La rebelión agrícola desenmascara a los flautistas de la utopía verde
Se está produciendo un choque entre la ideología del ecologismo apocalíptico y el gran levantamiento de los agricultores. Lo que está en juego es la total alienación de la realidad que mantiene unidas a todas las políticas “euro-verdes”, su distancia insalvable de cualquier racionalidad práctica y las implicaciones despóticas y distópicas de su aplicación.
El sello inconfundible de toda ideología es su oposición frontal a la realidad concreta, su construcción de un mundo imaginario, abstracto y alienado en el que la sociedad se desmantela completamente y se reconstruye según un lúcido delirio pseudorreligioso y cientificista que pretende construir al “hombre nuevo”, inmune a defectos y conflictos, “forzado” a la felicidad. Una realidad artificial y alternativa que inevitablemente, cuando los partidarios de esa ideología obtienen el poder total e intentan realizarla, adopta la forma de una distopía: no es el paraíso, sino el infierno en la tierra. Una prisión, un manicomio y un lugar de tortura para las desdichadas sociedades condenadas a sufrirlo.
En cuanto a la ideología del ecologismo apocalíptico dominante hoy entre las élites intelectuales y políticas occidentales, y sobre todo europeas, su contraste con la realidad concreta salta plásticamente a nuestros ojos en estos mismos días con el gran levantamiento de los agricultores contra las políticas demenciales y ruinosas impuestas desde hace años por la UE a sus pueblos, basadas en una supuesta emergencia climática y, más en general, ecológica.
Por un lado, la fatal presunción de rediseñar por completo la economía, la producción, el consumo y la vida cotidiana de cientos de millones de personas en deferencia a la idea dogmática de que, si no se hace, una catástrofe cósmica se cierne sobre toda la civilización humana, y si, por el contrario, los ciudadanos europeos obedecen, esta catástrofe se evitará. Pero por otro, la reacción de las sociedades concretas del continente, una reacción dictada por el instinto de supervivencia y el temor fundado a que esas políticas generen daños irreparables a su bienestar, a su autonomía, a su convivencia.
De momento, esta reacción, que desmiente de golpe la escenificación ideológica con la que se presentaba el riesgo de apocalipsis medioambiental como una prioridad absoluta, procede de las clases productivas de la industria agroalimentaria, las más castigadas por las medidas pseudoambientalistas de las clases dirigentes de la UE, lideradas por figuras inquietantes como el ex vicepresidente de la Comisión Frans Timmermans. Pero otros sectores de la producción ya se están movilizando (como los trabajadores y empresarios de Alemania y algunos otros países) y, sobre todo, la inmensa mayoría de los ciudadanos europeos ya están experimentando amargamente en su propia piel, de una forma u otra, las gravísimas consecuencias de esas medidas para sus intereses vitales: desde todas las empresas sometidas a costes insoportables debido a obtusos criterios de “sostenibilidad”, hasta los propietarios de viviendas amenazados por la pesadilla de renovaciones obligatorias innecesarias, caras y perjudiciales, pasando por los propietarios de vehículos de motor obligados a una costosa e imposible conversión a eléctricos, hasta todos los consumidores que ya se están dando cuenta amargamente de cómo las consecuencias de cada medida “verde” de la UE son la subida vertiginosa de los precios de todos los bienes esenciales, y la disminución de su calidad: el compendio más sintomático y absurdo es la presión para imponer la “carne” artificial, impulsada por los intereses de las grandes multinacionales no europeas.
Las próximas elecciones al Parlamento Europeo nos dirán hasta qué punto la frustración y el enfado de las sociedades podrán cambiar el equilibrio político continental ante esta deriva. Pero, más allá de ellas, la batalla entre la realidad y el delirio ideológico parece destinada a prolongarse durante mucho tiempo: al menos hasta que esa ideología sea contrarrestada por una cultura alternativa lo bastante fuerte como para derribar su hegemonía en el debate público.
Por otra parte, la alienación total de la realidad que mantiene unidas a todas las políticas “euro-verdes”, su distancia insalvable de cualquier racionalidad práctica y las implicaciones despóticas y distópicas de su aplicación son ya evidentes para cualquiera que no esté cegado por la narrativa del “flautista mágico” de Bruselas que conduce a sus pueblos al abismo.
De hecho, todas esas medidas convergen en uno de los proyectos más radicales del “hombre nuevo” jamás manifestados en la historia de las ideologías, presagiando resultados al menos tan catastróficos como aquellos a los que ya han abocado en el siglo XX. Intentemos “unir los puntos” del ideal de “sostenibilidad” al que pretenden referirse, y veamos cuál es el perfil del Homo Europaeus que aspiran a crear.
La población de la futura (o más bien inminente) “Europa sostenible” con “impacto cero” en las temidas emisiones deseada por las actuales clases dirigentes de la Unión, vivirá en territorios donde la producción agrícola y ganadera, en homenaje a la “sostenibilidad” y la “restauración de la naturaleza”, será cada vez más escasa, con precios cada vez más altos y una dependencia creciente de la producción de otros continentes para su sustento; además, consumiendo bienes cuya cadena de producción es mucho menos controlable.
Vivirá utilizando únicamente energías renovables para cuya difusión se desnaturalizarán por completo la tierra y el paisaje (¡Nada que ver con “restaurar la naturaleza”!): energías que, sin hidrocarburos ni centrales nucleares, en cualquier caso sólo pueden cubrir un porcentaje minoritario de las necesidades de las sociedades industrializadas. Y así, o volverá a un estadio más primitivo de civilización o dependerá totalmente de la energía producida en otros lugares, de nuevo con costes enormemente incrementados.
Perderá casi por completo su industria manufacturera porque será incapaz de sobrevivir en estas condiciones, sumiéndose en un desempleo masivo crónico. No podrá viajar debido a los elevadísimos costes de la movilidad eléctrica privada y del transporte público.
En resumen, vivirá en una “burbuja” casi irreal en la que sólo una pequeña élite podrá mantener un nivel de vida satisfactorio (las clases dirigentes del empresariado digital y de la investigación científica puntera, y las vinculadas a la política) mientras que el resto de la sociedad quedará reducida a una masa informe de pobres en busca de subsidios, o emigrará a otros lugares, lo que acentuará aún más el declive demográfico y/o la despoblación. Mientras que el resto del mundo, libre de tales limitaciones asfixiantes, seguirá creciendo, hasta “colonizar” lo que quede del Viejo Continente.
La utopía “verde” se convertirá -en realidad lo está ya haciendo- en la distopía de una parte del mundo, hasta hace poco motor del desarrollo, que se suicida. Un desenlace que sólo podrá evitarse si las sociedades sometidas a este yugo dejan inmediatamente de seguir, hipnotizadas, a sus “flautistas de Hamelín”.