HACIA PASCUA

El Triduo, los misterios del choque entre la vida y la muerte

En los días del Triduo revivimos el choque apocalíptico entre la vida y la muerte, la luz y las tinieblas, el odio y el amor. Y éste es un drama siempre presente que nos concierne a cada uno de nosotros, nuestro destino eterno. Incluso en el mayor dolor, Cristo nos da la certeza de que, unidos a Él, resucitaremos a una vida nueva.

Ecclesia 28_03_2024 Italiano English

1. Jueves Santo, Viernes Santo, Sábado Santo: son días profundamente impregnados por el recuerdo de la Pasión y muerte de Cristo, introducidos ya por la liturgia del Miércoles Santo, que nos lleva al Cenáculo, donde los evangelistas recogen el breve diálogo que tuvo lugar entre Jesús y Judas. "Rabbí, ¿soy yo?", pregunta el traidor al divino Maestro, que había predicho: "En verdad os digo que uno de vosotros me traicionará". Él responde: "Tú lo has dicho" (cf. Mt 26, 14-25). Y el Cuarto Evangelio cierra este relato evocando la traición de Judas con una observación lapidaria: "Y era de noche" (Jn 13,30). Cuando Judas sale del Cenáculo con el corazón asediado por las tinieblas de la confusión interior, se encuentra en una profunda noche con la mente puesta ahora en la traición al Maestro. Era de noche también en el corazón de los demás apóstoles que estaban perdidos y confusos porque no entendían lo que estaba pasando. También era de noche en el corazón de Cristo, que ya veía acercarse la hora decisiva de su misión y sabía que tenía que sacrificar su vida hasta la última gota de sangre.

En los días del Triduo Santo revivimos el choque apocalíptico entre la vida y la muerte, entre la luz y las tinieblas, entre el odio y el amor. Todo esto no es historia del pasado, sino un drama muy actual que nos implica a cada uno de nosotros, llamados a decidir qué destino dar a nuestra existencia. Una elección que implica tomar conciencia de la "noche" que habita en nosotros, a causa de nuestros pecados. El Misterio Pascual, es decir, la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, se renueva hasta el fin del mundo en cada celebración eucarística. En la Misa, por tanto, no vamos sólo a rezar, sino a revivir el Misterio Pascual y es como si volviéramos al Calvario -de hecho, es la misma realidad- para participar por la fe en lo que Cristo ha realizado para la redención del mundo.

2. El Triduo Pascual comienza el Jueves Santo por la tarde/noche con la Misa "in Cena Domini", la conmemoración de la Última Cena. En realidad, por la mañana se celebra ya la Misa Crismal, que puede anticiparse por razones pastorales a uno de los días anteriores. La celebra el Obispo de la diócesis junto con los diáconos y presbíteros, sus más estrechos colaboradores, que, rodeados del Pueblo de Dios, renuevan las promesas hechas el día de su ordenación sacerdotal. Es un momento emocionante para el obispo y los sacerdotes, porque pone de relieve el don siempre inmerecido del sacerdocio ministerial que el Señor dejó a su Iglesia en la víspera de su muerte en la cruz. Se siente la comunión estrecha y permanente, nacida de la ordenación, entre el obispo y los sacerdotes, y es un estímulo, en esta víspera de la Pasión, para adquirir una conciencia siempre nueva de la riqueza del sacramento de la Eucaristía y del Sacerdocio. Además, se bendicen los Óleos para la celebración de los Sacramentos: el Óleo de los Catecúmenos para los que se preparan al Bautismo, el Óleo de los Enfermos para los ancianos y los enfermos, y el Sagrado Crisma con el que el obispo o el sacerdote unge a los bautizados, administra el Sacramento de la Confirmación, unge las manos del presbítero y la cabeza en la consagración del obispo.

En la tarde del Jueves Santo, al entrar en el Triduo Pascual, revivimos la Misa que se dice in Cena Domini, es decir, la Misa en la que conmemoramos la Última Cena y lo que sucedió allí, en aquel momento en el Cenáculo. Es la noche en que Cristo dejó a sus discípulos el testamento de su amor en la Eucaristía, pero no como recuerdo, sino como memorial y como su presencia eterna. En este Sacramento, Jesús sustituyó a la víctima sacrificial -el cordero pascual- por sí mismo: su Cuerpo y su Sangre nos liberaron de la esclavitud del pecado y de la muerte. Y esa misma noche nos entregó el mandamiento nuevo del amor, que nos pide amarnos unos a otros haciéndonos servidores unos de otros, como hizo lavando los pies a los discípulos. Un gesto que anticipa su muerte en la cruz en el sacramento del pan y el vino convertidos en su Cuerpo y su Sangre. El evangelista Juan no narra la institución de la Eucaristía, sino el lavatorio de los pies de los discípulos, el gesto con el que Él, habiendo amado a los suyos, quiso expresar su amor hasta el extremo (cf. Jn 13,1). Es el testamento del amor que dejó a los discípulos como insignia: crecer en la humildad del servicio y amar concretamente a las personas hasta dar la vida por cada una de ellas. El gesto de lavar los pies anticipa también el don del sacramento de la reconciliación o penitencia que entregará a los apóstoles el día de la resurrección, cuando se les aparezca y les diga: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes no se los perdonéis, no les serán perdonados".

Al final de la Misa in Cena Domini, la liturgia invita a los fieles a detenerse en adoración del Santísimo Sacramento, reviviendo la agonía de Jesús en Getsemaní, donde los discípulos dormían, dejándole solo. También hoy dormimos a menudo nosotros, sus discípulos, y en esta noche sagrada de Getsemaní queremos comprometernos a estar más vigilantes para comprender mejor el misterio del Jueves Santo, que abarca el triple don supremo del sacerdocio ministerial, la Eucaristía y el mandamiento nuevo del amor fraterno, que se expresa sobre todo en el perdón dado y recibido.

3. El Viernes Santo es un día de penitencia, ayuno y oración. Una liturgia muy sobria nos reúne en el Calvario para conmemorar la Pasión y Muerte redentora de Jesucristo mediante los textos de la Sagrada Escritura, especialmente la Pasión según san Juan, y las oraciones litúrgicas. Sigue el rito de la adoración de la Cruz, meditando sobre el camino del Cordero inocente sacrificado por nuestra salvación. Es el momento de llevar a la oración los sufrimientos de los enfermos, de los pobres, de los rechazados de esta sociedad nuestra. Recordaremos a los "corderos sacrificados", las víctimas inocentes de las guerras, de las dictaduras, de la violencia cotidiana, de los abortos. Contemplando la Cruz rezaremos por los muchos, demasiados crucificados de hoy, que sólo de Jesús pueden recibir consuelo y dar sentido a su sufrimiento. Desde aquel primer Viernes Santo, Cristo tomó sobre sí las heridas de la humanidad y su amor infinito irrigó los desiertos de nuestras existencias e iluminó las tinieblas de nuestros corazones. En el Calvario, Jesús se sumergió en el dolor del mundo y lo tomó sobre sí, liberándonos del poder de las tinieblas del mal y de la muerte. Por sus llagas hemos sido curados (cf. 1 Pe 2, 25), dice el apóstol Pedro, por su muerte hemos sido regenerados, todos nosotros. Y gracias a Él, abandonado en la cruz, nunca más nadie está solo en las tinieblas de la muerte. Nunca, porque Dios está siempre a nuestro lado: debemos, sin embargo, abrir el corazón y dejarnos mirar por Él. La liturgia del Viernes Santo termina de manera sencilla con la comunión, consumiendo las sagradas especies conservadas de la Misa in Cena Domini del día anterior.

Es interesante este comentario sobre el Viernes Santo, atribuido a San Juan Crisóstomo: "Antes la cruz significaba desprecio, hoy es algo venerable, antes era símbolo de condenación, hoy es esperanza de salvación. En efecto, se ha convertido en fuente de un bien infinito; nos ha liberado del error, ha disipado nuestras tinieblas, nos ha reconciliado con Dios, de enemigos de Dios nos ha hecho miembros de su familia, de extraños nos ha convertido en sus prójimos: esta cruz es la destrucción de la enemistad, la fuente de la paz, el cofre de nuestro tesoro" (De cruce et latrone I,1,4). Todavía hoy, la tradición cristiana promueve numerosas manifestaciones de piedad popular, entre ellas las conocidas procesiones del Viernes Santo, con sus evocadores ritos que se repiten cada año. También existe el piadoso ejercicio del "Vía Crucis", que nos ofrece a lo largo del año la oportunidad de imprimir cada vez más profundamente en nuestras almas el misterio de la Cruz y conformarnos interiormente a Cristo. San León Magno escribe que el Vía Crucis nos educa a "mirar con los ojos del corazón a Jesús crucificado, para reconocer en su carne nuestra propia carne" (Sermón 15 sobre la Pasión del Señor). Y ahí radica la verdadera sabiduría del cristiano.

4. El Sábado Santo es el día del silencio: un gran silencio desciende sobre toda la Tierra; un silencio experimentado en llanto y desconcierto por los primeros discípulos, conmocionados por la muerte de Jesús que nunca hubieran podido imaginar. La vida está en el sepulcro y los que habían esperado en Jesús se sienten abandonados, se sienten huérfanos, quizá incluso huérfanos de Dios. Este sábado es también el día de María, que puede estar llorando, pero su corazón está lleno de fe, esperanza y amor. Ha permanecido junto a su hijo hasta el pie de la cruz, con el alma traspasada. Y ahora que todo ha terminado, sigue velando con el corazón lleno de esperanza, porque guarda en su alma la promesa de que Dios resucita a los muertos. Así, en la hora más oscura del mundo, María se convierte en Madre de los creyentes, Madre de la Iglesia y signo de esperanza para toda la humanidad. Sostenidos por su intercesión, encontramos la fuerza para seguir llevando el peso de la cruz, especialmente cuando se hace demasiado dura para cada uno de nosotros.

5. La Vigilia Pascual. En la noche entre el sábado y el domingo, el velo de tristeza, que envuelve a la Iglesia ante la muerte y sepultura del Señor, se rompe con el grito de victoria: ¡Cristo ha resucitado! ¡Ha vencido a la muerte para siempre! Y con los ritos de la solemne Vigilia Pascual, la alegría y la luz iluminan nuestras asambleas al elevar a coro el canto festivo del Aleluya. Será un encuentro en la fe con Cristo resucitado, y la alegría pascual se prolongará a lo largo de los cincuenta días siguientes, hasta la venida del Espíritu Santo. ¡El que fue crucificado ha resucitado! Todas las preguntas e incertidumbres, vacilaciones y temores se disipan con la certeza de que Cristo ha resucitado.  Porque Él nos da la certeza de que el bien siempre triunfa al final sobre el mal, que la vida vence a la muerte, y nuestro fin no es descender cada vez más bajo de pena en pena, sino ascender con confianza a las alturas. El Resucitado es la confirmación de que Jesús tiene razón en todo: en prometernos la vida más allá de la muerte y el perdón más allá de los pecados aunque a los discípulos, por dudar, les costara creerle. La primera en creer y ver fue María Magdalena, la apóstol de la Resurrección enviada a difundir esta buena nueva a los discípulos que entonces también vieron al Señor. ¿Y lo vieron los guardias, los soldados, que estaban en el sepulcro? No lo sabemos, pero ciertamente se dieron cuenta y el misterio de este misterio permaneció con ellos. Hay varias versiones de esto en los evangelios apócrifos y en los escritos de algunos místicos de los primeros siglos del cristianismo. Pero una cosa es cierta: a partir de ese momento, ya no importa tratar de ver a Jesús con los ojos, sino encontrarlo con el corazón, confiando en su palabra. En el Cenáculo se despidió de los apóstoles con estas palabras: "En el mundo tendréis tribulación, pero tened ánimo: yo he vencido al mundo" (Jn 16,33). Deseo a todos que vivan con fe el Santo Triduo 2024.

* Obispo emérito de Ascoli Piceno