San José por Ermes Dovico
COVID Y FE

“Mirar hacia arriba”, para salir de la crisis

“Cuando a lo alto se les llama, ni uno hay que se levante”: El lamento de Dios expresado por el profeta Oseas es el juicio más certero y radical sobre el tiempo de crisis que estamos viviendo. El virus es una llamada a la conversión, pero el mundo parece apegarse aún más a los ídolos. Es el camino a la ruina.

Creación 08_06_2020 Italiano English

“Mi pueblo tiene querencia a su infidelidad: cuando a lo alto se les llama, ni uno hay que se levante”. El dolor de Dios expresado por Oseas (capítulo 11) es el juicio más terrible sobre el período de crisis que estamos experimentando. Dios habla en primera persona y describe todo su amor por Israel, todas las cosas que ha hecho para atraerlo hacia sí: “Pero cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí”.

Lo más preocupante de todo este período es precisamente la incapacidad de leer lo que sucede a la luz de este amor de Dios que nos llama hacia Él, que desea nuestra conversión por nuestro bien. Quiere que renunciemos a los ídolos para abrazar la Verdad, que es la única que puede hacernos libres y felices. En cambio, seguimos sirviendo a los ídolos y así vamos por el camino de la ruina.

Esta es la fotografía del período histórico en el que vivimos. Un virus está poniendo de rodillas al mundo entero, un virus desconocido del que -al menos al principio- se sabía muy poco y para el que no se conocía ninguna cura. Un hecho repentino e imprevisto, por lo tanto, capaz de generar miedo, inseguridad e incertidumbre. Su impacto, sin embargo, se ha convertido en algo devastador gracias a las respuestas irracionales que provienen principalmente de “expertos” y políticos, quienes a su vez han generado consecuencias económicas y sociales con efectos más graves aún comparados con la propia pandemia. Hemos pasado, y seguimos pasando, del “no es nada” a “es el fin del mundo” con actitudes y decisiones que, en un caso u otro, parecen irrazonables. Basta con ver en estos días los que salen a la calle al grito de “El virus no existe” y los que siguen proponiendo e imponiendo medidas de régimen totalitario incluso con una mínima propagación del contagio. Como diría Chesterton, no se ha perdido la razón, se ha perdido todo menos la razón.

El virus debería haber sido un recordatorio inmediato de nuestros límites, de la ilusión del hombre de poder controlarlo todo. Debería haber representado un abrupto despertar del delirio de omnipotencia del hombre moderno que ha llegado a pensar que puede decidir sobre la vida y la muerte como si fuera Dios; un virus que parecía hecho a propósito para empujarnos a romper esta jaula que nos obliga a mirar hacia abajo, a concebir la vida sólo horizontalmente; a consumirnos en el hoy sin un mañana.

Esta pandemia es una invitación muy clara a “mirar hacia arriba”. Como tantas veces en la historia, habría parecido obvio dirigirse a Dios, pedir perdón y volver a Él con todo el corazón: procesiones, penitencias, Misas, un verdadero cambio de vida. Para algunos habrá sido así probablemente, como una saludable bofetada que les ha abierto los ojos al significado de la vida.

Pero en general, como pueblo, hemos visto y vemos exactamente lo contrario. Las calles se han vaciado, mientras que nuestros días se han llenado de científicos y expertos (reales o presuntos) que nos han bombardeado con informaciones opuestas entre sí, pero siempre haciéndolas pasar por la verdad definitiva. Incluso la Iglesia ha desaparecido clamorosamente –iglesias un poco abiertas pero no recomendadas, Misas prohibidas al principio y ahora admitidas con muchas y serias limitaciones- que se ha entregado voluntariamente a un comité técnico-científico de dudosa competencia. Se parece al terrible escenario descrito por el profeta Jeremías: “Tanto el profeta como el sacerdote vagan sin sentido por el país” (cap. 14).

En lugar de levantar la mirada, en lugar de volverse hacia Dios, en lugar de pedir la gracia de la conversión, hemos visto cómo la crisis se ha utilizado para reforzar los planes que teníamos antes: los tecnocientíficos piden más ciencia; los políticos sostienen con firmeza que la solución radica en votar a su propio partido; los ecologistas sacan la conclusión de que lo que se necesita es una relación diferente con la naturaleza (en el sentido ecologista de la palabra); los abortistas se han servido de la situación para pedir que se faciliten los abortos; y los que querían la eutanasia han aprovechado para seguir adelante con su trabajo. Es decir: en lugar de reconocer a los ídolos por lo que son y abandonarlos, uno se aferra a ellos con más ahínco. En lugar de detener el asesinato de los inocentes, se procede con aún más intensidad.

Se pone la esperanza en una vacuna, en un sistema político, en el reconocimiento de ciertos derechos, en la disponibilidad económica.

“Nadie puede mirar hacia arriba” retrata la verdad. Más allá de las cuestiones médico-científicas, que deben ser abordadas y resueltas, no hemos comprendido el profundo significado de lo que está sucediendo, de la llamada auténtica que representa toda esta crisis.

Y el aspecto más dramático es que incluso la Iglesia parece haber sido tragada por esta oscuridad en la tierra. Hemos visto a pastores asustados abandonar sus ovejas, pastores que animan a la “conversión ecológica” como la solución en lugar de la conversión a Dios, los pastores que se someten a la tecnociencia e invocan una vacuna. No todos ellos, gracias a Dios. Pero la impresión general es la de una Iglesia que ya no tiene nada significativo que decir, excepto distribuir un poco de comida y ropa a los que más lo necesitan. Mientras dure.

“Nadie sabe mirar hacia arriba”. Es verdad, nos cuesta convertirnos, nos cuesta entender, preferimos confiar en nosotros mismos, siempre tenemos la esperanza de salir adelante con una terapia, con una vacuna, con alguna reforma que nos permita dejar atrás este drama. Ilusos.

Si no se mira hacia arriba se toma el camino de la ruina, se podrá superar la crisis pero sólo aparentemente. Recordemos la profecía de Fátima, cuando la Virgen anuncia a los pastorcitos el inminente fin de la Primera Guerra Mundial: “La guerra está a punto de terminar, pero si no dejan de ofender a Dios, en el pontificado de Pío XI comenzará otra peor”.

No es una amenaza, es la consecuencia lógica de nuestra obstinación en el pecado y la idolatría. Y tal vez no haya una época en la que Dios se haya sentido más ofendido que la actual. “Levantar la mirada”, volverse a Dios, pedir la conversión de nuestros corazones, entregar nuestras vidas en las manos de María para que ella interceda por nosotros ante Cristo, es la única salida a esta crisis.