: en los años setenta, por ejemplo, estaba de moda temer la llegada de una era glacial, el agotamiento de los combustibles fósiles y la propagación de terribles hambrunas debidas a la superpoblación. Una alternancia de predicciones esquizofrénicas, pero siempre apocalípticas, con las que la narrativa dominante mantiene un estado de emergencia permanente: entre los frutos de esta continua “alarma procurada” se encuentra la propagación, a partir de Estados Unidos, de una nueva patología: la eco-ansiedad, alimentada por las instituciones y propagada por los medios de comunicación globales que aflige especialmente a los jóvenes, más vulnerables a una ideología que adquiere cada vez más las características de una pseudo-religión, global y mundialista.
SILENCIAR LA DISIDENCIA… La teoría del “calentamiento global” de supuesto origen antropogénico (el acrónimo es "AGW": Anthropogenic Global Warming) y el concepto más amplio de “cambio climático” que se derivaría de ella –en el centro de los trabajos del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), organismo de la ONU dedicado al estudio del impacto humano en el cambio climático- no es más que una “hipótesis”: no está demostrada y no demostrable.
De hecho, hay muchos científicos con autoridad que critican abiertamente los escenarios del IPCC: en Italia, por ejemplo, académicos de fama mundial como Antonino Zichichi, Carlo Rubbia y el climatólogo Franco Prodi, que define el AGW como una “sugestión”, no exenta además de conflictos de intereses, describiendo la climatología como una “disciplina inmadura”. Recientemente, el Fondo Monetario Internacional incluso canceló una conferencia ya programada del famoso físico estadounidense y Premio Nobel, John Francis Clauser (1942-), después de que éste declarara: “Puedo afirmar con seguridad que no existe una crisis climática real, y que el cambio climático no está provocando condiciones meteorológicas ni fenómenos extremos”. Y esto explica el tan cacareado consenso preponderante del mundo científico: ciertamente, porque los que no lo cumplen desaparecen de los grandes mainstream.
Como no es posible desacreditar a los científicos de este nivel tachándolos de “terraplanistas”, la solución es simplemente apartarlos del debate público, como se hizo durante la crisis sanitaria con el biólogo y virólogo francés, premio Nobel Luc Montagnier (1932-2022). De la pandemia sanitaria a la pandemia climática –como la llama Bill Gates, confirmando una continuidad ideal en la narración- siempre se habla de emociones y sentimientos: para apelar a las multitudes, hay que “exagerar, afirmar, repetir, y nunca intentar demostrar con razonamientos” (cf. Gustave Le Bon, Psychologie des foules, ed. Félix Alcan, París 1895, Cap.2 §3). “Eligiendo las palabras adecuadas, uno puede hacer que las multitudes acepten las cosas más odiosas” (Ibid., Livre II, Chap. 2 § 1).
... Y CASTIGAR A LOS NEGACIONISTAS
En el caso de la lucha contra el cambio climático de supuesto origen antropogénico, el alarmismo es funcional para que la gente acepte los enormes sacrificios que son y serán necesarios para reducir las emisiones de dióxido de carbono y metano y cambiar radicalmente el sistema de producción, distribución y consumo: de las casas a los coches, de los alimentos al control social, en continuidad con las restricciones arbitrarias y draconianas experimentadas durante los encierros. Los más celosos proponen zanjar la cuestión de la disidencia con la fuerza pública de una vez por todas, instituyendo el delito de “negacionismo climático”: a este respecto, el profesor Klaus Schwab, fundador y líder del Foro Económico Mundial de Davos, escribe que “habrá que prestar especial atención a quienes no reconocen o simplemente niegan la ciencia (sic) del cambio climático” (Véase Klaus Schwab, Thierry Malleret, The Great Narrative, For a Better Future, ed.). Cuando, por desgracia, la temperatura vuelve a caer por debajo de las medias estacionales, no hay problema: el calentamiento está ahí pero no se siente. De enfermo asintomático a calentamiento global asintomático: estamos, con toda evidencia, ante un nuevo paradigma científico.
UN CLIMA... DE ODIO
Las generaciones más jóvenes, más fácilmente sugestionables, son vistas como los agentes ideales para promover un cambio radical, frente a: “la desigualdad de ingresos, el cambio climático, la reforma económica, la igualdad de género y los derechos LGBTQ, todos ellos partes de un problema más general de desigualdad. La generación joven está firmemente en la vanguardia del cambio social. No cabe duda de que será el catalizador del cambio” (Cf. K. Schwab, T. Malleret, op. cit., § 2.5). El clima, como vemos, es la “ganzúa” verde para avanzar en una agenda mucho más amplia. Precisamente en este aspecto cabe señalar una contradicción irremediable: ¿no es extraño que los defensores del planeta, con su romanticismo bucólico, se distingan siempre por sus posturas agresivas, que rayan en el odio hacia el hombre, visto como un elemento perturbador dentro de un panorama por lo demás idílico?
RESPETAR LA ECOLOGÍA DEL HOMBRE...
Es bueno y justo amar la naturaleza, ciertamente, pero también existe una naturaleza del hombre, como recordó magistralmente S.S. Benedicto XVI en un famoso discurso en el Reichstag de Berlín el 22 de septiembre de 2011: “La importancia de la ecología es hoy indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de la naturaleza y responderle con coherencia. Sin embargo, me gustaría abordar enérgicamente un punto que –me parece- se descuida hoy como ayer: existe también una ecología del hombre. El hombre también posee una naturaleza que debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es simplemente una libertad que se crea a sí misma. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también es naturaleza, y su voluntad es justa cuando respeta la naturaleza, cuando la escucha y cuando se acepta como lo que es, y que no se ha creado a sí mismo. Así y sólo así se realiza la verdadera libertad humana”.
...Y NO ARRODILLARSE ANTE LA DIOSA GEA
De hecho, ¿cómo se puede pretender amar de verdad a la “naturaleza” –desde los minerales a los hongos, desde las plantas a los animales- y, al mismo tiempo, trabajar por la manipulación de la “naturaleza humana”, como ocurre con la disolución gnóstica de la identidad sexual promovida por la ideología LGBTQIA+ con la imposición de los infames derechos sexuales y reproductivos de la ONU (anticoncepción, esterilización y aborto), con la difusión de programas para promover (e imponer) la eutanasia, y con las derivas transhumanas en el horizonte?
¿Cómo se puede pretender amar a los pobres y afirmar que la justicia social y la justicia medioambiental son dos caras de la misma moneda –como sostiene la secretaria del Partido Demócrata, Elly Schlein, en uno de sus libros-, cuando la aplicación de las políticas ecológicas se vuelve en contra de la clase media y de los sectores más débiles de la población, al tiempo que aumenta la concentración de la riqueza? El derecho natural es sustituido en todas partes por el derecho positivo de los Estados, la metafísica pasada de moda, la razón natural abandonada... ¿y se supone que debemos arrodillarnos reverentemente ante la diosa Gea, una pseudonaturaleza que adopta cada vez más los rasgos de un ídolo neopagano ridículo? Y no exagero: he aquí un par de ejemplos:
“Todo el planeta está superpoblado [...] y está claro que hay un problema de sostenibilidad de un ecosistema que es el del planeta, diseñado para 3.000 millones de personas, y el del ser humano que biológicamente es un parásito porque consume energía sin producir nada”: así lo afirmó, en una conferencia de 2014, Roberto Cingolani (1961), entonces ministro de Transición Ecológica en el gobierno de Draghi en el periodo 2021-2022. Cingolani lamentablemente no revela, ça va sans dire, las fuentes de tales razonamientos y estimaciones, ni ofrece soluciones “definitivas” para los cinco mil millones de parásitos –perdón, personas- “de más” en el planeta. Y no es el único que expresa tal odio antihumano:
“El mayor regalo de amor que puedes hacer a tu primer hijo es no tener otro”, ya que “para salvar el único planeta que posees, tienes que tener un hijo” (Cf. Bridget McGovern Llewellyn, One Child One Planet, ed. Emerald Shamrock Press, Phoenix 2009): un sofisma respetable. Tenemos que ir más allá del “prenatalismo”, es decir, “la presión social para tener hijos”: ¿y dónde estaría eso? Hay que pasar del “antropocentrismo” al “ecocentrismo”, reduciendo el tamaño de la familia y el consumo en consecuencia para combatir la “injusticia social hacia la justicia social”. Para luchar contra el cambio climático y salvar al mundo de una catástrofe ecológica inminente, es necesario -en una especie de herejía cátara de retorno- “negarse a procrear”, como propugna el The Birthstrike Movement (Movimiento por la Huelga de Nacimientos). Parafraseando al Hamlet de Shakespeare: hay locura -¡y mucha!- en este método. No es casualidad que la natalidad también haya empezado a descender notablemente en Estados Unidos, país que se encontraba en equilibrio demográfico hasta 2007.
ANTI-CLIMATISMO: EL ROL DE LOS CATÓLICOS
Las afirmaciones objetivamente delirantes declaradas anteriormente tienen el gran mérito de revelar, con una franqueza brutal, el pensamiento subyacente a la ideología climática. Es una advertencia al mundo católico, que corre el riesgo de dejarse seducir cada vez más por las sirenas de este falso ecologismo: amar la naturaleza es un deber, ya que la creación es un “bien”, un don de Dios al hombre, donde “todo era bueno”, como nos enseña el libro del Génesis. La perspectiva biocéntrica, sin embargo, querría anular cualquier diferencia de orden, grado y finalidad: el hombre, en cambio, es la cúspide de una creación jerárquica y finalista, no un animal entre muchos como propone la teoría transhumana del anti especismo. En la perspectiva judeocristiana, el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, es el custodio y jardinero del Edén, que debe hacer crecer armoniosamente “con el sudor de su frente”, participando como subcreador en el plan de Dios creador, como enseñó el célebre escritor inglés John R.R. Tolkien (1891-1973) y como ha demostrado ampliamente la civilización cristiana a lo largo de dos milenios de historia: baste citar, por ejemplo, la obra de los monjes benedictinos.
Frente a las locuras ecologistas, sería tentador dejar la ecología a los ecologistas, pero sería un grave error; en cambio, decimos sí a la ecología, siempre que sea auténtica e integral, centrada en el respeto a la naturaleza del hombre, la familia, la vida, la propiedad privada, la libertad de iniciativa y la subsidiariedad. Es necesario oponerse a la falsa solución propuesta de planificación estatista y gobernanza global que pretende alcanzar una especie de socialismo verde: perjudicar el crecimiento económico empobrecería a la comunidad humana, y acabaría perjudicando al mismo medio ambiente que se querría “salvar del hombre”. De hecho, existe una correlación entre subdesarrollo y mala gestión medioambiental: por ejemplo, durante el comunismo, Alemania Oriental, pobre y atrasada, estaba mucho más contaminada que Alemania Occidental, rica y desarrollada. Por tanto, el decrecimiento sería muy desafortunado, también para el medio ambiente.
En septiembre de 2020, un enorme reloj digital, el Climate Clock, apareció en la famosa Union Square de Nueva York, con la cuenta atrás del tiempo que nos queda -en años, días, horas, minutos (¡y segundos!)- para evitar un aumento de la temperatura global de 1,5 °C en comparación con la época preindustrial, lo que nos llevaría más allá de un supuesto “punto de no retorno”. A día de hoy, el reloj aún nos da algo menos de seis años para evitar el fin del mundo. Los alarmistas del clima dicen que es urgente hacer algo: yo estoy de acuerdo, por ejemplo, en acabar cuanto antes con esas eco-locuras. Empezando, quizá, por apagar ese absurdo reloj.
“Crisis” climática: el fin del mundo puede esperar
Empezando por Biden hasta llegar al Papa, por enésima vez en el Día de la Tierra, se ha lanzado una alarma apocalíptica si no se toman medidas drásticas y urgentes. Predicciones que, como siempre, resultarán erróneas y los compromisos adquiridos irrealizables, pero mientras tanto la presión sirve para justificar una intervención estatal cada vez más fuerte en la economía y para restringir las libertades de los ciudadanos.
“Justicia climática”, nuevas imposiciones
Con una sentencia histórica, el Tribunal Administrativo de París condenó al Estado francés por daño ecológico y ambiental, por no respetar los compromisos de reducción de emisiones de dióxido de carbono. Un paso fundamental en el proceso de imposición de una nueva dictadura ecologista.