El poder del ayuno, un arma por redescubrir
El ayuno es necesario en el combate espiritual tal y como enseñan las Escrituras, la Iglesia y el ejemplo de los santos. Sin embargo, hoy está más descuidado que nunca. Su práctica, en unión con Jesús, no sólo tiene un valor personal, sino que afecta al plan de salvación.
En dos mil años de historia cristiana, probablemente el ayuno nunca ha estado tan en crisis como hoy. Desde hace algunas décadas esta práctica penitencial se ha reducido a la mínima expresión, incluso dentro de la Iglesia católica, tanto entre los laicos como entre los consagrados, con algunas excepciones. Sin embargo, la Sagrada Biblia, la tradición bimilenaria de la Iglesia y el ejemplo de los santos nos dicen que el ayuno es un arma necesaria en el combate espiritual. No sólo tiene una dimensión personal sino que repercute en toda la economía de la salvación. Al tiempo que facilita nuestro camino de purificación, nos ayuda a crecer en libertad interior y, por tanto, en amor a Dios y al prójimo.
El ayuno, vivido en unión con Cristo, es de gran ayuda para mantener alejado al demonio. Comentando el famoso versículo del Evangelio de Mateo (Mt 17,21: Esta clase de demonios no puede ser expulsada sino con oración y ayuno), san Juan Crisóstomo explica que se trata de “palabras que se refieren no sólo a la clase de demonios lunáticos, sino a toda clase de demonios. En efecto, el ayuno da mucha sabiduría, hace al hombre semejante a un ángel del cielo y combate los poderes incorpóreos. Pero también la oración es necesaria como elemento principal; y quien reza adecuadamente y ayuna no necesita muchas cosas, y por tanto no se vuelve tacaño y está preparado para la limosna. El que ayuna es, entonces, ligero, reza con vigilancia, extingue las concupiscencias nocivas, hace propicio a Dios y humilla el alma orgullosa. Por tanto, quien reza con ayuno tiene dos alas, más ligeras incluso que los propios vientos”.
El ayuno favorece así no sólo la conversión del individuo, sino que puede obtener -acompañado de una sólida práctica cristiana- las mayores gracias en el seno de una familia, en la Iglesia, en el mundo entero. Gracias sobre todo de orden espiritual, pero también material, incluida la paz entre las naciones. La Virgen nos lo recuerda también en diversas apariciones de los tiempos contemporáneos, en las que recomienda la oración (especialmente el Santo Rosario), el ayuno y otros sacrificios como medios sobrenaturales indispensables para detener o evitar incluso las guerras.
La necesidad del ayuno tiene su fundamento en el hecho de que, cristianamente entendido, implica al hombre en su totalidad de cuerpo y alma. Mientras que otras obras de caridad -si bien son buenas y evidentemente no hay que descuidarlas- pueden ser parte de nuestra superfluidad, el ayuno implica una donación de nosotros mismos a Dios. “¿Por qué se debilita tanto Satanás cuando ayunamos? Cuando ofrecemos a Dios algo que toca nuestro cuerpo, puede decirse que nos ofrecemos verdaderamente a nosotros mismos”, explica sor Emmanuel Maillard -establecida en Medjugorje desde finales de los años 80- en una hermosa catequesis titulada Liberarse y sanar con el ayuno. “Como decía muy bien el padre Slavko [S. Barbarić, † 2000] -añade la monja francesa-, el ayuno revela nuestras adicciones. Cuando ayunamos a pan y agua, hay ‘espejismos’ que nos llaman: ¿Café? ¿Tabaco? ¿Vino? ¿Chocolate? ¿Helado? ¿Licores? Nos señalan las cosas a las que estamos más apegados. Pero la Virgen no viene a señalar nuestros apegos, viene para que seamos libres. [...] El ayuno crea, en cierto modo, un vacío, un espacio en nuestra alma, en nuestro cuerpo y también en nuestro corazón”.
Este espacio liberado por el ayuno, añade la hermana Emmanuel, “es un terreno nuevo en nuestras vidas que Dios podrá ocupar” como nunca antes. Al fin y al cabo, crecer en la vida cristiana significa imitar en lo posible la vida del Señor Jesús, que se preparó para su ministerio público con largos ayunos, incluido el de cuarenta días en el desierto. Del mismo modo que la Redención pasó por los sufrimientos de Cristo en espíritu y cuerpo, nuestra participación en su obra de salvación pasa necesariamente por mortificar tanto el primero como el segundo.
No se trata sólo de renunciar a la comida en la medida de lo posible. De hecho, es bueno, además de moderar la gula, ayunar también los demás sentidos -vigilando así los ojos, la lengua, los oídos- para practicar el autodominio y liberarse de todos los malos hábitos que nos alejan de Dios. La renuncia (incluso a las cosas lícitas) no es un fin en sí mismo, sino que está orientada, como indicó la misma Madre celestial en Fátima y en otros lugares, a renunciar al pecado. En esta línea, a propósito del verdadero ayuno cuaresmal, san León Magno afirma que consiste en “abstenerse no sólo de la comida, sino también y sobre todo del pecado”. En definitiva, el ayuno consiste en experimentar esa unión con Dios capaz de cambiar radicalmente la realidad, como en la experiencia de los santos. Nadie está excluido de esta vocación, ya que cada uno de nosotros es importante en la realización del plan de Dios, que nos llama a ser la luz del mundo (Mt 5,14).
Es bien sabido que los acontecimientos relacionados con Medjugorje han llevado a redescubrir el ayuno, con pan y agua, los miércoles y los viernes. Dos días que ya observaban los primeros cristianos, como atestigua la Didajé (texto del siglo I-II, incluido en la literatura subapostólica), donde entre otras cosas, en la parte final del comentario al mandamiento sobre el amor al prójimo, se lee: “Ayuna por quienes te persiguen”. Para ser más eficaz, el ayuno debe observarse durante 24 horas. Pero el criterio rector es siempre el de la libertad en la entrega, porque el principio y el fin de la práctica del ayuno deben tener un denominador común: el amor. Del mismo modo que se puede comenzar gradualmente con el Rosario, especialmente para quienes nunca han rezado, lo mismo sucede con el ayuno. Sor Emmanuel, que en la catequesis citada da también valiosas sugerencias prácticas (incluida la elección del pan), resume: “Si podéis ayunar inmediatamente con pan y agua dos días a la semana, dad gracias a Dios, pero también se puede hacer por etapas [...] e ir aumentando poco a poco”.
El ayuno tiene más mérito cuanto más secreto permanece, siempre que sea posible. Ciertamente, no debe vivirse con espíritu fariseo, sino con espíritu de súplica a Dios -siempre junto con la oración- para obtener humildad y conversión para nosotros mismos, para nuestros seres queridos y también para quienes nos hacen daño. San Pedro Crisólogo explica: “Estas tres cosas -oración, ayuno, misericordia- son una, y reciben vida la una de la otra. El ayuno es el alma de la oración y la misericordia la vida del ayuno. Que nadie las divida, pues no pueden separarse. Quien tiene sólo una o no tiene las tres juntas, no tiene nada. Por eso, el que ora, que ayune. El que ayuna, tenga misericordia”.