San José Obrero por Ermes Dovico
NOTAS PARA LOS CARDENALES/6

La Iglesia necesita combatir el “apartheid litúrgico” y los abusos

La calidad de la liturgia, un formidable instrumento de evangelización, es el indicador del “estado de salud” de la Iglesia. El nuevo pontífice deberá retomar la labor de reconciliación entre el rito antiguo y el posconciliar.

Ecclesia 01_05_2025 Italiano English

Con vistas al próximo Cónclave, publicamos una serie de artículos de fondo inspirados en el documento firmado por Demos II (redactado por un cardenal anónimo) que establecía las prioridades del próximo cónclave para reparar la confusión y la crisis creadas por el pontificado de Francisco.

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La misión de la Iglesia nace de su relación con el Esposo y tiene como fin conducir a todos los hombres a esta relación esponsal. Según la enseñanza del libro del Apocalipsis, el anticipo de estas bodas es la liturgia de la Iglesia, que es al mismo tiempo un aprendizaje incesante para escuchar la voz de la esposa, que se dirige al Esposo, y entrar con respeto y amor en esta relación. La calidad de la liturgia de la Iglesia, la forma de comprenderla y celebrarla son quizás el indicio más importante para evaluar el “estado de salud” de su relación con Cristo y de la comprensión del fin de su existencia: el socorro a los pobres cesará y la misión desaparecerá, pero la liturgia es el sentido y el acto de la eternidad.

Esta voz de la Esposa ha sido degradada por constantes iniciativas personales de sacerdotes, grupos e incluso obispos que consideran la liturgia un laboratorio en el que dar rienda suelta a su creatividad, obligando así a los fieles a soportar los gustos arbitrarios de quienes, en lugar de servir a la liturgia de la Iglesia, la utilizan para otros fines, más o menos nobles. Una mirada realista a la situación litúrgica no puede sino llevar a la triste constatación de que, en la Iglesia, se oye raramente la voz de la Esposa, porque se sustituye o se sofoca con voces que “saben a mundo”. La situación puede resumirse así: parroquia que vas, Misa que encuentras.

A esta difusión de la arbitrariedad se une a menudo el problema aún más grave de los abusos litúrgicos, que han sobrepasado todos los límites de la tolerancia y han degradado el Misterio que está en el corazón de la vida de la Iglesia. Las peticiones del Concilio Vaticano II, en su constitución litúrgica Sacrosanctum Concilium, han sido en gran parte ignoradas, cuando no contradichas. De esta constitución solo se recuerda el principio de la participación activa de los fieles, por otra parte mal entendido, mientras que se han olvidado aquellas indicaciones concretas que habrían evitado la deriva actual y habrían permitido a la Iglesia latina tener una liturgia digna de este nombre. Lo que ha ocurrido en este pontificado, con una vehemencia similar a la de los años setenta y ochenta, ha sido la persecución sistemática (a veces abierta y a veces encubierta) de todo lo relacionado con la tradición litúrgica romana. La gestualidad del sacerdote, los ornamentos y vasos sagrados bien cuidados, el canto gregoriano y la música litúrgica, la lengua latina... Cada vez es más raro participar en liturgias que hayan conservado estos elementos constitutivos.

A partir del Motu Proprio Traditionis Custodes (16 de julio de 2021) hemos asistido a una persecución incomprensible e injustificable de fieles y sacerdotes vinculados al rito antiguo, plenamente en comunión con la Iglesia. Esta medida pone de manifiesto una peligrosa ceguera ideológica, que ha constituido una provocación para muchos fieles, que se han visto empujados erróneamente a tomar decisiones que rompen la comunión eclesial. El equilibrio y la distensión de ánimos que se estaban alcanzando gradualmente con el Motu Proprio Summorum Pontificum han sido borrados en un instante por una medida innecesaria, contraproducente y profundamente injusta. Considerar que los fieles que asisten al rito antiguo son ipso facto elementos de ruptura de la comunión eclesial y, por esta razón, proceder a una erradicación sistemática y capilar de las misas en el rito antiguo, incluso allí donde los obispos no han expresado ningún problema relativo a la comunión eclesial, es expresión de una visión unilateral, ideológica y, por lo tanto, errónea. Si se universalizara el principio, probablemente habría que suprimir también la mayor parte de las celebraciones eucarísticas en el rito reformado.

No se trata solo de haber privado a numerosos sacerdotes, religiosos y fieles laicos de una forma litúrgica a la que están particularmente vinculados por sus características peculiares, sino también de haber interrumpido bruscamente ese necesario proceso de reconciliación interna de la Iglesia, evocado por Benedicto XVI, y que pasa precisamente por el hecho de que la Iglesia de hoy reconozca como un don el “rito de ayer”. Traditionis Custodes ha provocado una dolorosa fractura interna en el mundo católico y ha renovado una ruptura impensable entre el pasado y el presente de la Iglesia. Esta falta de reconciliación ad intra mina los cimientos del diálogo ecuménico sano y constructivo que la Iglesia católica está construyendo con esfuerzo ad extra, sobre todo con los cristianos orientales y ortodoxos, que obviamente no ven como una buena señal el trato que las autoridades católicas están reservando a los fieles vinculados a la forma más antigua del rito romano.

El nuevo pontificado tendrá la inaplazable tarea de retomar esta reunificación interna, que deberá pasar no solo por una autorización más generosa de la vida litúrgica y sacramental según los libros litúrgicos del rito antiguo, sino también por una mayor estructuración que permita a los fieles y a los sacerdotes no estar continuamente a merced de las fluctuaciones debidas a las corrientes ideológicas. Un “ordinariato tradicional” que coordine los diversos grupos vinculados a la forma antigua del rito romano, con un obispo que pueda ser el interlocutor directo con los demás hermanos en el episcopado para todas las cuestiones de gestión de los grupos, se presenta como la solución más lógica, pacificadora y respetuosa con la realidad.

Aún más urgente parece una intervención sustancial para combatir la excesiva “mundanización” en la celebración del rito reformado por Pablo VI. La reanudación de la aplicación sistemática de la Instrucción Redemptionis Sacramentum podría configurarse como el primer paso para reducir no solo los graves abusos litúrgicos, sino también el “desenfadado” uso del Misal y de sus rúbricas que se ha extendido. Habría que prestar especial atención al canto y a la música litúrgica. De hecho, la situación actual permite afirmar sin exagerar que la Iglesia ya no tiene un canto propio en su rito latino, incumpliendo las claras indicaciones de Sacrosanctum Concilium. En todas partes se escuchan canciones con melodías claramente seculares, con textos no bíblicos o, en cualquier caso, no arraigados en la tradición litúrgica de la Iglesia, y con una ejecución a menudo improvisada y aproximada. Los libros litúrgicos aprobados (Graduale Triplex, Graduale romanum), fruto de un gran trabajo de recuperación del Proprio gregoriano, deberán volver a ser la referencia fundamental del canto litúrgico.

No se debe cometer el error de olvidar que el cuidado del culto público de la Iglesia es un instrumento extraordinario de evangelización, que permite a los fieles experimentar “a través de los sentidos” la presencia de la Majestad divina pacificadora y santificadora que permite vivir en este valle de exilio con los ojos y el corazón constantemente elevados al Señor, consolados por su presencia salvífica y salvados del inexorable proceso de secularización en curso. La “clericalización del culto” no se resuelve con una ampliación ilimitada de los ministerios laicos y con una comprensión errónea de la participación activa de los fieles, sino sustrayendo los ritos a las manipulaciones, a las experimentaciones, a las adaptaciones arbitrarias de obispos y sacerdotes, además de grupos individuales.



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