Prisioneras en casa: las monjas de Beirut, rehenes de los evacuados
Ochocientas personas entraron a la fuerza después de que afiliados a Amal y Hezbolá forzaran las puertas de su colegio. Tres monjas ancianas han sufrido durante tres meses la pesadilla de una ocupación forzosa a manos de “huéspedes”. En la Brújula Cotidiana, el relato de sor Joséphine y del vicario apostólico César Essayan.
Beirut, Líbano. Con el alto el fuego entre Hezbollah e Israel, la población de la capital libanesa ha recuperado un aire de normalidad. Tiendas, cafés, restaurantes y centros comerciales han reanudado su actividad habitual, mientras que un número importante de desplazados ha regresado a sus pueblos del sur y a otras zonas del país que han vivido la pesadilla del conflicto. Por otro lado, la angustia y el peso de los últimos meses de bombardeos israelíes siguen muy presentes. Y no hablamos sólo del miedo, de las noches en vela, del terrible estruendo de los ataques, de las muertes y la destrucción de barrios enteros. Tampoco la dimensión humanitaria del conflicto se ha librado de fuertes tensiones y formas de violencia, a veces por parte de los propios beneficiarios de la caridad y el refugio.
Con la escalada de los últimos meses, el número de desplazados internos se ha disparado hasta el millón y medio. Familias enteras se han quedado sin hogar y a menudo sin lo necesario para vivir. El Estado libanés, ya de por sí en graves apuros económicos, se ha esforzado por encontrar alojamiento para todos, y a pesar de que la mayoría de las escuelas públicas se han destinado a alojarlos, miles de personas han tenido que dormir igualmente a la intemperie. En este contexto de emergencia absoluta, los institutos religiosos han ofrecido su contribución sin escatimar esfuerzos ni hacer discriminaciones confesionales. Sin embargo, su voluntad de ayudar se ha visto recompensada a veces con actos de prevaricación, como en el caso de las monjas de San José de la Aparición que dirigen una prestigiosa y conocida escuela en el corazón de Beirut.
Son las 9 de la mañana del 30 de octubre y me encuentro en Beirut, en el céntrico barrio de Zuqaq al Blat, a dos pasos de la calle Hamra y de los edificios del Gobierno y del Parlamento. Tengo una cita con las hermanas de San José de la Aparición, que por lo que sé acogen a varias familias que han huido de las zonas bombardeadas: pronto descubro que la situación es muy diferente de lo que me habían contado. Me recibe la hermana Joséphine, que habla en voz baja mientras me sienta en el salón del colegio: “No quieren periodistas, será mejor que escondas la cámara. Diremos que es una amiga de nuestra congregación que ha venido a visitarnos desde Roma”. Su rostro es sereno, pero no puede ocultar su preocupación: desde el 23 de septiembre, ella, la hermana Aline y la hermana Houda, las tres hermanas mayores de la congregación que han permanecido en Beirut, viven prisioneras de unos ochocientos evacuados que huyen y que han entrado por la fuerza en el colegio.
Aquella tarde de septiembre, en efecto, algunos afiliados a formaciones de Amal y Hezbollah rompieron las puertas del colegio con palancas, obligando a los evacuados a entrar en el edificio. Desde entonces, las aulas, los patios, las secretarías, las salas de reunión, el teatro, el gimnasio y los laboratorios informáticos están ocupados y, por tanto, inutilizables para los 1.200 alumnos de 3 a 18 años del instituto, casi todos musulmanes. ¿Cómo ha sido posible semejante “golpe” contra tres monjas ancianas (sor Josefina, la más joven, acaba de cumplir ochenta años) responsables de una escuela de excelencia en el corazón de la capital?
“El 24 de septiembre habría sido el primer día del nuevo curso escolar. Estábamos dando los últimos retoques a las aulas cuando recibí una llamada del jefe local de Amal, el partido del presidente de la Cámara de Representantes, Nabi Berri”, cuenta sor Joséphine en un francés perfecto. “Me pidió que acogiera a algunos desplazados que huían de los primeros bombardeos israelíes que habían empezado ese mismo día. Le di nuestra disponibilidad pero le pedí al menos un día para desalojar las aulas y preparar la escuela. Junto a los profesores y el personal, nos pusimos inmediatamente manos a la obra para transformar los espacios escolares en dormitorios para los evacuados, pero no nos dieron tiempo: esa misma tarde, hacia las ocho, sin previo aviso, derribaron las puertas y verjas y entraron por la fuerza”.
El rostro de la hermana Joséphine se contorsiona en una mueca involuntaria de sufrimiento al recordar que ninguna habitación del colegio se salvó de la ocupación: “Conseguimos cerrar la iglesia y conservar nuestro piso, pero todas las demás habitaciones estaban ocupadas. Pedimos que no entraran en las secretarías, las salas de profesores y en los espacios de la guardería, pero no nos lo permitieron. Pedimos una lista de los ocupantes, pero tampoco nos la dieron. Tuvimos que darles las llaves del colegio, que les entregamos con la condición de que la escuela permaneciera cerrada al menos por la noche”.
La hermana Josefina me acompaña al patio interior, que empieza a cobrar vida. Hombres, mujeres y niños se asoman para recibir el desayuno y ejemplares de un periódico local. “Tres veces al día se proporciona agua y comida gratuitamente; hay médicos y enfermeras que hacen visitas periódicas y psicólogos que ayudan a los desplazados a superar los traumas sufridos”. Un joven la interrumpe mientras habla: ha venido a pedirle que instale el wifi. La hermana Josefina le responde que no tiene ni idea de cómo hacerlo, y que prueben ellos mismos. El chico volverá varias veces a insistir durante nuestro recorrido por el patio.
Llega el personal para limpiar los aseos que, por supuesto, son insuficientes para tanta gente y que por tanto hay que desinfectar varias veces al día. Le pregunto a sor Josefina quién paga todos estos servicios. “Los hombres de Amal se encargan de todo, los desplazados no desembolsan ni un dólar”. Entonces pregunto si Amal paga un alquiler o al menos una indemnización a las monjas, pero ante esta pregunta, el rostro de Sor Josefina se vuelve sombrío por primera vez: “No, claro que no nos dan nada. Al contrario, nos lo han quitado todo. Aparte de nuestras habitaciones, no somos libres de disponer de ninguna habitación, objeto o propiedad de la escuela y ni siquiera podemos expresar nuestros pensamientos delante de ellos: muchos de los evacuados están armados y una palabra equivocada puede ser un peligro. El director de la escuela ha sido amenazado de muerte varias veces”. ¿Y sus alumnos? “Tienen clases online tres veces por semana. Los demás días los profesores nos ayudan a vigilar el instituto”. ¿Y la Santa Misa? ¿Cómo se celebra si han tenido que cerrar la iglesia? “La escuchamos por televisión”.
La situación es increíble y solicito por tanto una audiencia con monseñor César Essayan, obispo -más exactamente vicario apostólico- de Beirut y superior directo de sor Josefina y sus compañeras. Monseñor Essayan, elegido hace ocho años, me recibe el 11 de noviembre durante un corto viaje a Roma, ciudad en la que me reúno con él. En primer lugar le pregunto por las cifras de la presencia católica latina (diferente de la presencia católica de rito oriental) en el Líbano: “Aquí la Iglesia latina cuenta con 40 congregaciones, 950 sacerdotes, religiosos y religiosas, 200 conventos o institutos que en los últimos meses han acogido a 35.000 desplazados libaneses y extranjeros, de los cuales dos mil han entrado por la fuerza”.
Pregunto a Su Excelencia si está al corriente de la situación del colegio San José de la Aparición de Beirut. “Por supuesto. Las monjas me llamaron inmediatamente y he visitado la escuela dos veces desde el 23 de septiembre. El problema es que no he encontrado a nadie dispuesto a enfrentarse a los hombres de Amal y Hezbollah, y tampoco a los desplazados, que además están armados: el temor es que la situación se descontrole. Me he reunido personalmente con el Primer Ministro, junto con el Ministro de Asuntos Sociales, y he propuesto trasladar a los desplazados a Bourj al Mour, una torre cuya construcción no ha terminado y que, por tanto, lleva 40 años vacía. También estamos en conversaciones con el Gobernador de Beirut, que a su vez ha prometido trasladar a los desplazados al Estadio Camille Chamoun. Esperamos respuestas, pero lo cierto es que en el Líbano actualmente hay cerca de un millón y medio de desplazados que buscan refugio: las instalaciones de acogida proporcionadas por el Estado no son suficientes, es necesario crear nuevos alojamientos, y la Iglesia ya está haciendo una gran labor de acogida. Por otra parte, como Iglesia católica debemos preservar nuestras instituciones, que están gravemente amenazadas. Pondré un ejemplo: cerca de San José de la Aparición hay una gran mezquita que da nombre al barrio, Zuqaq al Blat. Sin embargo, en el último mes un jeque ha entrado dos veces en el colegio para dirigir la oración de los desplazados. La intención es clara: sacralizar el lugar cristiano en sentido islámico. Dado que hemos rezado aquí, ahora este lugar es nuestro, esa es su lógica. Comentaba antes que dos mil desplazados han entrado por la fuerza en nuestros institutos: además de los ochocientos que entraron en San José de la Aparición, otros mil doscientos desplazados han ocupado el colegio de las Hijas de la Caridad de la calle Clemenceau, en el centro de Beirut, robándolo. En este último instituto se produjeron incluso tiroteos entre grupos de evacuados pertenecientes a diferentes partidos, con grave riesgo para la seguridad de las monjas”.
Llegados a este punto, le hago a monseñor Essayan la pregunta que he querido hacerle desde el principio de nuestro encuentro: si el Vaticano ha sido informado de los abusos reales que están sufriendo estas congregaciones religiosas a causa de la agitación provocada por la guerra, y si ha habido una respuesta directa. “Por supuesto, monseñor Paolo Borgia, nuncio apostólico en Líbano, ha informado al Papa de la situación. Además, desde el inicio de la guerra, la diplomacia vaticana no ha cesado de trabajar a todos los niveles para resolver el problema palestino y el problema libanés, incluso a través de monseñor Gabriele Caccia, nuncio apostólico ante las Naciones Unidas. El Papa Francisco, al igual que sus predecesores Juan Pablo II y Benedicto XVI, se ha tomado muy a pecho la situación del Líbano, pero no se le puede pedir lo imposible. La cuestión es que el Líbano está pagando el precio de la falta de acuerdo entre las fuerzas regionales que tienen intereses allí. Al mismo tiempo, causas externas como la guerra conducen a la exasperación del sentimiento religioso dentro de un país multiconfesional: “Los líderes políticos instrumentalizan la religión para extender el resentimiento y las tensiones”. ¿También los líderes políticos cristianos?, le pregunto. “Por supuesto: si se fuerzan las identidades religiosas, se convierten en prejuicios que chocan entre ellos. Recordemos que el ‘No matarás’ se aplica siempre”.
Es 27 de noviembre: a las cuatro de la mañana ha entrado en vigor el tan esperado alto el fuego entre Israel y Hezbolá. Los evacuados empezaron a salir de San José de la Aparición desde el amanecer para regresar a sus casas, o a lo que quedaba de ellas. El director de la escuela ha enviado inmediatamente trabajadores para reparar los daños y reabrir la escuela a los alumnos lo antes posible. Mientras las familias desplazadas recogen sus pertenencias y abandonan la escuela, la hermana Joséphine hace un recorrido por el edificio: encuentra aseos devastados, pupitres y sillas rotos, juegos que ya no se pueden utilizar. En silencio, da gracias al Señor porque se ha desbloqueado una situación destinada a durar meses, tal vez años. Las instituciones libanesas, de hecho, no han respondido a las súplicas de monseñor Essayan, y las promesas de trasladar a los ocupantes a otro lugar no han sido escuchadas. Con un suspiro, sor Josefina da por terminada la inspección y se une a sus hermanas para rezar la Súplica a la Virgen de la Medalla Milagrosa, cuya fiesta litúrgica cae el 27 de noviembre. Quién sabe si Nuestra Señora, que se apareció a Catalina Labouré en la iglesia parisina de las Hijas de la Caridad el 27 de noviembre de 1830, no ha intervenido para evitar más muerte y destrucción en el Líbano. Las monjas ancianas no destilan resentimiento ni deseo de venganza, sino calma, perdón y amor cristiano. Están dispuestas a acoger a sus alumnos, desde los más pequeños hasta los más mayores, con su habitual dedicación y entrega.