María, la mujer eucarística que nos llama a imitarla
“La Madre de Dios es el primer tabernáculo viviente de la historia. Llevó a Jesús en su seno y lo entregó a la humanidad como camino de santidad y alimento de nuestra vida. No es el progreso lo que lleva a la felicidad al hombre, que ha olvidado que en la oración y la adoración de Dios presente en la Eucaristía está su paz”. Son fragmentos de una homilía del cardenal Sarah
Publicamos amplios extractos de la homilía pronunciada por el cardenal Robert Sarah el 8 de septiembre (fiesta de la Natividad de María), en Budapest, con motivo del Congreso Eucarístico Internacional.
(...) Dios no elige manifestarse en el poder, sino en la humildad y la pequeñez. Desciende y entra en el mundo a través de una pobre muchacha de la pequeña aldea de Nazaret. No elige para su hijo un majestuoso palacio para traerlo al mundo, un país poderoso, sino una cueva en un pueblo muy pequeño, el más pequeño de todos.
Por eso muchos judíos no creyeron que Jesús fuera el Mesías. (...)
Muchos judíos, al igual que muchas personas de nuestro tiempo, están convencidos de que la salvación del hombre depende de su propia riqueza y de sus capacidades humanas.
Para el mundo actual, para nuestra sociedad globalizada y opulenta, un hombre pobre, un hombre que no tiene poder, ni dinero, ni ciencia, ni fama, es un hombre condenado, un hombre inútil.
Todo se concentra en el poder, en la riqueza y en el poseer en lugar de dejarse moldear de nuevo a imagen y semejanza de Dios. De hecho, esta forma de pensar y actuar nos ha llevado a olvidar a Dios.
En varias ocasiones san Juan Pablo II, Benedicto XVI y actualmente el Papa Francisco han afirmado que el hombre posmoderno se centra demasiado en los bienes materiales y configura su vida como si Dios no existiera; e incluso los cristianos viven en una verdadera apostasía silenciosa. Para nuestra sociedad occidental, Dios ha muerto.
Y somos nosotros los que lo hemos matado... somos los asesinos de Dios, eliminándolo de nuestra vida cotidiana, de nuestro pensamiento.
Por ejemplo, la búsqueda de la libertad absoluta, la negación de la ley humana y de la ley de Dios, el desmoronamiento de la familia o el rechazo total de Dios, tienen su origen precisamente en esta actitud de apostasía que el hombre pone en marcha.
El hombre tiene un gran deseo de libertad total, y piensa que sólo puede obtenerla deshaciéndose de Dios, visto como el que impone reglas, límites, que según el pensamiento moderno reducen la posibilidad de la verdadera libertad. Pero el hombre sólo puede ser verdaderamente libre adhiriéndose a los mandamientos de Dios y al Evangelio de Jesucristo.
No olvidemos que cuando se acaba con Dios, la vida del hombre también está en peligro. Ni siquiera el progreso que ha alcanzado nuestra sociedad puede llevar al hombre a la verdadera felicidad. Y es que el progreso que excluye a Dios nunca traerá un verdadero crecimiento o desarrollo humano. Una vida plenamente humana sólo es posible si dejamos que Dios dirija y gobierne nuestra existencia y nuestra historia personal.
Las dificultades del momento actual no deben asustarnos porque como nos recuerda san Pablo: “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo”. (Rom 8,28-29). Por eso estamos llamados a confiar siempre en Dios, porque nuestra felicidad y salvación dependen sólo de él.
No nos salvamos por nosotros mismos, sino que es Dios quien es el autor de nuestra Salvación por medio de su Hijo Jesús, que vino al mundo por medio de la Virgen María, quien continuamente nos dice que vayamos a Jesús, principio de vida y salvación de todo hombre. La Madre de Dios es el primer tabernáculo viviente de la historia. Ella llevó a Jesús en su seno y se lo entregó a los hombres como camino de santidad y alimento de nuestra vida.
La Virgen María es la mujer eucarística que nos ayuda a dejarnos alimentar totalmente por su hijo Jesús, presente en la Eucaristía.
Humanamente hablando puede ser difícil creer que el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo están realmente en la hostia y el vino consagrados, sin embargo, en nuestra fe, ¡es la realidad más verdadera! Jesús está realmente presente con su cuerpo y sangre, con su divinidad en el pan y el vino.
Es la luz divina de la fe la que nos hace ver a Jesús presente en la Hostia consagrada.
Ese cuerpo del Señor no es mudo, no es inerte como un ídolo. Él ve, habla, escucha, se entrega a los que quieren recibirlo y sigue comunicando su evangelio de amor en la confusión, en la dispersión doctrinal y moral y en la incertidumbre de nuestras vidas y de este mundo.
Habla de liberación, de paz. Está con nosotros. Y por eso, detengámonos a contemplarlo: Él es realmente un cuerpo que nos acompaña a través de las diferentes estaciones de nuestra vida, desde que lo recibimos por primera vez con emoción y asombro en nuestra Primera Comunión.
Y cada vez que nos alimentamos de Él debería ser como la primera vez: siempre asombrados, conmovidos ante un amor tan grande que viene a habitar en nosotros.
Este pan nunca se convierte en un derecho: no se puede comprar, no tiene precio, para nosotros los calculadores, que pensamos que no hacemos nada por nada; es un cuerpo que nos enseña a amar gratuitamente: es el cuerpo de amor de Dios.
El amor es siempre un regalo. La vida es sólo un regalo. Jesús, con la Eucaristía, quiere habitar en cada uno de nosotros y transformarnos en Él; quiere hacernos uno con Él, y éste es el mayor milagro.
En la Eucaristía Jesús viene a habitar en nosotros y nosotros habitamos en Él, y juntos vivimos la misma vida divina. A través de su cuerpo y su sangre se nos da la vida eterna, tal como nos dice Jesús en el Evangelio de Juan: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo. Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre” (Jn 6,51. 54-58). La salvación, por tanto, sólo nos la da Jesús. Queridos amigos, pongamos a Jesús Eucaristía en el centro de nuestras vidas, y nuestras vidas volverán a dar fruto porque Él es realmente una fuente inagotable de vida, paz y amor.
Cuando estemos en la fatiga, en el dolor, en las pruebas, en la angustia, arrodillémonos ante Jesús Eucaristía, adorémosle de todo corazón y experimentaremos ser regenerados por Él.
La Eucaristía regenera y da vida.
Volvamos con determinación a dar importancia a la Adoración Eucarística en nuestra vida cotidiana.
Reservemos unos minutos cada día para consagrarnos al Señor, arrodillándonos ante su presencia eucarística y viviendo en silencio nuestra oración. Arrodillarse en adoración silenciosa es el modo humano correcto de estar ante la majestuosidad de Dios humilde pero verdaderamente presente en la Eucaristía.
En efecto, nuestra vida cristiana se fortalece en la oración silenciosa, vivida con fe, amor y esperanza, pues en el silencio le damos a Dios la oportunidad de hablar a nuestro corazón y mostrarnos el camino a seguir.
En la oración diaria descubrimos que la morada de Dios es el silencio. Dios mora y se cubre de silencio.
El hombre moderno está perdido precisamente porque ya no dedica tiempo a la oración, y en particular a la oración silenciosa, por lo que se dedica implacablemente al activismo y a la agitación ruidosa que destruyen su capacidad de vida interior.
Este tiempo de pandemia ha dado a muchos la oportunidad de redescubrir el valor del silencio y la oración personal. Obligados a permanecer en nuestros hogares, hemos tenido la oportunidad de experimentar de primera mano que más allá de un activismo frenético, que puede continuar incluso permaneciendo en casa, existe la dimensión de la contemplación, que pone al hombre en una humilde actitud de confianza. A través de la contemplación silenciosa podemos recuperar nuestra verdadera relación con Dios y, en consecuencia, con nosotros mismos, porque al sumergirnos en Dios somos capaces de sumergirnos más en nosotros mismos y se nos aclara quiénes somos realmente: sus preciosas criaturas y, en el bautismo, sus hijos amados, comprados al alto precio de la sangre de su amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo.
De hecho, por desgracia, el hombre contemporáneo, que ha matado a Dios, piensa que rezar es una pérdida de tiempo, mientras que los santos, incluso los más dedicados a la caridad activa, como la Madre Teresa de Calcuta, nos han enseñado que todas las grandes obras de caridad nacen de la adoración, la oración y el silencio.
Por eso, queridos hermanos, deseemos llevar a Dios al mundo con nuestra vida, y sólo entonces seremos verdaderamente hijos de Dios y discípulos de Cristo.
Seguros de esta esperanza, pidámosle a Jesús Eucaristía que nos llene de su presencia y nos haga tabernáculos de Su presencia en nuestra vida cotidiana, como lo fue la Virgen María. Gracias por escuchar y que Dios os bendiga siempre.