San Juan María Vianney por Ermes Dovico
ENSEÑANZA

La Iglesia, anticipo del Cielo

La Esposa de Cristo recibe heridas en su carne, pero los errores de sus hijos “no comprometen la pureza y la santidad de su Madre”. Ella es la guardiana de la Luz de Dios y la que imparte su Amor, por eso tantos hijos del mundo dejan sus prejuicios y vuelven a Ella. Es parte de una instrucción (Qui es-tu, Église de Dieu?) que Dom Gérard Calvet († 2008) dejó a sus novicios.

Ecclesia 04_08_2024 Italiano

Proponemos a continuación una instrucción que Dom Gérard Calvet (1927-2008), fundador de la Abadía Santa María Magdalena de Le Barroux, dejó a sus novicios en 1995. En una época como la nuestra, en la que continuamente nos llegan malas noticias (a veces incluso escandalosas) del contexto eclesial, corremos el grave riesgo de dejar de mirar a la Iglesia católica, la única Iglesia de Jesucristo, como lo que es: la Esposa virgen y hermosa de Jesucristo, llena de toda gracia y verdad, la única arca de salvación en medio de las tempestades del mundo, el templo de la adoración de la Santísima Trinidad, la ciudad de los Ángeles, de los Bienaventurados y nuestra. Nosotros somos unos pobres pecadores salvados por la misericordia.

(El texto está tomado de Qui es-tu, Église de Dieu? Instruction pour le novices, en Benedictus, Écrits spirituels, II, Éditions Sainte-Madeleine, Le Barroux, 2010, pp. 555-563, traducción realizada por nosotros)

***
Un día me dijisteis que la Iglesia de los tiempos modernos no es tan bella como en otros tiempos y que no es tan fácil de amar. No estoy de acuerdo con esta opinión.
Cuando un hombre ve morir a su madre anciana y enferma y recuerda que fue una joven llena de alegría y entusiasmo cuyo rostro, antes radiante, está ahora envuelto en la niebla de sus recuerdos, entra en un mundo maravilloso que podríamos llamar el mundo de la gratitud.
Pues bien, esto es lo que sucede cuando un hijo de la Iglesia contempla el rostro de su Madre. Ciertamente la Esposa de Cristo no está enferma ni moribunda; la Escritura nos la describe como una virgen “toda gloriosa, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino santa e inmaculada” (Ef 5, 27); sin embargo, la materia humana que la compone y las dificultades que encuentra en el camino le dan un aspecto quizá lastimoso, algo de lo que avergonzarse aunque uno no se atreva a decirlo. Éste es el momento en que hay que reflexionar sobre la aparición de la Esposa, no con la curiosidad del escéptico, sino con la mirada de los ángeles de los que habla San Pedro (1 Pe 1,12), “que ansían contemplar” y que rebosan de respeto infinito. Algo que sólo puede nacer en nosotros por la liturgia, antes de entrar en la visión beatífica. (...)

Leamos juntos el prefacio de la Misa de Dedicación. Preguntamos: “¿Quién eres, Iglesia de Dios?”. Escuchemos la respuesta:

Vere domus oratiónis visibílibus ædifíciis adumbráta
Traducimos: Ella es verdaderamente la casa de oración representada por los edificios visibles. Pero adumbráta, es decir, representada a través de las sombras. Este admirable término contiene toda la teología de la Iglesia, retratada y reproducida con los colores de sombra que pertenecen a la tierra, pero capaces de representar felizmente las realidades más sublimes del Paraíso.
Pertenecemos a la Iglesia del Cielo, pero es una Iglesia que aquí abajo está representada por las sombras y los signos de la ciudad terrena. No pertenecemos a una asamblea pecadora y miserable, sino a un Pueblo santo, Plebs sancta, a una Patria celestial, a una Iglesia triunfante, estamos en espíritu junto al trono del Cordero, stantes ante thronum, no como extraños y huéspedes, sino como conciudadanos de los santos y miembros de la familia de la casa de Dios (Ef 2,19), en medio de miríadas de ángeles que son la corte del gran Rey (Hb 12,22).

Templum habitatiónis gloriæ tuæ
¿Quién eres tú, Iglesia de Dios? Escuchemos de nuevo: es el templo donde habita la gloria de Dios. Ya no nos damos cuenta de lo que significa esta gloria, porque la democratización de la sociedad ha disminuido las representaciones terrenas que por analogía tienden a expresar la magnificencia y la pompa de las cosas sagradas. Se acabaron las coronaciones, las procesiones triunfales, la jerarquía, todo ello sustituido por un gris uniforme, signo implacable de una nivelación obligatoria. Sólo la liturgia –al menos la que merece ese nombre- responde al desafío de una sociedad cansada y cerebralizada, en busca de signos y símbolos vivos, capaces de traducir la dimensión sagrada del hombre eterno; aunque bastarían tres palabras latinas para revelar su grandeza (...). Nos encanta decirle a Dios, como se hacía en épocas litúrgicas, que la Iglesia en la que vivimos es ya para nosotros un anticipo del Cielo, un Templo envuelto en sombras, pero en el que habita la gloria divina. Y como contrapunto, la liturgia de las horas canónicas acompaña este anuncio de bienes futuros con un lirismo lleno de amabilidad y ternura. Así reza el himno de los Laudes:

Omnis illa Deo sacra et dilécta cívitas
plena móduli in laude et canóre júbilo.
Está enteramente consagrada a Dios, ciudad amada,
llena de cantos de alabanza y alegría.

Y en las Vísperas:

Urbs Jerúsalem beata, dicta pacis visio...
quæ constrúitur in cælis, vivis ex lapídibus
et Angelis coronáta ut sponsáta cómite.
Jerusalén, ciudad bendita, llamada la “visión de la paz”...
construida en los cielos, hecha de piedras vivas,
coronada por los Ángeles, como por un cortejo nupcial.

Podéis ver cómo esta gran Señora no es digna de compasión: es Ella quien se esconde bajo el manto de la historia. Porque no hay dos Iglesias, sino una sola en dos planos distintos. Amemos a la Iglesia. ¡Miremos a la Iglesia con admiración!

Sedes incommutábilis veritátis
Continúa el elogio de la ciudad celestial: Ella es la sede de la verdad inmutable: sedes incommutábilis veritátis. No olvidemos, sobre todo hoy, este otro título de gloria: en Ella habita regiamente la verdad integral, inmutable, salvífica; la Iglesia, que es la voz de la Verdad, no nos engaña. No cabe duda de que es la única en el mundo que puede definir infaliblemente -según ciertas condiciones precisas-, por una parte, las verdades útiles para la salvación y, por otra, y esto es menos conocido, beneficiarse de la asistencia prudencial del Espíritu Santo que requiere un asentimiento interior de los fieles. Es lo que se llama Magisterio ordinario, signo de otra forma de presencia del Espíritu en la Iglesia. Evidentemente, esto no tiene nada que ver con las innumerables e inconfesables tonterías que profieren a diario muchas bocas eclesiásticas; ni tampoco tiene que ver con sus aún más numerosos e igualmente mortíferos errores de gobierno para la salvación de las almas; pero podemos ver una y otra vez que los hijos del mundo, alejados de la Iglesia a causa de numerosos prejuicios, vuelven al redil donde les espera el Buen Pastor, no tanto por el asombro de los acontecimientos milagrosos como por la belleza y la coherencia armoniosa de la doctrina, belleza que atrae a las almas y las invita a la admiración y al amor.

Sanctuárium ætérnæ Caritótis
Puesto que Dios es a la vez Luz y Amor, la Iglesia será a su vez guardiana y dadora de Luz, guardiana y dadora de Amor. Los teólogos enseñan que, en la Trinidad, la Caridad no es una facultad distinta de Dios. Más bien es la vida misma de las tres Personas divinas en el seno de la Santísima Trinidad, el acto por el que cada una de las Personas se entrega eternamente a la otra. Ahora bien, la efusión ad extra de esta vida de amor, en un punto preciso del espacio y del tiempo, es la Encarnación. Y la prolongación de la Encarnación en el desarrollo de los siglos es la Iglesia. La Iglesia es el Templo futuro contemplado en visión por Ezequiel, del que vio brotar el agua de la gracia divina para inundar la tierra: Vidi áquam egrediéntem de Templo a látere dextro. Y todos los que fueron alcanzados por esta agua se salvaron: et omnes ad quos pervénit aqua ista salvi facti sunt.

La Iglesia santa es este santuario de amor siempre abierto, que deja fluir sin cesar los torrentes de los que brota abundantemente la gracia sacramental, las olas de la vida contemplativa y de la caridad apostólica. Así es como la Iglesia está en el centro del mundo: es Ella quien da origen al Padre de Foucauld, a las órdenes contemplativas, a las misiones lejanas, al Padre Damián y a la Madre Teresa. ¿Cómo no amar a esta Iglesia, toda misericordia y amor? No la opongamos nunca a la Iglesia que enseña el orden y la luz del dogma. Es la Iglesia misma. Es la Iglesia de Jesucristo, la Iglesia de ese Dios que es Luz y Amor.

Hæc est arca quæ nos, a mundi eréptos dilúvios, in portum salútis indúcit.
¿Quién eres tú, Iglesia de Dios? El Espíritu Santo nos responde de nuevo con la voz de la liturgia: Ella es el arca que nos salva del diluvio que asola el mundo y que nos conduce al puerto de la salvación. El problema del ecumenismo: los que no entren en el arca serán arrastrados por el diluvio y no se salvarán. Sobre todo, temamos el discurso de moda según el cual todas las religiones son equivalentes y el arca de la salvación no sería otra que el propio mundo, con su equipamiento tecnológico y su falsa buena voluntad, que socava el valor de la Cruz redentora. Ciertamente, la influencia de la gracia que toca a la humanidad se extiende más allá de las fronteras visibles de la Iglesia; pero esta perspectiva, lejos de relativizar la causalidad de la Sangre redentora, no hace sino subrayar aún más su suprema eficacia (...).

Admiremos, pues, a esta Esposa valiente que toma las armas y combate en medio de las batallas de este mundo. Cuidemos de no escandalizarnos nunca por las heridas que recibe en su carne: los errores y los fracasos de sus hijos no comprometen la pureza y la santidad de su Madre. Permanecen intactos, como la belleza de Cristo ante los ultrajes y las ignominias. Os propongo un último tema para dar gracias: Vosotros veis cómo cada día la inspiración litúrgica dirige incesantemente nuestra mirada no hacia las obras temporales (... ), sino hacia los fines últimos, hacia la Patria bienaventurada de la que las ciudades terrenas no son más que el escabel, que esperamos y donde nos llaman “nuestros hermanos del Paraíso”, una vida tan entrelazada y compartida con la nuestra aquí abajo que incluso ésta, a pesar de su decadencia, sumida cada día en las garras de la humillación y de la prueba, merece ser considerada como una incipiente vida eterna.