El poder del Papa, un servicio a la transmisión de la fe
Segunda parte del estudio en profundidad sobre el poder del Romano Pontífice: la preservación del depositum fidei es la exigencia primordial e ineludible de su ministerio.
Se ha constatado que los límites del poder del Papa son fruto y consecuencia de la obœdientia fidei que no puede sino acompañar el camino del sucesor de Pedro en la fidelidad a las huellas de Cristo. Así, rechazando unánimemente una potestas absolute illimitata [autoridad o poder absolutamente ilimitado] en la Iglesia, se suele subrayar que el poder del Romano Pontífice está “cercado” por la ley divina, tanto natural como revelada. Para no hacer de esta afirmación una fórmula abstracta, una mera declaración teórica desprovista de alcance real concreto, es necesario llenarla de contenido, como de hecho ha pretendido hacer la doctrina teológica y canónica, llegando a algunas certezas ampliamente compartidas y ya consolidadas, aunque con variedad de acentos y recordando siempre la irreductibilidad de las categorías canónicas a los modelos políticos seculares.
En primer lugar, la afirmación de que el Papa es legibus solutus [liberado de las leyes] puede entenderse exclusivamente en el sentido de que está por encima únicamente del derecho positivo –al que permanece sometido ordinariamente, aunque, como autoridad suprema, puede razonablemente modificarlo-, permaneciendo completamente sujeto y dócilmente obediente a la ley divina. Para ilustrar concisamente lo que esto comporta, con una atención prevalente al ámbito jurídico, hay que reiterar preliminarmente que su competencia jurisdiccional no debe invadir la legítima autonomía de la esfera temporal, como ha advertido también el Vaticano II (Gaudium et spes, 36), extrínseca sólo en aquellos asuntos que conciernen a la Iglesia para perseguir su fin sobrenatural, la salus animarum, incluidos los aspectos relativos a su organización orientada a esta misión.
El ministerio del Papa es, pues, preeminentemente de servidor en la transmisión de la fe católica y de los sacramentos, siendo la conservación del depositum fidei la exigencia primordial e ineludible de su ministerio. “El Romano Pontífice está –como todos los fieles- sometido a la Palabra de Dios”, atestiguan rotundamente las Consideraciones de la Congregación para la Doctrina, ya citadas: donde la palabra “sometido” conlleva, para él, un título de honor y una tarea que cumplir, ciertamente no una deminutio capitis.
La potestad del Romano Pontífice tiene que realizarse, pues, en el total respeto al episcopado, que es también de origen divino (Lumen gentium, 22), tanto en lo que se debe a los pastores respecto a la Iglesia particular que les ha sido confiada, no como meros vicarios o delegados del Papa, como en lo que se refiere a las reuniones episcopales, aunque diferentes, inervadas en el desarrollo de la experiencia eclesial. Los derechos de los fieles, que derivan de su dignidad bautismal y que los llaman a cooperar en la edificación del Cuerpo de Cristo, son también una barrera infranqueable para el poder, que por otra parte debe esforzarse para que alcancen la plenitud de la vida cristiana: derechos, sin embargo, que nunca deben considerarse como reivindicaciones en oposición y antítesis a la autoridad jerárquica, ya que todos ellos conspiran al bonum commune.
Del mismo modo, las exigencias que emanan de la ley divina natural no pueden ser comprimidas ni mortificadas puesto que se expresan, entre otras cosas, en relación con todos los hombres. Es inadmisible, pues, un ejercicio del poder, incluso por parte del titular de la potestas suprema, que pisotee y conculque derechos relacionados con la dignidad de la persona humana: por ejemplo, el derecho a la vida, a la intimidad y a la privacidad o a la buena reputación, pero también –por referirme a un ámbito sensible, hoy en el punto de mira de la Iglesia- el derecho de defensa en un juicio justo, la presunción de inocencia, la protección de derechos adquiridos preexistentes, sin excluir el de no ser castigado por un delito prescrito.
Existe, sin embargo, otro orden de limitaciones que a menudo se pasan por alto o incluso se malinterpretan, y que corresponde eminentemente a los juristas poner de relieve: las relacionadas con el correcto ejercicio del poder. En los últimos años me he ocupado ampliamente de ello, con especial referencia a la actividad legislativa reciente: destacando la importancia crucial del respeto, incluso por parte del legislador supremo, de la legalidad in legiferando, es decir, del cumplimiento de las modalidades y procedimientos nomopoiéticos contemplados, a fin de garantizar el necesario orden, claridad y coherencia del ordenamiento jurídico.
Sería, pues, reprochable una superposición frenética, aluvional y caótica de leyes, es decir, de preceptos dispuestos sin una técnica normativa adecuada, y de disposiciones cuyo rango y alcance jurídico parecen ambiguos y cuyo contenido preciso no puede deducirse de una promulgación ritual según los cauces preestablecidos. Igualmente lo serían las resoluciones gubernativas no secundum iuris normas [no conformes a las reglas del Derecho] y las exenciones de responsabilidad por actos de personas investidas de autoridad, aun cuando fueran sospechosas de ilegitimidad; además, habría que criticar las aprobaciones no excepcionales, sino consuetudinarias, incluso previstas legislativamente en forma concreta, por el titular del poder supremo con el efecto de hacer impugnables medidas virtualmente lesivas de derechos. Todo esto debe ser censurado por los canonistas, no por una preferencia académica y puntillosa de las geometrías abstractas, ni por una reverencia casi manierista o incluso iuspositivista por la legalidad y la seguridad jurídica. Por otra parte, más allá de los peligros para el patrimonio mismo de la fe (que subyace inevitablemente a toda prescripción normativa), sería sobre todo la carne viva de las personas –los fieles, pero también los ciudadanos, a causa de los innumerables e inseparables vínculos entre el orden espiritual y el orden temporal- la que se vería afligida y lacerada allí donde las normas son irrazonables, es decir, no adecuadas a la disciplinada realidad histórica, poniendo así en grave peligro aquella justicia que por ley divina les es debida y a cuyo servicio se pone la autoridad eclesiástica, incluso la primacía.
Por tanto, estas restricciones, a las que deben ajustarse todos los titulares del poder en la Iglesia, no son de naturaleza meramente formal o funcional, sino que orientan y configuran íntimamente el bonum agere, por tanto, la sustancia y el contenido del gobierno, que de otro modo, si se desvía, corre el riesgo de socavar precisamente aquellos derechos que acabamos de mencionar, directamente conectadas con el designio divino, vulnerando precisamente la iustitia correspondiente al designio divino, a favor de la cual deben trabajar todos los sujetos eclesiales. Se trata de piedras angulares injertadas en la constitución misma de la Iglesia, completamente ajenas, por tanto, a la lógica voluntarista de la legalidad, inadmisible y desviada en el ordenamiento canónico, en el que, de hecho, non auctoritas sed veritas facit legem [no la autoridad, sino la verdad hace la ley].
Con estas últimas anotaciones emerge una vez más cómo, totalmente en línea con la sabiduría clásica, es preferible y más congruente no enumerar negativamente restricciones a la potestad suprema del Papa en una perspectiva de oposición o conflicto: sino más bien indicar e insistir positiva y constructivamente en connotaciones, cualidades y requisitos de buen gobierno de la sociedad eclesial, sin que su cogencia sea menos estricta y obligatoria para quien está investido de la potestad suprema. Los cuales, por tanto, aunque no estén sujetos a ningún control o supervisión, apelación o recurso, por parte de cualquier autoridad humana, no deben por ello ser considerados supra ius divinum [por encima de la ley divina] y liberados del deber de operar constantemente “intuitu utilitatis Ecclesiae vel fidelium - en vista de la utilidad de la Iglesia o de los fieles” (Lumen Gentium, 27a), siempre in ædificationem et non in destructionem [edificar, no destruir] (como se señaló en el Vaticano I, recordando 2 Cor 10, 8), siendo “propio de Pedro sostener y mantener unida y firme a la Iglesia en una estructura indissoluble” (León XIII, Encíclica Satis cognitum, 1896), como “principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad tanto de los obispos como de la multitud de los fieles” (Lumen gentium, 23).
* Profesora titular de Derecho Canónico, Derecho Eclesiástico e Historia del Derecho Canónico en el Departamento de Ciencias Jurídicas de la Universidad Alma Mater Studiorum de Bolonia.
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