María Magdalena de la Encarnación, una vida de profecías y milagros
Hoy, 29 de noviembre, se celebra el bicentenario de la muerte de la beata María Magdalena de la Encarnación, fundadora de las Sacramentinas. Vivió en la época napoleónica y su nombre está ligado a varios milagros y profecías.
El 29 de noviembre de hace doscientos años moría en Roma la beata italiana María Magdalena de la Encarnación (1770-1824), nacida Caterina Sordini, fundadora de las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento, comúnmente conocidas como Sacramentinas. En anteriores artículos de la Bussola (ver aquí y aquí) ya se ha relatado cómo esta religiosa recibió directamente de Dios -en una experiencia mística conocida como el "Día de la Iluminación"- el mandato de fundar esta nueva Orden de vida contemplativa, con el carisma particular de la adoración eucarística.
Significativamente, esta iluminación tuvo lugar en febrero de 1789, pocos meses antes del comienzo de la Revolución Francesa, inspirada por una "ilustración" muy diferente, que veía la fe como una mera superstición, que debía tolerarse como mucho en el ámbito privado. Una iluminación que, de hecho, estaría en el origen de un nuevo instituto religioso (fundado en 1807), que desde hace más de dos siglos contribuye a recordar al mundo -un mundo cada vez más imbuido del racionalismo absolutizador de la Ilustración- la presencia real de Jesús en la Eucaristía. María Magdalena de la Encarnación, que en la época del Día de la Iluminación era apenas una novicia franciscana de 18 años, fue el instrumento que Dios eligió para llevar a cabo esta obra, acompañando y confirmando sus pasos con una serie de milagros y profecías que puntualmente se hicieron realidad.
Entre los prodigios más conocidos debidos a su intercesión está el de la multiplicación de los panes. Era el 16 de junio de 1802, víspera del Corpus Christi. No hacía ni dos meses que sor María Magdalena había sido elegida abadesa del monasterio franciscano de Ischia di Castro (Lacio). Ella y sus monjas vivían entonces en la extrema pobreza, en una península, la italiana, que sufría en general las consecuencias de las campañas napoleónicas. Incluso la harina escaseaba en el monasterio, pero no la confianza de la beata en la Providencia. Por eso, aquel 16 de junio, la madre María Magdalena ordenó a sor Eletta y a otras dos monjas que amasaran pan para dos panaderías. Viendo la perplejidad de las hermanas, les dijo: “Tened fe. Hay poca harina; pero vendrán dos hornos”. Rezó con ellas tres Avemarías, luego dibujó una cruz sobre la harina: “Y ahora amasad”. Esta vez las hermanas obedecieron sin más exhortaciones: amasaron y amasaron, de la harina salió pan suficiente para dos semanas. El hecho fue tan sensacional que ya en los días inmediatamente posteriores, entre el 2 y el 5 de julio de 1802, la diócesis de Acquapendente (Aquipendium) realizó un examen de lo sucedido, llamando a declarar a la beata. Como para confirmar la autenticidad de aquel milagro, también el 5 de julio de aquel año, una benefactora llamada Margherita Castiglioni, que había donado parte de su harina al monasterio, encontró su despensa llena del mismo bien.
Y estos son sólo algunos ejemplos de gracias materiales que la beata obtuvo por su fe. También fueron muchas las curaciones atribuidas a su intercesión, que contribuyeron a difundir su fama de santidad, a pesar de que ella intentaba escudarse: “Para desviar la atención de sí misma -escribió uno de sus biógrafos, don Alberto Grosso-, invitaba a los enfermos a tocar su cordón franciscano: la curación que obtenían era una gracia de san Francisco. Ella es sólo un instrumento. Es la fe en el Señor la que obra maravillas. Un Crucifijo que permaneció prodigiosamente intacto en un incendio fue venerado en la iglesia. Ella invita a la gente a tocar el Crucifijo con un purificador y luego colocarlo sobre el enfermo o a ungir al enfermo con aceite de la lámpara colocada ante el Crucifijo. Se producen curaciones. Otras veces invocaba a la beata Verónica Giuliani”, hoy santa, de la que era gran devota.
Otro motivo de su fama fueron sus profecías, que atrajeron la especial y dura vigilancia de la policía napoleónica, ya que varias de ellas se referían a las parábolas opuestas del papa Pío VII -cuya deportación por los franceses (1809) y glorioso regreso a Roma (1814) predijo- y Napoleón. Del emperador de los franceses y rey de Italia dijo, entre otras cosas: "Dios lo quitará de en medio, sin que nadie pueda jactarse de haberlo matado".
Como la madre María Magdalena se negó a jurar fidelidad a Napoleón, se vio obligada a abandonar Roma, donde se había establecido para fundar las Sacramentinas. Este exilio significó para la beata, entre otras cosas, un regreso temporal después de tantos años a su ciudad natal, Porto Santo Stefano, donde conoció por primera vez a su sobrina Luisa Sordini, también destinataria de una de sus profecías. «Cuando subía las escaleras», cuenta la sobrina, «fui a su encuentro, pues nunca la había visto. Iba en compañía de mi madre y de otras cuatro hermanas. La tía, en cuanto me vio, me puso la mano en la cabeza y dijo: “Esta será mi monja”. Papa Giovanni le respondió: “No es posible que Luisa sea monja; es una cabeza sin cabeza”. Pero la tía impertérrita replicó: “Sí, sí, será mi monja, asistirá a mi muerte y será superiora”». Luisa, superados sus prejuicios sobre las monjas, pronto se sintió atraída por las virtudes de su tía y se sintió llamada a la vida consagrada, cumpliéndose la triple predicción sobre ella: en efecto, pocos años después entró en las Adoratrices con el nombre de sor María Cherubina de la Pasión; luego, en 1824, asistió a la muerte de la madre María Magdalena (recitando los misterios dolorosos junto a su lecho, como le había pedido su tía, entregando su alma a Dios durante la recitación del tercer misterio); y de nuevo, 15 años más tarde, fundó el monasterio de Turín, convirtiéndose en su superiora.
La descripción de los signos podría continuar, pero lo importante es que se manifestaron a través de un alma que ante todo amaba y deseaba contemplar al Señor en la Eucaristía. Nuestra beata estaba todavía entre las monjas franciscanas de Ischia di Castro cuando reveló a su confesor, el padre Giovanni Baldeschi, este ‘detalle’ futuro: “Padre, todas ellas adorarán y alabarán a Jesús Sacramentado y yo no podré hacerlo con ellas”. Una referencia, ésta, a sus últimos años de vida, en Roma, marcados por graves achaques que a menudo la obligaban a guardar cama.
María Magdalena de la Encarnación había sabido elegir la mejor parte (cf. Lc 10, 38-42), explicando el sentido de la clausura con estas palabras: “Una religiosa, que no descuida la observancia de lo que ha profesado, es un jardín de las delicias de Dios, porque permanece cerrado a todo y sólo abierto a quien quiere ser su único dueño, de modo que se cierra dos veces, para que con la clausura del cuerpo se cierre también el corazón, donde él quiere habitar y reinar” (Reflexiones sobre las Advertencias, VIII). Con los santos efectos que sólo Él sabe generar.