Eutanasia, por fin la Santa Sede aclara las cosas
La dignidad y la sacralidad de la vida permanecen siempre, incluso en estados vegetativos o con mínima conciencia. El suicidio asistido nunca es practicable, no hay absolución para quienes lo practican y quienes participan o ayudan son cómplices. La Congregación para la Doctrina de la Fe publica un documento sobre el final de la vida que va en contra de la tendencia de la Pontificia Academia para la Vida. Desmentida la falsa compasión y el concepto de interés superior. Y una advertencia: la causa principal de esta mentalidad de muerte es la falta de fe
Ayer se publicó la Carta Samaritanus bonus de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF) sobre el cuidado de las personas en las etapas críticas y terminales de la vida. Finalmente, un soplo de aire fresco y saludable. De hecho, cabe señalar que el contenido y la forma de este documento encuentran un escenario muy diferente a los pronunciamientos más recientes sobre los temas relativos al final de la vida emitidos por la Pontificia Academia para la Vida.
La Carta está dirigida sobre todo a los familiares, a los tutores legales, a los capellanes de hospitales, a los ministros extraordinarios de Comunión, a los agentes pastorales, a los voluntarios de hospitales, al personal sanitario y, por supuesto, a los propios enfermos.
¿Por qué publicar un texto así? El cardenal Luis Francisco Ladaria Ferrer, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, declaró ayer en rueda de prensa que un pronunciamiento similar de la Santa Sede, respaldado por la firma del propio Pontífice, “era oportuno y necesario en relación a la situación actual, caracterizada por un contexto legislativo civil internacional cada vez más permisivo con respecto a la eutanasia, el suicidio asistido y las disposiciones sobre el final de la vida”.
La Carta aparece como un resumen exhaustivo de los problemas que afectan el final de la vida. Aquí solo podemos mencionar algunos nudos conceptuales presentes en el texto. La CDF es clara en el juicio sobre la eutanasia: “es un crimen contra la vida humana porque, con tal acto, el hombre elige causar directamente la muerte de un ser humano inocente. [...] La eutanasia, por lo tanto, es un acto intrínsecamente malo, en toda ocasión y circunstancia. [...] La eutanasia es un acto homicida que ningún fin puede legitimar y que no tolera ninguna forma de complicidad o colaboración, activa o pasiva”. Incluso la eutanasia practicada mediante sedación profunda, señala la Carta, no es moralmente aceptable.
De ello se desprende que incluso las normas que legitiman la eutanasia son injustas: “Son gravemente injustas, por tanto, las leyes que legalizan la eutanasia o aquellas que justifican el suicidio y la ayuda al mismo, por el falso derecho de elegir una muerte definida inapropiadamente digna solo porque ha sido elegida”. La “libre” determinación de la persona no confiere a un gesto inmoral un carácter de validez moral y no lo hace convertirse de ilegal -por ser contrario al bien común- a legal: “Así como no se puede aceptar que otro hombre sea nuestro esclavo, aunque nos lo pidiese, igualmente no se puede elegir directamente atentar contra la vida de un ser humano, aunque este lo pida. Por lo tanto, suprimir un enfermo que pide la eutanasia no significa en absoluto reconocer su autonomía y apreciarla, sino al contrario significa desconocer el valor de su libertad, fuertemente condicionada por la enfermedad y el dolor, y el valor de su vida”. Ante estas leyes, es deber del médico plantear la objeción de conciencia porque nunca es lícito practicar la eutanasia o colaborar formal o materialmente de forma inmediata.
¿De dónde deriva el juicio de ilegitimidad moral de la eutanasia? Del concepto de dignidad personal, es decir, de la preciosidad íntima de cada persona, una preciosidad que deriva sobre todo de su alma racional, una realidad metafísica que no es corruptible y, por tanto, inmutable en su valor. Al respecto, la Carta recuerda la enseñanza de Juan Pablo II: «Sólo con referencia a la persona humana en su “totalidad unificada”, es decir, “alma que se expresa en el cuerpo informado por un espíritu inmortal”, se puede entender el significado específicamente humano del cuerpo» (Veritatis splendor, 50).
¿Y de dónde deriva en última instancia la dignidad espiritual del hombre? De Dios: “El hombre, en cualquier condición física o psíquica que se encuentre, mantiene su dignidad originaria de haber sido creado a imagen de Dios”.
Como agudamente evidenció el prof. Adriano Pessina en la rueda de prensa, la dignidad de la vida toma el nombre de la sacralidad de la vida a nivel teológico. Esta dignidad/sacralidad permanece inalterada incluso en pacientes que la CDF califica en estado vegetativo o con mínima conciencia y persiste incluso en recién nacidos con inexistentes esperanzas de sobrevivir durante mucho tiempo.
Con respecto a estos pequeños pacientes, la Carta quisiera precisar que «El concepto ético/jurídico del “mejor interés del niño” - hoy utilizado para efectuar la evaluación costes-beneficios de los cuidados que se lleven a cabo - de ninguna manera puede constituir el fundamento para decidir abreviar su vida con el objetivo de evitarle sufrimientos, con acciones u omisiones que por su naturaleza o en la intención se puedan configurar como eutanásicas».
El rechazo de la eutanasia incluso en las formas de suicidio asistido se acompaña, igualmente y por las enésimas motivaciones, del rechazo del ensañamiento clínico: “Ante la inminencia de una muerte inevitable, por lo tanto, es lícito en ciencia y en conciencia tomar la decisión de renunciar a los tratamientos que procurarían solamente una prolongación precaria y penosa de la vida, sin interrumpir todavía los cuidados normales debidos al enfermo en casos similares. [55] Esto significa que no es lícito suspender los cuidados que sean eficaces para sostener las funciones fisiológicas esenciales, mientras que el organismo sea capaz de beneficiarse (ayudas a la hidratación, a la nutrición, a la termorregulación y otras ayudas adecuadas y proporcionadas a la respiración, y otras más, en la medida en que sean necesarias para mantener la homeostasis corpórea y reducir el sufrimiento orgánico y sistémico)”.
Esto, obviamente, no implica caer en el abandono terapéutico, señala la CDF. El énfasis en el ensañamiento terapéutico también ayuda a comprender cuándo la nutrición e hidratación asistida son legítimas y cuándo no lo son: “En particular, un cuidado básico debido a todo hombre es el de administrar los alimentos y los líquidos necesarios para el mantenimiento de la homeostasis del cuerpo, en la medida en que y hasta cuando esta administración demuestre alcanzar su finalidad propia, que consiste en el procurar la hidratación y la nutrición del paciente.[61] Cuando la administración de sustancias nutrientes y líquidos fisiológicos no resulte de algún beneficio al paciente, porque su organismo no está en grado de absorberlo o metabolizarlo, la administración viene suspendida”.
Es muy interesante la amplia sección dedicada a identificar las causas de esta omnipresente mentalidad de muerte en las sociedades sobre todo occidentales. La primera causa es la falta de fe: “Frente a lo inevitable de la enfermedad, sobre todo si es crónica y degenerativa, si falta la fe, el miedo al sufrimiento y a la muerte, y el desánimo que se produce, constituyen hoy en día las causas principales de la tentación de controlar y gestionar la llegada de la muerte, aun anticipándola, con la petición de la eutanasia o del suicidio asistido”. Por tanto, la CDF recuerda muy oportunamente los múltiples significados que la Cruz de Cristo puede tener para el paciente que sufre, para aquel crónico y para aquel terminal. Significados que abren al sentido profundo de la existencia y ricos de esperanzas sobrenaturales.
Luego, la CDF identifica otras causas de la actual deriva de la eutanasia, causas más culturales. En primer lugar, se destaca una mentalidad utilitarista que equipara la dignidad de vida con la calidad de la misma: «la vida viene considerada digna solo si tiene un nivel aceptable de calidad, según el juicio del sujeto mismo o de un tercero, en orden a la presencia-ausencia de determinadas funciones psíquicas o físicas, o con frecuencia identificada también con la sola presencia de un malestar psicológico. Según esta perspectiva, cuando la calidad de vida parece pobre, no merece la pena prolongarla. No se reconoce que la vida humana tiene un valor por sí misma. Un segundo obstáculo que oscurece la percepción de la sacralidad de la vida humana es una errónea comprensión de la “compasión”.[31] Ante un sufrimiento calificado como “insoportable”, se justifica el final de la vida del paciente en nombre de la “compasión”».
En tercer lugar, el enemigo de la vida es el individualismo: “La idea de fondo es que cuantos se encuentran en una condición de dependencia y no pueden alcanzar la perfecta autonomía y reciprocidad son cuidados en virtud de un favor”. Tu paciente eres una carga, un límite a mi libertad. Si te cuido te haré un favor, no estoy cumpliendo un deber moral. Cuarta causa: “la elevada articulación y complejidad de los sistemas sanitarios contemporáneos pueden reducir la relación de confianza entre el médico y el paciente a una relación meramente técnica y contractual”.
Por último, queremos evidenciar el apartado de esta Carta en el que se recuerda, con absoluta claridad, cómo debe comportarse el sacerdote ante aquel que ha pedido la eutanasia y contemporáneamente la confesión: “Respecto al sacramento de la Reconciliación, el confesor debe asegurarse que haya contrición, la cual es necesaria para la validez de la absolución, y que consiste en el «dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante».[89] En nuestro caso nos encontramos ante una persona que, más allá de sus disposiciones subjetivas, ha realizado la elección de un acto gravemente inmoral y persevera en él libremente. Se trata de una manifiesta no-disposición para la recepción de los sacramentos de la Penitencia,[90] con la absolución, y de la Unción,[91] así como del Viático.[92] Podrá recibir tales sacramentos en el momento en el que su disposición a cumplir los pasos concretos permita al ministro concluir que el penitente ha modificado su decisión”.
Además, añade la CDF, “no es admisible por parte de aquellos que asisten espiritualmente a estos enfermos ningún gesto exterior que pueda ser interpretado como una aprobación de la acción eutanásica, como por ejemplo el estar presentes en el instante de su realización. Esta presencia solo puede interpretarse como complicidad”.
Queriendo resumir el espíritu de este documento, robamos las muy acertadas palabras del mencionado prof. Pessina, pronunciadas en la rueda de prensa: “Esta Carta, por tanto, nos recuerda que no hay vidas indignas de ser vividas y que si no hay nada digno de amar en la enfermedad, en el sufrimiento y en la muerte, que por tanto hay que afrontar y combatir, es igualmente cierto que es precisamente el hombre, a pesar de sus limitaciones, fragilidades, fatigas, que es siempre digno de ser amado”.